Comenzó a succionar suavemente el glande, al tiempo que limpiaba el prepucio con la lengua de cualquier resto de orín. Bastaron un par de segundos en contacto con sus labios para notar como el enorme trozo de carne se iba endureciendo progresivamente.
Para su sorpresa, las dimensiones del cipote del jornalero eran mucho mayores de lo que había supuesto. Conforme el vibrante nardo se fue llenando de sangre, tuvo que hacer un mayor esfuerzo para seguir manteniéndolo en el interior de su boca y, cuando le falló el resuello, no tuvo más remedio que sacárselo.
Mientras recuperaba el aliento, la cogió entre sus dedos y fue palpando su dureza, al tiempo que fue observando con detenimiento aquella maravilla de la naturaleza. No había lugar a duda. Era la polla más grande, más hermosa y gorda que había visto . Algo que no dejaba de ser extraordinario, conocida la dilatada vida sexual del muchacho.
Se deleitó contemplándola con más detenimiento, como si el tiempo se hubiera detenido a su alrededor. Con los labios lagrimosos y postrado ante el suelo, daba la sensación que estuviera implorando para que la sacara de sus penurias a una deidad pagana.
Una vez concluyó de visualizar cada milímetro del vigoroso mástil que brotaba de la entrepierna del pelirrojo, alzó la mirada y buscó el rostro del temporero, con la única intención de bajarle los humos.
Estaba acostumbrado a que los labriegos, a pesar de lo caliente que les ponía el contacto de su boca, siguieran poniéndole cara de pocos amigos y gustaba de recordarles quien era el que mandaba allí. No obstante, no tuvo que soltar ninguna reprimenda, pues, para su sorpresa, se encontró con una generosa sonrisa que le resultó de lo más seductora.
No se había percatado hasta el momento, pero aquel hombre tenía unos rasgos que, sin ser refinados, eran de lo más atractivos. No solo poseía un exótico pelo rojo lo que diferenciaban de la gente del lugar, sino que sus ojos azules tampoco eran muy comunes por la zona. Lo que lo convertían, a pesar de su baja clase social, en una rara avis.
Si a eso se le sumaba su porte fornido y sus hechuras de macho de pura cepa, no fue extraño que el marquesito dejara de ver por unos segundos a un sirviente con el que satisfacer su libido y creyera ver una estatua propia del Panteón griego. Si hasta aquel momento sus deseos por poseerlo habían sido un mero capricho, pasaron a convertirse en una urgente necesidad.
Atrapó el mástil que emergía de su pelvis y se lo llevó a la boca. En un primer lugar dio varios lengüetazos a su prepucio. Todavía tenía restos de orín y su sabor era bastante fuerte. Aun así, le pareció la polla más deliciosa que había probado nunca. Deslizó sus labios por todo su tronco y engulló una buena porción de ella.
Se encontraban en un lugar apartado y era poco probable que alguien fuera por allí, pero sabía que debía guardar las formas y no comportarse como un animal en un lugar que salvaguardaba tan poco su intimidad. Para evitar ser descubiertos y que el secreto a voces de su homosexualidad fuera la comidilla de los bares y mentideros de la zona, paró en seco la mamado. Se levantó como si lo empujara un resorte y le ordenó que lo siguiera con un gesto.
El fornido labriego se metió como pudo su polla bajo el estrecho pantalón y obedeció al hijo de sus señores.
Caminaron durante un buen trecho, hasta llegar a unas casetas de madera que el trabajador siempre había visto en la distancia y que se encontraba bastante alejada de la zona de los campos de trabajo.
El muchacho abrió el candado de la puerta de una de ellas y lo invitó a entrar. El pequeño habitáculo era bastante más grande que la casilla que el noble les había alquilado para vivir con su mujer y su hijo. Más espaciosa y con mayor número de comodidades.
Aquella estancia solía ser usada por el marquesito para leer y dormir la siesta. Era su refugio particular cuando quería escapar del bullicio de su casa en general y de su estirada familia en especial.
Consideraba aquellas cuatro paredes como algo muy íntimo y personal. Motivo por el cual nunca antes había traído allí a ninguno de sus amante. Sin embargo, aquel hombre había despertado el deseo desorbitado en su interior como nadie antes lo había hecho. Por lo que, sin que sirviera de precedente, no le importó compartir con él aquel pedazo de su peculiar universo privado.
