El momento del café (1 de 2) Inédito

Mayo de 1984

1                                                               ****** Roxelio******

Roxelio, contrariamente a lo que hacía los sábados que no tenía que trabajar, se había levantado temprano. En su día de descanso  le gustaba quedarse remoloneando en la cama y esperaba que su irman lo llamara. Le solía  preparar el desayuno y se tomaban la primera comida del día juntos. 

Sin embargo, los  problemas de consciencia lo habían acompañado durante toda la noche y no había conseguido pegar ojo. Un tremendo dolor de cabeza le había obligado a levantarse en busca de un analgésico.

En su momento, dejar que Germanle mamara el rabo,  no le pareció para nada  una mala  idea.  Estaba loco porque alguien le hiciera aquello que tantas veces había visto hacer en las películas porno  y el deseo estaba siempre presente en la mirada de su hermano pequeño.

Poniendo la polla a su completa disposición mataría dos pájaros de un tiro,  aplacaría su tremenda calentura y  evitaría que terminara guarreando con un desconocido que no lo respetaría. Si el muchacho iba a salir maricón, quien mejor que él para iniciarlo en su sexualidad.

Sin embargo, conforme la lujuria dejó de estar ardiendo  en el centro de sus pensamientos y comenzó a pensar con más frialdad, peor se fue sintiendo.   Lo que había hecho con German, le parecía la peor de las depravaciones. En su momento  le excitó  cantidad verse tragar su esperma, pero  tenía la sensación de haberlo manipulado para que terminara haciendo algo que, en el fondo, no deseaba.

Mientras se preparaba  el café y unas tostas de cornecho, no se le quitaba de la cabeza el intenso momento que ambos compartieron  la noche anterior.  Rememorar cómo la persona con la que convivía se agachó ante él, se apoderó de su erecto falo y se lo metió en la boca hasta que extrajo de él la última gota de su esencia vital, no le producía ninguna repugnancia. Al contrario, le seguía excitando.

Irreflexivamente se llevó la mano a la entrepierna. Los apretados y delgados slips  no fueron ningún impedimento para que pudiera comprobar que su nabo, inevitablemente, había comenzado a llenarse de sangre.

Paseó los dedos desde la cabeza hasta el tronco y su dureza era más que evidente. Como buen adolescente con la hormonas revueltas estuvo tentado de sacársela fuera y propiciar que su mano llevara a su mente a un momento de placer solitario. Más no lo hizo.

Aquellas emociones contrarias a las buenas costumbres que sus mayores le habían inculcado,  le hicieron sentirse la peor de las personas.  Sabía que no era lo más correcto  desear de aquel modo al muchacho  con el que había compartido tantos juegos y tantas confidencias. Pero había dejado escapar al genio de la botella y no sabía si realmente quería volverlo a encerrar o pedirle cada uno de sus deseos.

Quería más que a nadie en el mundo  al muchacho  con quien había transgredido tantas normas éticas. Convertirlo en un objeto para su goce y disfrute, le resultaba de lo más inapropiado. «¿En qué me equivocado? ¿Qué he hecho mal?», se preguntó asumiendo como un error propio los particulares gustos sexuales de su hermano.

Quizás si hubiera estado menos interesado en ligarse a toda muchacha  de los alrededores que se le ponía a tiro, podría haberse anticipado a lo sucedido. Podría haber evitado que su hermano terminara siendo un rarito de los que transita por la acera de enfrente. Pero por mucho que  intentaba asimilar las predilecciones de su hermano como una particular falta de atención  hacía sus necesidades, los argumentos que se repetía una vez y  otra vez, no terminaban de convencerlo ni a él mismo.  

Los mayores del pueblo, cuando se referían a los maricas, tenían un dicho. «La rama que nace torcida nunca se endereza y la que nace derecha, pero se tuerce cuando va creciendo, tampoco.»

Daban por hecho con aquella afirmación dos cosas. Que no se conocían varones que, siendo mariposones desde la forja, terminaran gustándole las hembras de forma sincera.  Que cuando un macho de nacimiento cruzaba al otro lado del charco, lo normal es que fuera un viaje sin retorno.

Ignoraba si su hermano había nacido Joaninha  o se había vuelto así con los años. Lo que si tenía claro era que, aunque quisiera asumir la culpa, no era suya. Nada  que pudiera haber hecho o dicho, pudieran haber cambiado las inclinaciones del pequeño de la casa.

Aunque su padre les había enseñado a respetar a los homosexuales, sabía que esta tolerancia  hacia los maricas no era compartido por muchos de sus vecinos. La gran mayoría chapados a la antigua y con el firme convencimiento de que su heterosexualidad era  una virtud más  de la que presumir, se creían mejores que los homosexuales.  Los veían  como seres inferiores a los que despreciar.

