Diciembre de 1952
1 *****La Culona, el Colgón y la reina de Grecia******
No habían transcurrido ni siquiera dos días que Iago había vuelto de su travesía pesquera y el heredero de los Francomayor ya había requerido sus servicios. Para tal menester había enviado al pueblo a su hombre de confianza, su mayordomo Federico.
Arreglar las averías de las dependencias del Marquesito se había convertido para su familia, en toda una tradición. Un legado que, como los oficios en el medievo, pasaban de una generación a otra entre los varones de la casa.
Primero fue su padre, después su hermano Cristovo y ahora era el turno de Iago. Una cometido que a ratos soportaba de malas ganas y, como el hombre de sangre caliente que era, terminaba gozando como a un niño hambriento que le daban la teta.
Con una esposa pudorosa y temerosa de Dios en la cama, la única variedad sexual que podía practicar era la del misionero y con la luz apagada. Como si pensara que la oscuridad pudiera ocultar lo que hacían a ese Padre Celestial omnisciente e inclemente que dominaba cada segundo de su vida.
Le habían inculcado desde su familia y la iglesia que los placeres de la carne eran un pecado mortal. Debía sucumbir a ellos para satisfacer a su marido y para traer hijos al mundo, pero nunca para su satisfacción personal.
Si a su estricto adoctrinamiento se sumaba la circunstancia de que su marido nunca había sopesado la posibilidad de que ella pudiera gozar cuando la penetraba, no fue extraño que Aldara nunca llegara a conocer la maravillosa sensación de un orgasmo.
Era tan poca las ganas que le ponía en la intimidad y tanto lo que la respetaba que, ni siquiera, le había insinuado ampliar el abanico de posturas. Entre otras cosas, porque le parecía una falta de respeto hacia la madre de sus hijos. Ella no era una cualquiera, ella era una mujer decente.

Para un tipo de su clase social eran pocas las oportunidades que tenía en tierra firme de gozar una buena mamada y poder follarse un culo. Aquella variedad sexual era la que le volvía loco y realmente sacaba la bestia salvaje que llevaba dentro. Por lo que, en las raras veces que surgía la ocasión, no la desaprovechaba.
Si tenía relaciones con el marquesito no era porque le atrajera lo más mínimo físicamente. Sus razones de peso eran dos: que su familia no tuviera problemas con los nobles de la zona y por el buen estipendio que le daban por tapar los boquetes de las dependencias del marquesito.
Aquella mañana, como todas y cada una de las que había ido a trabajar en el mantenimiento de su vivienda, Francisco Francomayor se había presentado ante él disfrazado de mujer. Ataviado con una irrisoria guisa, se puso interpretar el papel de muchachita virginal.
Un rol que no resultaba para nada creíble. La pureza era un recuerdo tan lejano para el travestido noble y su escaso talento dramático, dando como resultado un espectáculo de lo más extravagante.
Con su bigote negro y su peluca le recordaba los esperpentos de las ferias. Si a eso se le sumaba los aburridos soliloquios que se inventaba para cada ocasión, no fue raro que el sopor invadiera al fornido pescador.
Dado que sabía que si su verga no estaba dura, el marquesito se enfadaría y no le pagaría. El Colgón, al igual que en otras ocasiones, recurrió a imaginar en un cuerpo más agradable para su inspiración. En aquella ocasión, en vez de construir cuerpos de mujeres tetudas en su mente, recurrió a fantasear con que el culo que se iba a follar era el del joven Anxo.

Una vez concluyó el somnoliento sainete, procedió a comerle la polla. Aquel tipo, pese a que, en un primer momento, le costaba acostumbrar su boca al ancho de su nabo y siempre le arañaba un poco con los dientes, le pegaba de las mejores mamadas que había podido disfrutar. Era tal su entrega a la hora de proporcionarle placer, que tuvo que hacer un esfuerzo tremendo para no correrse en su boca antes de que él lo dispusiera.
Cuando el marqués le dio permiso para eyacular, de manera inconsciente, cerró los ojos y volvió a imaginar los labios del pescador rubio alrededor de sus labios. Con aquella imagen en su mente, las sensaciones que le embargaron le llevaron a un lugar que él consideraba que debía ser el cielo.
Ignoraba que le estaba ocurriendo con aquel chaval, pero era obvio que tenía una obsesión enfermiza con él. No tenía más remedio que reconocer que tenía un culo precioso y era guapo para reventar, pero a él no le gustaban los hombres.
A él lo que le volvían loco eran los coños y las tetas. Si practicaba sexo con sus compañeros en alta mar, era porque era muy vicioso y echaba mano de lo que tenía más a mano.
Su reflexión se interrumpió de golpe y porrazo, cuando el marquesito, con el esperma rebozando por la comisura de sus labios le dijo con voz melosa:
—No hay nada mejor que tomarse un vaso de leche calentita. ¿Quieres uno con galletas para reponerte del tremendo esfuerzo?
Era habitual que en sus visitas a la mansión, Iago se viera en la obligación de echarle dos polvos al marquesito. El primero consistía en una buena sesión de sexo oral o un vasito de leche como él lo llamaba en sus constantes perífrasis verbales. En el segundo, el Colgón lo enculaba hasta terminar inundando sus esfínteres con su esperma.