Al abrir la puerta, se dirigió al pelirrojo con voz autoritaria y le dijo:
—Te prohíbo, si sabes lo que te convienes, que le menciones a nadie que has estado aquí.
—Descuide, señorito, será nuestro secreto —Dijo con una voz impregnada de complicidad.
Lo miró con cierta condescendencia. Estuvo tentado de decirle que él no compartía confidencias con la gente de su ralea, pero estaba tan ansioso por tener aquel duro sable de nuevo entre sus labios que se guardó el reproche para otra ocasión. Lo único que necesitaba es por, dejar las cosas en su sitio, que al bruto aquel se le apagara la libido con una reprimenda.
Cerró la puerta con llaves ante él y le pidió que se pusiera contra uno de los tabiques que había en el centro de la caseta. Cogió con determinación sus manos desde atrás y se las amarró con una cuerda a la medianera de madera. Las ató de una forma que considero adecuada, ni demasiado flojas que se pudiera soltar, ni tan fuertes que le hiciera daño.
Le sorprendió no oír ninguna palabra de queja , ni que ningún signo de contrariedad se pintara en el hermoso rostro del pelirrojo. Aquella mezcla de masculinidad y sumisión le puso tremendamente cachondo.
Se agachó ante él y fue desabotonando su bragueta con cierta parsimonia. Sus dedos se fueron posando delicadamente sobre la protuberancia que se marcaba bajo la tela. Sentir como pugnaba por salir al exterior puso a Francisco más cachondo de lo que ya estaba. Tuvo la sensación que, salvaguardados por la intimidad de aquellas cuatro paredes, el labriego había perdido todo pudor y se le veía más entregado. Una prueba de ello era que la bestia de su entrepierna se había puesto más dura.
Una vez la liberó de los ropajes que la envolvían, el enorme carajo saltó sobre su cara como un resorte. Tal como suponía, en el escampado no estaba en todo su esplendor y era algo más enorme que como lo recordaba.
Sin recato de ningún tipo, posó sus labios sobre el glande y lo chupó delicadamente. A continuación, y pasó la lengua por el tronco hasta llegar al escroto. Calculó que aquel vibrante dolmen mediría unos veintidós centímetros de largo y unos cuatro centímetros de ancho , por lo no le cabría en la boca por completo. No obstante, amaba los retos y llegó a la conclusión de que tragársela hasta que hasta que su boca acariciara su pelvis sería uno en toda regla.
Aspiró una bocanada de aire y toco con la punta de su lengua la gorda cabeza rojiza. Como si su boca fuera un túnel sin fondo comenzó a introducir el grueso cincel en su interior hasta que el capullo tropezó con su úvula.
Su primera reacción fue la de expulsar aquel cuerpo extraño que atoraba su garganta. Tenía mucha experiencia en devorar nabos de buen tamaño, pero lo de aquel individuo sobrepasaba con creces cualquier cipote que hubiera catado antes.
Por primera vez fue consciente de que la virilidad del pelirrojo estaba por encima de sus capacidades, aquello le excitó y hizo perseverar.
Aguanto como pudo la respiración e intentó que el caliente capullo traspasara la zona de su campanilla, sin demasiado éxito. Pese a las dificultades, consiguió introducirse un buen trozo en la boca y mantenerlo un buen rato dentro.
La sensación de asfixia lo tenía completamente fuera de sí. Si dejar de mamar aquel sable que pujaba por traspasar su garganta, agarró los enormes huevos y los acarició someramente. Con la mano que tenía libre, se desabrochó su pantalón corto y, tras comprobar que su churra estaba dura como una piedra, se acarició los glúteos.
Tal como suponía, su ojete palpitaba y emanaba ese calor particular que solía desprender cuando se ponía con ganas de una verga en su interior. Sopesó la posibilidad de que su agujerito albergara la vibrante masculinidad que estaba devorando y le pareció una locura. No obstante, conforme la lujuria fue controlando su raciocinio , dejo de creer que sería imposible y el sentimiento de carpe diem se hizo protagonista de sus pensamientos.
Consciente de que su boca no podría ser cobijo de aquella enormidad en toda su plenitud, comenzó a masturbarlo. Acariciarlo con la mano al mismo tiempo que chupaba todo lo que podía abarcar, pusieron al inmovilizado treintañero al borde del paroxismo. Unos exagerados jadeos le revelaron al joven noble que si continuaba así, más pronto tendría la leche caliente del pelirrojo en la boca.