Aun así, se sentía mal por no haberlo visto venir. Aunque lo peor era el modo ruin en que se había aprovechado de ello cuando lo descubrió. No le importaba ser  egoísta, interesado y manipulador con la gente de su entorno, pero  con aquel chico siempre había sacado lo mejor de sí. Hasta la noche anterior.

Llevaba ya unos meses observando   un comportamiento extraño en German. Le preocupaba lo cabizbajo que habitualmente estaba y la poca conversación que le daba. Lo achacó a que había comenzado en el Instituto de Poio y le estaba costando adaptarse.

Su padre les había inculcado que no saber resolver los problemas propios era una debilidad propia de amilanados. Por lo que pocas veces acostumbraba a inmiscuirse en las vicisitudes  de  su hermano pequeño y esperar que fuera él quien le pidiera ayuda si lo necesitaba. Por lo que  ni siquiera se tomó la molestia de indagar un poco sobre su día a día.  

Sin embargo, unos estudios más complicados y un ambiente distinto al que acostumbraba moverse no era ninguna explicación para la fijación que el pequeño de la casa había comenzado a tener  con su paquete desde hacía unas semanas.

Siempre que  la temperatura era agradable, le  gustaba de andar en ropa interior por la casa. Aquella pequeña licencia con su forma de vestir le resultaba muy cómodo y se sentía más libre. La mayoría de sus slips  eran  pequeños, cubrían mínimamente la inglés  y marcaban su paquete de manera ostentosa.

Algo que entre dos personas del mismo sexo que se habían visto desnudos más veces de las que les hubiera gustado,  no debía ser ningún problema. No obstante lo fue.  

Le resultó de lo más chocante la actitud de   su irman hacía él. Se deleitaba, de manera disimulada, con  la protuberancia de su entrepierna. Él fingía que no se daba cuenta de las furtivas miradas y, como si fuera algo casual, se rascaba las pelotas o se metía la mano dentro de los calzoncillos para colocarse bien la polla. Gestos que conseguían  su objetivo sobradamente,  sofocarlo y ponerlo aún más nervioso de lo que estaba.  

Por mucho que reflexionaba sobre el tema, no le terminaba de entrar  en la cabeza que German fuera marica. Si practicaba la pesca submarina, montaba en moto e incluso le gustaba el futbol. No obstante,  si sus suposiciones eran ciertas,  las miradas que le dedicaba al bulto que se marcaba en sus calzoncillos, poco o nada tenían que  ver poco con la curiosidad propia de los adolescentes y mucho con la lujuria.  Seguro que el muy cabroncete se pajeaba pensando en su paquete.

Saber que provocaba esas emociones en su hermano le enfadó en un principio, después le preocupó y en un último lugar fue un alimento para su ego. Para alguien con un concepto tan alto de él mismo como Roxelio, despertar deseo en alguien, aunque fuera de su propia sangre, resultaba de lo más satisfactorio.

Fiel al dicho de la rama torcida no se endereza, determinó  que  poco o nada podía hacer por evitar  que siguiera teniendo aquellas predilecciones por los nabos. Así que decidió aprovecharse de ello.

Si conseguía que el más joven de la casa picara en el anzuelo que le tenía preparado, sería beneficioso para ambos. German  estaría con un hombre de verdad, por lo que descubriría si en realidad le gustaban los carallos   o no  y él experimentaría algo que llevaba pidiendo sin éxito a sus múltiples novias, una buena mamada.

Como no  tenía para nada claro  lo de las predilecciones sexuales de su hermano, ni quería espantarlo pidiéndoselo a las claras. Concluyo que lo mejor sería tenderle una trampa  y si no caía en ella,  no tendría ninguna consecuencia.

Para su regocijo,  German se tragó el cebo y su cipote hasta el fondo. Si tenía alguna duda sobre las preferencias de su irman, la procacidad con la que se metió  su virilidad en la boca, acabó con ellas.

Por mucho que le costara admitirlo, disfrutó como un enano con la mamada. No tenía nada que ver con hacerse una paja. German,  a pesar de que era la primera vez, supo darle tanto placer con su boca  que parecía que hubiera nacido para ello.  

El deseo le nubló tanto el raciocinio  que, aunque no se olvidó nunca que era su irman quien devoraba su masculinidad, terminó comportándose como un salvaje irrespetuoso con él.