Sin dejar de engullir el inhiesto sable, levantó ligeramente la mirada y comprobó que, a diferencia de sus otros amantes, no los había cerrado. El atractivo pelirrojo se estaba deleitando con el espectáculo de la mamada que le estaba realizando. Por la expresión de felicidad de su rostro, se podía interpretar que no le hacía ascos a que fuera un jovencito el que le proporcionara placer.
Aquella actitud fue el acicate que necesitaba para esmerarse más en el placentero trabajito que le estaba regalando. Comenzó a chupar la rojiza cabeza como si fuera un helado y a tragarse aquel vibrante cipote hasta donde le permitía su boquita, sin importarle se corriera demasiado pronto.
Si todo salía como había planeado, no supondría ningún problema que aquel tipo alcanzara el orgasmo precozmente. Eso no supondría el final de la fiesta, ni mucho menos.
En el momento que notó que el cuerpo del pelirrojo se contraía en espasmos, supo que eran los rayos que anticipaban el trueno de su eyaculación. Abrió la boca todo lo que pudo, con el único propósito de que no se escapara ni una gota de la sabrosa esencia vital.
Tal como suponía aquellos enormes huevos eran una buena fábrica de leche y una enorme cantidad del caliente líquido inundó su boca.
Nada más que sintió que la enorme tranca había escupido la última gota, se la sacó de la boca y escupió todo el semen que pudo en su mano. Con presteza se la llevó a su desnudo trasero y embadurno el orificio central con la amalgama de saliva y esperma.
Sin dejar de extenderla por su ojete como si fuera una crema lubricante, volvió a acercar los labios a la ahora dormida polla. Sin importarle las quejas del jornalero, se la metió en la boca y comenzó a mamarla con el mismo frenesí que cuando estaba dura del todo.
Mientras intentaba con sus caricias orales que la inerte verga volviera a la vida, aprovechaba para darse placer metiéndose uno de sus dedos en su lubricado culo.
Se sentía un poco defraudado pues el cipote del pelirrojo no volvía a la vida. Tenía la sensación de tener en la boca una enorme muerta. La única satisfacción que conseguía era saborear los restos de semen que todavía quedaban en su glande. No sabía si era por lo caliente que estaba o porque la leche del jornalero era realmente distinta, pero le parecía que era la más exquisita que había probado en su vida.
Lo más molesto eran los quejidos secos de dolor que se escapaban de los labios del pelirrojo, cuanto más insistía en reanimar su entrepierna, más insoportable eran sus lamentos.
En su amplia experiencia, había aprendido que pocos sementales son capaces de empalmar después de eyacular. Suponía que el pelirrojo se negaría a que se la siguiera chupando una vez hubiera alcanzado el orgasmo, fue por eso que lo había amarrado al poste. Se había encaprichado de tener aquel mástil clavado en sus entrañas y no cesaría hasta conseguirlo.
Con la lujuria haciéndose dueña de sus actos, se metió dos dedos en el culo y comenzó a dilatarlo todo lo que pudo. Sabía que sin una preparación previa, su recto no se podría tragar la masculinidad del pelirrojo y no estaba acostumbrado a que sus deseos no se hicieran realidad.
Su perseverancia fue consiguiendo que su ojete se fuera dejando pasar sus dedos con más facilidad, al tiempo que el carajo del pelirrojo se comenzó a poner duro.
De un momento a otro los quejidos de dolor del jornalero se transformaron en jadeos de placer y la pértiga que brotaba de su entrepierna volvió a apuntar hacia el techo. El sufrimiento había dejado paso a la excitación y su virilidad se alzaba ante los ojos del Francisco en todo su esplendor.
Consciente de que la poca experiencia en el sexo del burdo labriego podría hacer que se corriera otra vez antes de tiempo. Decidió dar por terminada la sesión de sexo oral. Comprobó que tenía el culo suficientemente dilatado y se levantó.
Se puso delante de él y, a pesar de que su altura era bastante inferior, la altanería y la arrogancia con la que lo miraba hacían empequeñecer al fornido individuo.
—Te has comportado estupendamente y me estás prestando un buen servicio —Le dijo con cierta condescendía mientras desataba sus manos —.Ahora te vas a sentar en la cama y me montaré en ti como si fueras un corcel. Un corcel muy caliente y salvaje.
Con la misma actitud servil de la que había venido haciendo gala, se sentó en el pequeño camastro que había en uno de los laterales de la caseta y aguardó a lo que dispusiera el señorito de la mansión.
—¡Bájate el pantalón hasta los tobillos! —Le ordenó el joven noble mientras se despojaba por completo de los suyos.
El treintañero, con cierto recato, se quitó la prenda hasta donde le habían indicado y sentó su desnudo culo sobre el colchón de lana.
El muchacho se subió a su regazo, se acuclilló sobre él y, para no perder el equilibrio, anudó uno de sus brazos alrededor de su cuello, al tiempo que apuntaba la punta de la erecta verga a la entrada de su culo.
A pesar de lo dilatado que había conseguido ponerlo, le costó un poco de trabajo que la cabeza de aquella enormidad traspasara la entrada de su recto. Abrió las piernas cuanto pudo y empujó su culo hacía abajo con todas sus fuerzas.
En un primer momento la cabeza de flecha se encasquetó en el estrecho orificio y parecía que no quisiera entrar. Resbaló su cuerpo como si aquella pértiga no se pudiera doblar con su peso y poco a poco fue abriéndose paso. Un seco chasquido dejó claro que el erecto misil había traspasado el primer anillo interior.
Francisco tuvo la sensación de que le estuvieran metiendo un objeto hirviendo por sus esfínteres y, dado el grosor, temía que en cualquier momento su culo se fuera a partir como una goma elástica a la que estaba estirando por encima de sus posibilidades.
Sin poderlo evitar, resucitaron las emociones vividas el día que fue desflorado por los dos marroquíes. Una amalgama de placer y dolor volvió a visitarlo, como si su culo que se había tragado ya más pollas de la que podía recordar, estuviera de nuevo por estrenar.
Relajó sus esfínteres cuanto pudo y terminaron abriéndose como una flor que saludara por primera vez a la primavera. Resopló cuando una nueva porción del cipote del pelirrojo se fue introduciendo en sus entrañas. Era enorme el daño que le infringía y no pudo evitar emitir un quejido de dolor. Sin embargo como un velocista que no se rinde con tal de llegar a la meta, soportó el temporal.
Educado para interpretar la empatía como una debilidad, ni se preocupó lo más mínimo por si su amante lo estaba pasando bien o mal. Lo único que le preocupaba era que no se le agachará en lo más mínimo su virilidad. Algo que, por la férrea estocada que se clavaba en su vientre, se podía prever que estaba lejos de suceder.
Paulatinamente las paredes de su recto se fueron amoldando al tamaño del enorme mástil y, pese a que el dolor no remetía del todo, un desorbitante placer se fue apoderando de él. De forma que los jadeos de placer se mezclaban con los quejidos de dolor, formando una estridente y repetitiva sintonía.
Empujó de nuevo sus caderas para abajo y su ojete se deslizó por la ancha barra, hasta que sus nalgas chocaron con la pelvis del labriego. Señal inequívoca de que su recto había conseguido tragársela por completo.
Tenía la sensación de que le iban a estallar los esfínteres, pero se sentía satisfecho. Se había encaprichado en tener aquel vibrante sable clavado en sus entrañas y haberlo conseguido le estaba resultando todo un logro.
Respiró profundo y propició que aquella estaca de carne se siguiera clavando en su culo. Con la seguridad de que no se saldría ya , quitó la mano que tenía para evitar que se saliera y la anudó junto con la otra al cuello del pelirrojo. Con ese punto de apoyo y usando sus tobillos como resorte, se puso a cabalgarlo.
Por primera vez, fue consecuente de que no era el único que estaba disfrutando con aquello. Egoístamente estaba utilizando aquel tipo como si fuera un juguete sexual y si a le daba placer o asco fornicar con él, se la traía al pairo.
Miró con detenimiento el rostro del fornido individuo. A diferencia de los otros jornaleros con los que había follado no evitaba mirarlo. Al contrario, parecía complacido con su presencia y en su rostro se dejaba ver una sonrisa de lo más picarona.
Sin dejar de hundir y levantar sus glúteos sobre pelvis de forma trepidante, aproximó su cara a la suya. Sabía que se arriesgaba a un violento rechazo que rompería la magia del momento, pero si la complicidad que había vislumbrado en su acompañante era acertada, puede que no fuera así.