Nunca antes había gozado tanto con el sexo  y, sin saber por qué, la lujuria sacó lo peor de él. Hubo momentos en que llegó a ver a German como un objeto sexual, un esclavo que solo existía para satisfacer sus caprichos. Un receptáculo de carne donde vaciar su lujuria.

Se contuvo durante algunos momentos, pero en otros no.  La bestia que habitaba en su interior le obligó a actuar de la manera más desconsiderada. No albergaba ningún respeto por aquella persona que,   prostrada ante sus pies, parecía implorar por saborear el nardo de carne que brotaba de su entrepierna. Aquellos desaires no parecieron importarle a su  hermano, al contrario,   parecía ponerlo más cerdo aún.

Mientras planificaba las palabras exactas que debía decirle para que tuviera claro que  lo que ocurrió la noche anterior no se volvería a repetir, la imagen los labios de su irman atrapando su capullo y tragándose su polla   hasta la base volvieron  a ser protagonistas en su cabeza. Aunque intentó reprimir lo que consideraba un pensamiento deleznable, no pudo evitar que su cipote se llenara de sangre hasta conseguir una erección de lo más respetable.***  

Diciembre de 1952

2                                                     *****La Culona ******

Pegó un sorbo de café y miró por la ventana como Federico acompañaba a su amante hacia el coche. Al mismo tiempo que sus pasos se perdían en el horizonte,  fue en crescendo la sensación de  ser una isla en un mundo que rechazaba a la gente como él.

Por muy disparatado que fuera su proceder, vestido de mujer y comportándose como la protagonista de un sainete barato. Nunca dejaba de ser  consecuente con su verdadera realidad. Por mucho que se lo repitiera, no era una damisela inocente, sino un viejo enfermo al que sus achaques ya no le permitían ni disfrutar del sexo en toda su plenitud.

Un anciano de sesenta y dos años a quienes sus padres, adoctrinados por las principios del Nacional Catolicismo, no tuvieron ningún reparo en capar su felicidad , desde muy joven, en nombre de la fe.

Pese a su trastornada mente, no albergaba   ninguna duda  sobe las preferencias sexuales  de los dos hombres con los que acababa de tener sexo. Era consciente con que disfrutaban fornicando con él, pero no gustaban de los varones del mismo modo que él. Era por ello que les recompensaba  generosamente el pequeño sacrificio que hacían para alimentar su lujuria.

A Federico, lo tenía exclusivamente a su servicio, con un trabajo cómodo y un sueldo más alto que el resto del personal del servicio.  Era tan importante para él como para su madre su perrita caniche. Lo trataba como a un miembro más de su familia, le tenía tanto cariño que había noches que hasta le dejaba compartir su cama.

Con el Colgón, aunque únicamente le unía el deseo, no se había portado peor. Había convencido a sus padres para que no le subiera la renta de la casa en la que vivía con su familia y, por cada “reforma” que acometía en sus dependencias particulares, le abonaba ciento veinte pesetas. Casi dos días de salario de un hombre en la mar o en el campo.   

Decir que se había aprovechado de su relación  afectiva con Federico para que se dejara desvirgar por el fornido pescador,  era quedarse corto.  No podía calcular cuanto habría tenido que sufrir su  mayordomo para tener que albergar en su recto el enorme miembro viril del pelirrojo.  

No tenía ninguna duda que ser follado por primera vez por un bruto como el pescador, debía ser un martirio en toda regla. Aunque cuando ya la tenía clavada hasta el fondo, su mano inocente buscó la vara de la felicidad de Federico  y consiguiera hacerlo llegar  al culmen. No se podía decir  que hubiera sido una grata experiencia para su mayordomo.

A pesar  de aquella aparente empatía, carecía de remordimientos por lo que acababa de suceder.  Lo habían educado desde pequeño a disfrutar de sus privilegios y consideraba que él único propósito en el mundo  de las clases trabajadoras era satisfacer los caprichos de los seres superiores como él.

Fue esa constante suya de hacer siempre lo que se le antojaba, lo que le empujó a desflorar a su sirviente casi a la fuerza.  Estaba impaciente por  querer tener al Colgón a su disposición  y no estaba dispuesto a esperar un día más.  Aunque su cuerpo no estuviera preparado para albergar su masculinidad.  

Llevaba varios días que cada vez que iba a al baño su ano rezumaba unas gotas de sangre que le ocasionaban un dolor de lo más insoportable. Lo sensato  hubiera esperado a estar mejor para citarse con el pescador y poder disfrutar del sexo con él en todo su esplendor.

Pero la mesura era algo de lo que carecían los caprichos del noble. A pesar de su edad, se seguía comportando como un niño mal criado que rompía la pelota si no se le dejaba ganar.