Su nariz tocó la del treintañero y no hubo repulsa alguna por su parte. Tuvo la sensación de que aquel hombre, consideraba lo de besarlo un ingrediente más y lo afrontaba del mismo modo servicial que el sexo con él. Sin pensárselo más, tocó sus labios con los suyos y, al no encontrar ningún impedimento, le comenzó a meter la lengua.
Quizás debido a que la mayoría de sus amantes iban de machos fogosos y no aceptaban su homosexualidad, los besos raramente era un condimento de sus momentos de lujuria. Quizás porque su exigüidad, compartir su saliva con otro hombre le ponía tanto o más que chupar una buena verga.
Aquel hombre rudo y macho de pura cepa, estaba lejos del prototipo de los maricas que gustaban de aquellas muestras de cariño, por lo que decidió aprovechar lo que consideró un momento de debilidad por su parte antes de que se arrepintiera.
No sabía si respondía a sus estímulos de forma mecánica o movido por la pasión, pero pocas veces lo habían besado así. La lengua del pelirrojo se enredaba con la suya como si danzaran al compás de una compulsiva melodía, entremezclando sus alientos como si fuera una misma cosa. Alentado por aquel torbellino de lascivia comenzó a trotar sobre su grupa de forma más trepidante.
Francisco se encontraba como en una nube. El vigor de aquel hombre no mermaba en lo más mínimo y cada vez era mayor el placer que le proporcionaba. Por primera vez en su vida, sentía que llegaba al orgasmo simplemente siendo penetrado, sin necesidad de tocarse.
Apartó los labios de los del labriego y un concierto de jadeos flotaron en el aire de la pequeña estancia. En el mismo momento que su esperma manchaba el vientre de su amante, notó como un abundante chorro de leche caliente invadía sus esfínteres.
Durante unos segundos el mundo pareció detenerse. Buscó de nuevo la boca del pelirrojo y este no se la negó. Mientras el placer abandonaba su cuerpo como una soprano el escenario tras dar el do de pecho , sus alientos volvieron a ser uno solo de un modo más emocional que pasional.
Consecuente con que el momento álgido había llegado a su fin y prolongarlo más sería una estupidez por su parte. Se levantó de su regazó y, mientras se subía la ropa interior, no paró de observar el trozo de carne que brotaba de su pelvis. Pese a que ya había perdido parte de su vigor, su tamaño seguía siendo mayor de cualquier otra churra que hubiera catado.
Se llevó la mano al culo, lo tenía todavía bastante hinchado y dilatado. Aun así, cuanto más se deleitaba en el tamaño de la verga del labriego, menos posible le parecía que su agujerito hubiera albergado tal enormidad.
Era obvio que aquel cipote era una rara avis y no estaba dispuesto a renunciar a él así como así. Aunque la exclusividad y la fidelidad no eran palabras que formaran parte de su vocabulario, sabía que aquella polla se convertiría en un condimento indispensable de su menú sexual hasta que tuviera que volver a la academia militar.
El pelirrojo, pese a que estaba un poco desconcertado por la forma en que había acaecido todo, seguía mostrando una firmeza en un rostro poco habitual. Aguardaba dócilmente a que el señorito le dijera que se podía vestir, sin embargo su semblante no perdía ese vigor y esa masculinidad tan presente en cada uno de sus gestos.
—¿Cómo se llama el dueño de ese dolmen de placer?—Preguntó distraídamente mientras se componía las bermudas y el jersey.
El semental que tenía frente a él puso cara de no entender en lo más mínimo lo que le decía el joven noble.
—¿Qué cómo te llamas? —Recalcó con cierto retintín, contrariado por la incultura de su acompañante.
—Paulo Portageiros para servirle usted y a la patria —Dijo como si fuese una especie de retahíla que le hubieran inculcado.
—¿Portageiros? ¿Quiere decir que eres de la familia de los Colgones?
—Ese fue el mote que nos pusieron la gente del pueblo.
—Yo creí que eran habladurías de viejas y exageraciones, pero veo que la realidad supera a los rumores —Francisco hizo una pausa al hablar y de manera exaltada dijo —La madre naturaleza te ha concedido un don digno de los dioses. ¿Todos tus hermanos tienen una churra tan descomunal como la tuya?