Estaba tan deprimido que necesitaba  urgentemente de algún “entretenimiento”. Una  “diversión” que le hiciera olvidar la cárcel de oro en la que vivía. Su mejor amigo, la única persona con la que tuvo lo más parecido a una relación de pareja, se estaba muriendo y sus padres le habían prohibido expresamente despedirse de él.

Si ya era tortuoso  saber   por los periódicos que el duque de Fuentegrande estaba aquejado de una enfermedad grave. Era todo un suplicio  no poder ir a  Sevilla a consolar a una persona que quería tanto como Rafalito de León.

Su libertad estaba ligada a la dependencia económica de sus padres y a la situación social de su familia. Sin esta última, no gozaría de  las concepciones que la Iglesia y las fuerzas del orden hacían ante su comportamiento libertino. Por lo que, como la mayoría de los homosexuales de la época que no era de alto abolengo, habría acabado en la cárcel en aplicación de la Ley de Vagos y maleantes. 

«¡No, Paquito, no vas a ir a Sevilla a ver a ese degenerado  por muy duque que sea!», fueron las palabras de su madre cuando le pidió permiso para trasladarse a la capital hispalense para acompañar a su mejor amigo en los últimos  días.

 «Una cosa es que te permitamos tus caprichitos en un sitio cerrado como tus dependencias y otra es que por culpa de tus vicios ocultos, tal como hiciste en el pasado, arrastre el buen nombre de la familia por el fango. No quiero ni pensar lo que van a decir nuestras amistades cuando sepas que te sigues relacionando con ese desviado», concluyó dejando claro que no habría nada que pudiera decir o hacer que la hiciera cambiar de opinión.

Era tal la impotencia  que le embargaba ante la actitud de su madre que no podía más que envidiar  la fortaleza de  su amigo el poeta de sangre azul. Una persona tan valiente que se atrevió a seguir siendo el mismo en la sociedad dictatorial en la que le tocaba vivir. 

Nunca había renunciado a ser un espíritu libre, pese al Nacional Catolicismo que sesgaba en nombre de Dios las  distintas formas de sentir que no entraban en  de los idearios de su fe. Siempre supo  enfrentar con coraje  todos los rechazos que aquel proceder le pudiera ocasionar.

Sin embargo, él no había tenido el valor de hacer lo mismo. Desde que las libertades personales fueron encerradas bajo liturgias eclesiásticas y rancias consignas militares, se escondió bajo las faldas y los pantalones de sus padres. Era mucho más fácil que sus progenitores tomaran las riendas de su vida que tener que enfrentar los problemas que sus inclinaciones sexuales le pudiera acarrear. Era un pusilánime al que aterrorizaba los castigos que le pudiera acarrear las inhumanas prisiones de la época.

Cuando los golpistas y los de las sotanas se aliaron para imponer su criterio, dejó atrás su vida de exceso. Rompió con los pecados de su pasado y, por miedo  a la prisión o a ser expulsado de España como tantos otros a los que frecuentaba, consagró su vida al Señor.

Por indicaciones de su madre, dejó que un sacerdote intentara hacerlo volver al buen camino. Un hombre consagrado a los rezos y a la abstinencia, poco o nada sabía sobre el verdadero sentir de las personas com. Como si de una patología del alma se tratara, aquel ignorante cegado por la palabra de Dios, le practicó todos los exorcismos que consideró necesario para sacar el Diablo de su cuerpo.

Un tratamiento que bebía más de la superchería que de la ciencia y que no consiguió su propósito. Acabó con su salud mental  bastante dañada y con sus deseos por lo que escondía los hombres en sus entrepiernas más vivos que nunca.

No volvió a ver  a Rafalito después de su cobarde decisión. Sabía de él por las revistas de cotilleos  y por la página de sociedad. Era el letrista preferido de las folclóricas del momento, por lo que no había ningún evento del régimen que no contara con su presencia. En parte porque a los artistas se les permitía ciertas indiscreciones, en parte porque había algún que otro alto cargo que gustaba gozar de los favores que la gente como él proporcionaba.

Saber que los días de una persona tan importante en su vida llegaban  a su fin y que no podría volver a verlo, hizo que una pequeña depresión viniera a visitarlo. Con la firme convicción   que un rato con su macho preferido le alegraría la existencia, lo hizo venir nada más que los pesqueros regresaron de alta mar.

Dado que él no tenía su retaguardia  para mucha jarana y sabía que el Colgón sin clavar su dura estaca no se quedaba satisfecho, le pidió a su mayordomo que le pusiera el culo. No sería lo mismo, pero haría todo lo posible porque aquel encuentro con su semental aliviara el pesar que le embargaba.