Por primera vez en toda la tarde, el rojo se pintó en la cara del jornalero, quien ante aquel pequeño interrogatorio al que lo estaba sometiendo el hijo de los marqueses quería que se lo tragara la tierra e incapaz de decir algo medianamente coherente, permaneció en silencio.
—Quien calla otorga —Comentó el hijo de los marqueses como si no hablara con él y simplemente se limitara a pensar en voz alta.
Sin recato de ningún tipo le volvió a meter mano a la churra. La palpó contundentemente y pasó los dedos a todo lo largo del dormido tronco. El fornido individuo, creyendo que el jovencito volvía a tener ganas de más sexo, se incomodó un poco, pues estaba seguro que su polla no se despertaría de nuevo.
Para su tranquilidad, solo estaba jugueteando. Pues con la misma rapidez que la comenzó a sobar, dejó de hacerlo.
—Cuando quieras te puedes vestir —Dijo dirigiéndose a él de forma indulgente.
Mientras el hombre se subía la ropa de trabajo tal como le había ordenado. El marquesito comenzó a caminar pensativo por la sala.
—¿Colgón, sabes llevar un carro?
—Sí, señorito. Mi padre me enseñó cuando era un neno.
—Estoy pensando que me quedan dos meses en Cangas y tendré que ir más de una vez a Pontevedra. ¿Te atreverías a ser mi auriga, con el coche de caballo de mi familia? Te pagaría un buen sueldo.
—Si usted no lo ve mal, señorito. Servidor hará el trabajo lo mejor que pueda.
Por primera vez, el heredero de los Francomayor, hizo uso de su dinero para mantener un amante a su lado. Durante los dos meses de verano, tuvo a aquel hombre a su entera disposición y, aunque Paulo, lo llevaba y traía donde el caprichoso joven le ordenaba. Cada vez que tenían ocasión, se internaban a hurtadillas en la caseta del muchacho, para entregarse a unos placeres prohibidos de los que ambo
Con el tiempo, el hombre hizo partícipe de su lujuria a su hermano Martiño y cuando la edad no lo hacía lo suficientemente fuerte para satisfacer al hijo de los marqueses, dejó su lugar a sus hijos Cristovo e Iago. A quienes con la excusa de una avería en sus dependencias, tenían que saciar la lujuria de Francisco Francomayor.
El culo y la boca del noble pasó de un miembro a otro de los Colgones como si fuera una especie de legado familiar. Aunque no todos lo hicieron con la entrega y la devoción que Paulo y su hijo mediano, Iago.
A sus sesenta y dos años solo la nostalgia era capaz de calmar su tristeza y, en momentos como aquellos, que algo tan propio de la bondad cristiana como acompañar a un enfermo en sus últimos días, no lo podía llevar a cabo por las restricciones de su familia. Se sentía más preso que nunca en la cárcel de oro que habían construido para él.
Tenía más dinero y riquezas que la mayoría de la gente, pero era un completo desdichado que no podía comprar la felicidad.
15 de agosto del 2010 (Después de la cena, momento café).
3 *****Mariano******
No sé qué demonios me hace parecer más ingenuo, si él que me escandalice de todo o que finja que soy una persona de mentalidad abierta a la que nada le sorprende.
Esto último es una mentira más grande que el cuento de que Van Gogh se cortó una oreja y se la entregó a una puta. Tengo el cerebro sumergido en naftalina y mis preceptos morales son más rancios que los chistes de gangosos y mariquitas.
Lo más gay que he hecho de cara a la galería, ha sido ponerme una camiseta ajustada y unas mallas de licra en el gimnasio. Algo que hacen tantos heteros, que me permitió jugar a la ambigüedad al igual que muchos famosos.
Soy consecuente con que todavía me quedan unas cuantas estanterías y unos cuantos cajones que quitar de en medio para poder salir del armario. Por lo que, por mucho que yo quiera ir de moderno y liberal, no lo soy en lo más mínimo.
JJ me conoce lo suficiente para saber que soy un mojigato capaz de asimilar que dos hermanos mantengan una relación incestuosa entre ello. Que por mucho que la literatura porno lo trate como si fuera algo habitual, a mí me parece el peor de los pecados.
No puedo evitar sentir cierta repugnancia por mi forma hipocrita de comportarme. German le ha sido infiel a Roxelio conmigo. Aunque sospecho que ha sido algo mutuo, pues que JJ no ha estado jugando al parchís con su hermano. Por muy flexibles que sean las puertas de las parejas abiertas, unos cuernos son unos cuernos.
Por si la cosa no fuera ya lo suficientemente complicada, Roxelio no ha parado de insinuárseme en toda la noche. Como es normal en mí la lujuria me ha vuelto a confundir y he sido incapaz de resistirme a los cantos de sirena de un tío bueno. Todavía no ha habido tema, pero está claro que estos dos lo de hacer una cama redonda con JJ y conmigo lo ven tan natural como cepillarse los dientes.
Lo más contradictorio es, que cuanto más me escandalizó con su forma de vivir, mayor es la curiosidad malsana que se despierta en mí por conocer más detalles de su vida íntima. Es como si tuviera un demonio pequeñito susurrándome en la cabeza que debo conocer todos los detalles escabrosos.
La noticia de que su padre conocía que se enrollaban, me ha llevado a montarme una película en la cabeza. Una historia más propia de una página de relatos, de cuyo nombre no quiero acordarme, que de un pueblo pesquero gallego.
Incapaz de controlar al pornógrafo que escribe mis destino con renglones torcidos, no puedo evitar imaginar tener un trío con los dos hermanos. La simple posibilidad de poder montármelo a la vez con dos tipos que me atraen tanto, hace que un agradable y perturbador escalofrío recorra mi espalda.
La verdad es que los dos no pueden ser más diferente. El más pequeño de los hermanos es absoluta ternura, el mayor tiene ese aire chulesco que tanto morbo me da. Cuanto más malotes parecen, mayor es el deseo que despiertan en mí.
Me siento como si en mi fuero interno convivieran dos entes opuestos. Una dualidad demasiado diferente entre sí. Uno que recrimina mi comportamiento tan poco ético y que, ante la enorme poca vergüenza de mis acompañantes, la única solución que ve es la de marcharse de aquella reunión indecorosa. Otra que está deseando llegar a la casa de los dos ositos, que se le insinúen lo más mínimo, poder tener dos pollas para él y follar como descosidos hasta que el cuerpo aguante.
Ninguno de los dos criterios divergente terminan dominando la situación por completo, en momentos en los que no me puedo desinhibir sacando la mala puta que llevo dentro. Cuanto tengo que socializar, un tensión constante se apodera de mí. Tan intensa que me sudan hasta las manos.
No ayuda en nada a mi estado de ánimo que el mayor de los ositos, de manera disimulada, pegue su pierna a la mía. Al hacerlo me mira complacido y me sonríe picaronamente. Al no encontrar ninguna señal de rechazo por mi parte, vuelve a incidir de manera morbosa.
Notar como su muslo se pega al mío y se roza con él, propicia que la intranquilidad se vaya apoderando de mí. Su hermano está frente a mí y JJ frente a él. Ignoro si se han percatado de sus intenciones, pero si lo hacen lo disimulan bastante bien.
Lo miro en busca de una respuesta a tanto descaro y ni siquiera me devuelve la mirada. JJ le está contando una de las batallitas de su juventud y sigue con total atención cada una de sus palabras como si lo que está ocurriendo debajo de la mesa careciera de importancia.
La morbosa sensación de estar haciendo algo prohibido toma protagonismo en mi cabeza. Me siento incapaz de resistirme a las feromonas que emana el macho que tengo junto a mí y me rindo por completo a sus encantos.
Por si no me ha quedado claro que no había nada de casual en aquel acercamiento y que todo era intencionado. Se quita una de las chanclas que lleva y comienza a tocar mi tobillo con su píe desnudo.
En momentos como esto, me gustaría tener el desparpajo de mi colega y no cohibirme en circunstancias como esta. No sé estar a la altura de su juego de seducción y su erotismo de andar por casa me sobrepasa.
Lo peor es que las triquiñuelas de Roxelio me están poniendo cachondo, pierdo los papeles completamente y me pongo tan nervioso como una quinceañera temerosa de perder la virginidad.
Todo sucede demasiado rápido. Me comporto como un completo pazguato. No tengo ni idea de cómo me las apaño para hacerlo, pero le doy con el codo al café de mi acompañante y vuelco todo su contenido de la manera más escandalosa. Durante unos segundos los cuatro comensales de la mesa nos quedamos como parados en el tiempo.