Sin embargo, por   mucho que aquella mañana caminara por el sendero del vicio, fue quedarse solo y  no pudo evitar que  una insoportable tristeza aprisionaba su ánimo como si fuera  una loza lapidaria.

Se miró en el espejo mientras saboreaba la  exquisita taza de café turco.  Se había quitado la peluca y el traje femenino. Quedaban algunos  restos de maquillaje sobre su rostro. Se aferraba a pensar que no estaba tan viejo como debiera, pero le dolían todos los huesos.

Se sentía cansado y enfermo. Cada día tomaba más pastillas y las visitas al médico eran más constantes. Desde hacía tiempo se sentía como si reloj biológico  estuviera en el tiempo de descuento y su estado físico fuera cada vez a peor.

Se relamió los labios buscando alguna gota, por pequeña que fuera, de la esencia vital del semental pelirrojo. Pese a que no la encontró pudo rememorar ese sabor  tan clavado en su memoria que parecía que estuviera vivo.

Al recordar el sabor del semen de los Colgones  su mente se retrotrajo hasta mil novecientos dieciocho, el año en que degustó su blanca y pegajosa esencia   por primera vez.

La primera década del Siglo XX llegaba a su fin y cambios sociales importantes  se olían  en el horizonte. Una buena  parte de la ciudadanía bramaba por un liberalismo que los hiciera independiente de reyes y obispos. Otra parte se aferraba a sus privilegios y luchaba para que los que pensaran diferente no tuvieran más fuerza que ellos.  

Francisco tenía sentimientos encontrados  entre ambas opciones. Por un lado quería un mundo menos chapado a la antigua, donde se pudiera expresar libremente. Sin embargo no quería perder ninguno de los muchos privilegios que su alta alcurnia.

Desde muy joven había descubierto su predilección por los cuerpos masculinos. Como el buen egocéntrico que era, nunca consideró que su forma de sentir fuera un menoscabo de su grandeza  y había abierto la puerta de par en par  a las emociones que anhelaba su cuerpo. Todavía no había alcanzado la mayoría de edad y ya había conseguido probar  el jugo de los cojones de unos cuantos mozos de cuadra.

Gracias a su posición social, aquellas indiscreciones con las personas a su servicio era un lujo que se podía permitir.  Consideraba que la  valía de aquellos  muchachos estaba muy por debajo de la nobleza de su persona y ninguno  se atrevería a  morder la mano que le daba de comer. Por lo que el menor de sus temores es que alguno, al sentirse ofendido por sus tocamientos., vilipendiara o golpeara a alguien de su rango.

Sin embargo, le asqueaba el futuro que sus padres tenían preparado para él. Un matrimonio de conveniencia con una chica de buena familia como él con el que pretendían matar dos pájaros de un tiro. Prolongar la dinastía de los Francomayor en el tiempo y  ocultar  sus  de cara a la galería.

Las dos únicas opciones que tenía era vivir una gran mentira o perder todos sus privilegios.  

Ser homosexual, por mucho que le gustara la carne que le  colgaba a los varones, era algo tan tabú para la sociedad  época  que ni él estaba preparado para admitir. Por mucho que se honrara entre los intelectuales de la época la figura de Oscar Wilde, muy pocos se atrevían a hablar de su gusto por los hombres. La gran mayoría de ellos  corrían un tupido velo cuando se  intentaba indagar sobre los motivos de su condena a trabajo forzados durante dos años.  

No obstante, con el sexo pasaba lo mismo que con las meigas, que la gente no se permitiera hablar de ellas, no negaba su existencia. . Cuarteles militares, internados, barcos pesqueros y cualquier otro lugar  que albergara  un buen grupo de machos calientes, era caldo de cultivo para mamadas, sexo anal y cualquier otra variedad homosexual, por muy prohibida que estuviera.

Durante su primer  año en la Academia militar, el hijo de los marqueses no perdió ninguna de las oportunidades que aquel lugar lleno de testosterona le brindaba para el sexo. Nueve meses en los que consiguió tener un buen número de amantes.

Aunque en la mayoría de los casos eran los cadetes los que buscaban el desahogo que el proporcionaba con la boca. Tampoco le hizo asco a las pollas de los militares más maduros, ni a la de los altos mandos del cuartel. Rara era la noche que no se iba a la cama con un buen chorro de leche calentita en la boca.

Pese a ello, nunca ninguno de ellos le pidió penetrarlo. Por lo que   no conoció las maravillas del placer anal  hasta que un destacamento de soldados de marruecos vinieron para compartir  la bondad de sus tácticas de combate tanto con el profesorado, como con los alumnos.

Se quedó prendado con aquellos fornidos militares de piel canela, en especial con dos de ellos, bastante apuestos, que parecían inseparables. . Como  el buen niño mimado que era, no estaba dispuesto a renunciar al manjar que suponía tener la polla de un moro, por  lo que aprovechó  que estuvieran lejos de miradas ajenas para saludarlos.  

Sabía que se arriesgaba a que lo vapulearan, o algo peor. Más merecía la pena si con ello apagaba el fuego que lo reconcomía por dentro. En cuanto se ganó mínimamente su confianza, les hizo una descarada sugerencia

Al contrario de lo que él suponía,  los marroquíes no se enfadaron lo más mínimo ante su proposición de  echar un polvo con él, es más pareció agradarle.

En cuanto pudo  despistar a cualquiera que pudiera sospechar de su intenciones, lo llevo a unas dependencias aisladas y poco concurridas, donde pudo disfrutar saboreando los oscuros sables que brotaban de sus entrepiernas.

Para su sorpresa. no se contentaron con el placer que les proporcionó con su boca, querían algo más.  Sin miramientos de ningún tipo comenzaron a tocarle el culo, le bajaron los pantalones y le chuparon el ojete al unísono. 

Sentir aquellas húmedas lenguas en su orificio anal puso sus sentidos a flor de piel. Por ese motivo no se negó cuando comenzaron a juguetear metiendo un dedo de manera descuidada en su interior. No puso ningún impedimento cuando de manera brusca, con el único lubricante de un pringoso escupitajo, el más lanzado de ellos empujó la cabeza de su cipote hasta el interior de sus entrañas.

Uno  y después el otro, los dos marroquís se corrieron en el interior de  su recién desflorado ano. Una experiencia que por el poco tacto que aquellos dos hombres tuvieron con él, fue enormemente dolorosa. Pero se quedó prendado con su ruda forma de tratarlo y, sin querer, abrieron la puerta a un placer que el joven noble se había negado hasta el momento.

Una vez su recto  se recuperó de la salvajada que los dos moros habían perpetrado en su retaguardia. Fue ofreciendo el culo a sus, cada vez más numerosos amantes. Al principio, encontró alguna reticencia en algunos, pues lo consideraban algo contra natura. Reparos que olvidaban en cuanto internaba su virilidad en las estrechas paredes de sus esfínteres.

Si su boca se había hecho popular entre los machos de aquella academia, su culo redondo y respingón lo fue aún.  Por lo que no le faltaban candidatos que, aprovechando cualquier descanso de la rutinaria vida militar, se ofrecieran dejar  una buena ración de  leche calentita en su vientre.

Quizás porque su iniciación en el sexo anal, fue muy ruda, comenzó a preferir  que fueran bruscos con él a la hora de penetrarlo. Le gustaba que sus amantes lo sometieran y lo trataran de manera vejatoria y no volvía a repetir con aquellos que lo trataban de manera delicada a la hora de follar.

Descubrió una afinidad por el modo que los militares se lo montaban con él, quienes lo trataban como a la puta que no podían tener en su casa. Pese a que, como el buen coleccionista de amantes que era, siguió fornicando con sus jóvenes compañeros.  Cuando se le presentaba la ocasión de elegir entre uno de ellos o  uno de los experimentados militares, siempre se decantaba por los segundos.

Con el término del curso,  sus días de lujuria desmedida parecían llegar a su fin. Pues la academia militar cerraba sus puertas durante tres largos meses, periodo en el que debía regresar a la mansión familiar.

Le daba un poco de pena porque, aunque también tenía machos dispuestos a poner su potente virilidad a su completa disposición, no había tanta variedad. Luego estaba su controladora madre, que aunque tenía cierta mano izquierda con él, reprimía un poco sus indiscreciones.

Como buen animal de costumbres, volvió a deambular por los establos.  No le costó mucho trabajo, que algún que otro mozo de cuadras volviera a picar en anzuelo de la lujuria. No obstante, por muy bien dotados que estuvieran y por mucho tiempo que aguantaran sin eyacular, chuparle la polla como antaño lo dejaban insatisfecho en la mayoría de los casos.

Aunque no los consideraba digno de probar los placeres que suponía copular con él. Echaba mucho de menos tener un buen cipote clavado en las entrañas y se lo propuso a sus jóvenes amantes a la primera de cambio.