Dado que el local está poco concurrido, solo quedamos de los más remolones en marcharnos, con lo que el estruendo es todavía más llamativo. Las cabezas de todos los presentes en el restaurante se centran en nuestra mesa. Automáticamente se me pone cara de tierra trágame.
No sé qué me preocupa más, si haberle derramado por completo la bebida encima a Roxelio o el enorme ridículo que acabo de hacer. Miro al robusto macho que tengo a mi lado y el oscuro líquido ha regado toda su entrepierna. Me consuela saber que era un café con hielo y, por lo menos, no ha habido riesgo de que se quemara.
—¡Hijo mío, no se te puede sacar del pueblo! Mira que te tengo dicho que el café es para tomarlo y no para derramarlo. ¡Pues no hay manera! —Dice JJ con ese tonito suyo tan jocoso y tan inapropiado para el momento, pero que consigue sacar una sonrisa tanto a nuestros acompañantes como a los demás clientes.
—No pasa nada —Dice Roxelio —.Así se me refrescan las bolas un pouco de calor.
Sin meditarlo ni un segundo, cojo una servilleta de la mesa e, irreflexivamente, intento limpiarle la mancha. Estoy tan angustiado por lo ocurrido que ni siquiera caigo que le estoy pasando la mano por el paquete delante de todo el mundo. Lo único que me salva es que mi comportamiento es tan infantil e idiota, que no da lugar a que nadie vea en él ningún contenido sexual.
Mi amigo, que me conoce más bien que la madre que me pario, se da cuenta de mi inapropiado proceder e intenta quitarle importancia a mi momento gay.
—El café como no sea echándole Burrolín, no se va.
—¿Burrolín? ¿Eso qué es? —Pregunta extrañado German.
—Un quitamanchas en espray que se hecha sobre la mancha y es bastante efectivo. En Sevilla, los trajes de bodas y semana Santa se llevan muy bien con él. No hay maruja que se precie que no lleve uno en el bolso. Yo mismo tengo uno en la mochila para emergencias—Dice sacando un pequeño bote y dándoselo a Roxelio.
—¿Cómo pon isto?
—Es muy fácil, pero ya que mi amigo, que ha sido el causante del estropicio, que sea él quien te ayude. Eso sí, iros al baño que tiene un olor bastante desagradable y ya bastante hemos dado la nota.
Sin pensarlo, me ofrezco a ayudar al mayor de los gallegos y lo acompaño al servicio. Estoy tan agobiado por lo ocurrido que ni me preocupa lo más mínimo quedarme a solas con él.
Una vez en el pequeño habitáculo, mientras agito el envase del espray se me queda mirando morbosamente. Me sonríe y se muerde el labio inferior levemente.
Tengo que reconocer me atrae como un escaparate de pasteles a un colegial, pero me resisto a sus encantos y me centró en solucionar el tremendo desaguisado que he formado.
Sin mediar palabra, atrapa mi mano derecha entre sus manos y la acaricia de un modo que me resulta de lo más sensual. Sin que pueda evitarlo, tira de ella y la posa sobre su paquete.
Estoy tan ensimismado por el morbo que me produce todo, que no opongo ninguna resistencia. Irreflexivamente, paseo mis dedos por aquel bulto que se me antoja de lo más sugerente. El poder que las pollas ejercen sobre mí, me lleva a seguir acariciando aquel poderoso musculo que, al contacto de mis dedos, se va poniendo cada vez más duro. Ignoro como habríamos terminado, de no haberse abierto la puerta. Un señor de unos setenta años con una vejiga que no puede esperar ni un segundo, interrumpe nuestro sensual momento.
Sin darle mucha importancia a lo sucedido, pulverizo el quitamanchas sobre el oscuro cerco.
—Ahora tienes que esperar unos diez minutos a que se seque. Es bastante efectivo —Le digo mientras me devuelve una sonrisa picarona. Me da la sensación de que la noche se promete larga.

Qué buna !! Cuál es la primera parte?
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Lo tengo !! Gracias
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Hola, tienes una guía de lectura solo de los hermanos gallegos? Gracias y enhorabuena !!
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Hola, Marcos. Lo puedes encontrar dentro de la Guia de Lectura donde pone II.Sexo en Galicia: Combarro
Saludos
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