Aquellos chicos de campo  cuya única experiencia sexual pasaba, como sumo,  en montárselo con  una cabra o una oveja, poco o nada tenían que ver su forma de cabalgarlo con la de los fornidos militares que hacían las delicias del hijo de los marqueses. Por lo que, poco a poco, preso de en un constante descontento, dejó de frecuentarlos. 

Como no estaba dispuesto a pasarse el verano, suspirando por volver a la academia. Llegó a la conclusión de que tenía que buscar  otros campos en los que cazar. Temeroso de que sus padres le retiraran su asignación si se enteraba de que iba a un antro de mala reputación de la capital, decidió buscas   sus próximos sementales entre los otros temporeros de la finca de sus padres.

El joven marques seguía teniendo un aspecto delicado. De poco  o nada había servido las muchas horas de ejercicio físico que le habían obligado hacer en el internado, únicamente había conseguido tener un cuerpo delgado  en el que la musculatura y el vigor brillaban por su ausencia.  

Se peinaba con brillantina, se perfumaba con exquisitos perfumes y vestía normalmente ropa ajustada. Normalmente su atuendo lo formaba un jersey de mangas cortas, unas bermudas ajustadas que resaltaban su culo respingón  y dejaban al aire unas piernas con unos muslos apretados que recordaban a los de una mujer.

Con ese aspecto tan refinado y  tan lejos de los estereotipos masculinos, no fue raro que algunos de los pueblerinos que trabajaban en los campos de su padre, lo mirara con deseo. Sobre todo en aquellos casos que la mujer  que tenían en casa era menos delicada  y olía bastante peor que el marquesito. 

Consciente de su atractivo para algunos jornaleros, le bastó un par de paseítos para comprobar como iban los trabajos para darse cuenta que había captado la atención de uno de ellos.  Un par de insinuaciones propias de un cuplé de la época y al término de  la jornada laboral acabó retozando con él en uno de los pajares.

El fuerte olor a sudor que despedía aquel tipo, fue un alimento para su libido.Le chupo  la polla brevemente para que no se corriera demasiado rápido. Supuso que  seguramente era la primera vez que le hacían algo así y   no quería que la fiesta acabara sin sentir su dura polla clavada en sus entrañas.

El jornalero, a pesar de lo caliente que estaba, se dejó hacer y simplemente puso su virilidad a su servicio. Como Francisco no quería que fuera un polvo insulso como con los mozos de cuadra. Instigó sus más bajos instintos.

—Me voy a sentar sobre tu rica polla, cuando me consiga meter el capullo,  vas a empujar con fuerza hasta metérmela hasta los huevos y me vas a tratar como una puta.

Aquel hombre, como si fuera una orden de su capataz, acató una por una las indicaciones de su señorito. El joven noble disfrutó de aquella follada del mismo modo que la de los dos marroquíes. Cada vez tenía más claro que la gente cuanto más ruda y de más baja clase era, mejor follaban.

Aquel treintañero no tenía un pollón ni demasiado grande, ni demasiado gordo, pero duro como la roca. Ponía tantas ganas a la hora de clavársela  y lo hacía con tanta fuerza, que el marquesito creyó que se iba a morir de gusto.

Cuando se cansó de cabalgarlo se puso a cuatro patos sobre el pajar y, con una voz sumisa que rozaba lo femenino, le dijo:

—Métemela de golpe y no la saques hasta que no me preñes.

El jornalero se olvidó de que se estaba follando al hijo de sus patronos. Solo vio un culo redondo y blanco que pedían que lo rellenara con el erecto embutido que brotaba de su entrepierna.

Sin pensárselo ni un segundo se la encasquetó hasta el fondo y de manera salvaje comenzó a cabalgarlo. Diez minutos más tarde, incapaz de retardar más el orgasmo se corrió, derramando una enorme corrida en el vientre del señorito.

Como si hubiera cometido la peor falta del mundo, esperó que el muchacho se vistiera y tras preguntarle servilmente si mandaba algo más, se despidió.

A Francisco la reacción del labriego le pareció  un sinsentido.  Se estaba comportando como el dócil empleado que era, como si nada hubiera ocurrido entre ellos. ¿Dónde se había metido el bruto que minutos antes lo trataba como una puta y clavaba su virilidad entre sus entrañas hasta preñarlo?

Aquel bañarse y guardar la ropa del temporero de su padre le agradó. Era demasiado embarazoso tener que bajar la mirada avergonzado como sucedía con sus amantes de la academia militar o tener que repetir la monserga de que no debían contar a nadie nada de aquello si querían que sus familias siguieran viviendo en el pueblo, como le sucedía con los mozos de cuadra.

Por primera vez en su vida tuvo la sensación de que su amante tenía mucho más que perder que él, yéndose de la lengua.

No lo sabía, pero era una  las ventajas  de ir con hombres casados. Con ellos  su secreto estaba a salvo, como descubriría con el paso del tiempo, por muy borracho que estuvieran no   se jactaban con sus amistades  de  follarse al hijo de los marqueses.

Fiel a su extraña discreción y a no repetir con el mismo hombre demasiadas veces. Un par de días más tarde decidió que debía buscar un nuevo macho con quien montárselo, pues follar con aquel treintañero sin modales ya le estaba resultando aburrido.

Al día siguiente, cuando el labriego se quedó esperando alguna señal para que lo acompañara al pajar, le dedicó una mirada recriminatoria que le dejó claro al pobre hombre que sus días de poder disfrutar de su culo habían llegado a su fin.

Como un niño mimado que se cansaba de un juguete y quería otro distinto, buscó entre los jornaleros algún macho caliente que necesitara de sus atenciones.

Con su delicada figura, su contoneo de caderas y su culo respingón no tardó mucho en encontrar un candidato a calmar la ansiedad que bramaba en su boca y acababa al final de su espalda.

No llevaba ni dos semanas en la mansión familiar y ya había conseguido catar a seis miembros de la cuadrilla de trabajadores que trabajaban las tierras del marquesado.

En su mayoría treintañeros fornidos y más calientes que una piedra al sol. Hombres de familia  con  unas esposas poco dada a la variedad sexual a los que su boca y su culo les parecía una tentación pecaminosa ante la que no se podían resistir.

Con todos ellos, del mismo modo que con su primer amante, a lo sumo repitió dos veces. Una vez probaba el sabor de su boca y su dureza clavada en sus entrañas, no le encontraba demasiado aliciente a seguir follando con ellos y buscaba una nueva presa.

Un día, dando una vuelta  por el campo, con la intención de hacerle una señal a su última conquista  para que se fuera al pajar con él, se  encontró con un labriego  meando entre los árboles.

Se trataba de un pelirrojo a quien le tenía el ojo echado, pero quien no parecía prestarle la más mínima atención. Daba igual cuán de provocativo vistiera o lo mucho que contoneara sus caderas cuando pasaba a su lado. El atractivo jornalero  seguía trabajando con el mismo ahínco y no levantaba ni la mirada

Sin pensárselo ni un minuto se fue en su búsqueda. El hombre al verlo dirigirse hacia él,  hizo ademán de ponerse de manera que el señorito no pudiera ver sus vergüenzas. Algo que le fue imposible, pues el joven noble se colocó descaradamente delante de él.  

El muchachito se quedó mirando el grueso chorro de orín que regaba la hierba a los pies del viril obrero.  Aquella polla,   a pesar de estar flácida, era la más descomunal que había visto nunca. Aunque lo que más llamó su atención fue su color pajizo y la pelambrera roja que envolvía sus cojones.

Durante unos segundos el muchacho se quedó absorto mirando la fuente de orín que brotaba de la punta del rabo del pelirrojo. Igual que le pasara con los marroquíes que lo desvirgaron, el deseo nubló su raciocinio y en su cabeza solo había lugar para la lujuria.   

Hacía tiempo que la simple visión de una polla no lo ponía tan cachondo.  Sin importarle lo más mínimo que de su punta manara un potente chorro de meado, se agachó ante él y se la metió en la boca.

La primera reacción del fornido treintañero ante el descaro con que el muchacho invadió su intimidad, fue empujarlo. Pero el miedo que tenía a cualquier reacción del marques por pegarle a su hijo, era mucho mayor que cualquier indecencia que pudiera acometer contra él  aquel joven depravado.

Francisco  era muy aficionado a tragarse la corrida de sus amantes,  pero nunca había probado la orina de ninguno de ellos.  Entre otras cosas porque le parecía una guarrada. Se había puesto tan cerdo con el enorme cipote que no pudo esperar ni un segundo más a tenerlo en el interior de su boca, sin importarle lo más mínimo que el pelirrojo estuviera descargando el contenido de su vejiga.

La meada fue tan copiosa que, a pesar de que intento tragársela por completo, una gran cantidad de pis se escapó por la comisura de sus labios. Aun así,  mientras  saboreaba el caliente liquido antes de que se perdiera en su garganta, llegó a la conclusión del mucho  que había perdido con su mojigatería.

Cuando terminó de mear, el pelirrojo hizo ademán de sacar su churra de su boca.  Pero él le exigió con la mirada que no lo hiciera.  Estaba tan acostumbrado a que la gente de su entorno le sirvieran, que las ordenes le salían de forma irreflexiva.

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