Cada vez que el pescador depositaba su esencia vital en su interior, Paquita, en los dislates propios de una mente atormentada, rezaba a su Señor para quedarse preñada. No había nada que le hiciera más ilusión que prolongar la estirpe de los Francomayor. Una quimera que duraba poco pues, más tarde o más temprano, la llamada de la naturaleza le hacía perder su imposible descendencia.
Para darle tiempo para que se repusiera, el heredero de los Francomayor le ofrecía siempre un reconstituyente, normalmente un vaso de leche con pastas de piñones o de frutas. Una exquisitez tan lejos de las posibilidades del pescador que se las comía sin rechistar. «Ojalá, Isabela, si me puedo quitar al pesado de Federico de encima unos minutos, me dé algunas para mis niños cuando pase por la cocina. », pensó mientras las devoraba con el ansia propia de los necesitados.
En el momento que el vaso se quedó vacío y la última galleta desapareció del plato, Paquita la Avispona (aunque para Iago siempre sería la Culona), volvió a retomar su teatrillo. Para dar comienzo al segundo acto de su exagerada actuación, volvió a poner voz de doncella desvalida.
—Hoy, mi ardiente obrero, Paquita te tiene que dar una mala noticia. Sé que no te lo tomaras bien, pero no está en mi mano calmar tu ardiente aflicción. —Hizo una pausa al hablar en un intento absurdo de darle dramatismo a su discurso y, alzando su molesta voz de pito, lo retomó del modo de lo más histriónico —Nuestra tierna dama lamenta en el alma que hoy no puedas dejar tu semilla en su vientre. Hoy ha venido su prima la de Rojo y no hay posibilidades de concebir . Por lo que, siguiendo los preceptos de la Santa Iglesia, que solo permite los actos carnales para traer hijos al mundo, se ha prohibido yacer contigo.
Iago era bastante ignorante, aparte de los conocimientos propios de su oficio, para cultivar la cosecha y de las habilidades necesarias para los trabajos caseros de pintura, albañilería y fontanería, no sabía demasiadas cosas.

Los únicos conocimientos que tenía sobre la historia y sobre el ser humano era los que le contaba el cura de su pueblo, en las charlas que daba a los lugareños fuera de la parroquia. Pues las misas se ofrecían en latín y, aunque asentía a todo, el significado de las plegarias en aquella lengua muerta estaba bastante lejos de su comprensión.
A pesar de su gran incultura, una cosa sabía a ciencia cierta: los hombres, por muy mariquitas que fueran no podían tener la regla y, mucho menos, quedarse preñados. Así que no entendió a que venía tanto cuento, ni tanta palabrería absurda. ¿Se habría cansado de él? ¿Dejaría de tener aquellos jornales extras que tan bien le venían para no pasar necesidades?
Se miró la churra y llegó a la conclusión de que no había muchas como la suya por los alrededores, por lo que el marquesito no se podría haber buscado a otro. Lo único que se le ocurría era que estaba mayor. Se le veía bastante desmejorado y debilucho, por lo que era posible que ya le resultara muy doloroso aguantar su cipote dentro.
Sabía que no era nadie para cuestionar los actos del Señor. Pero no pudo evitar enfadarse un poco. Si no quería que se la metiera porque le hacía daño, no entendía porque tanta urgencia porque fuera a la mansión. Lo de que lo dejaran a medias no le hacía la más mínima gracia.
Era consecuente con el hecho de que al afeminado noble su estado de ánimo le traía sin cuidado y además no aceptaba ni ruegos ni preguntas Por lo que se guardó su rabia en el pecho y permaneció en silencio, aguardando que los acontecimientos fueran aclarando sus dudas.

—Pero, Paquita, en su generosidad infinita, ni es posesiva, ni es celosa… Ya que no quiere que su hombre se quede insatisfecho y se tenga que buscar una pelandusca para desfogar sus más oscuros deseos, ha invitado a una amiga suya para que le sustituya en tal menester—No había concluido de hablar y tocó la campanita que tenía para llamar al servicio — Como podrás comprobar cuando la veas, fornido semental, su reemplazo no está a la altura de una dama como Paquita. Ni alcanza a tener su talante, ni siquiera es tan hermosa como ella. Aun así, tiene un “je ne sais quoi” que la hace útil para su propósito, servir como desahogo para un macho salvaje como tú.
«Además ella es extranjera y en su país no son tan buenos cristianos como los españoles, ya sabe todo el mundo como son los ortodoxos. No está tan unida por la Gracia de Dios a nuestro Señor como los herederos de Fernando e Isabel la Católica— Prosiguió con una voz a ratos estridente, a ratos melosa —. Por lo que no te verás en la obligación de dejar tu esencia vital en su interior. Es más, Paquita te lo prohíbe expresamente. Le rompería el corazón que, después de tantos intentos fallidos para quedarse embarazada, ella se le adelantara.
«Sería un bastardo, pero tu hijo al fin y al cabo. Por lo que no me importaría darle mis apellidos para que fuera el heredero del marquesado—Concluyó con cierta tristeza en su voz.
Aquel miedo del marquesito porque la persona que lo supliría se quedará en cinta, le llevó a pensar al Colgón que había contratado una puta para que se la follara. Cosa que, por mucho que le agradara al pescador que sucediera, poco o nada tenía que ver con los planes del heredero de los Francomayor.
La ilusión se desvaneció de ipso facto cuando vio aparecer por la puerta a la persona que le ofrecían para fornicar. Enseguida, por la forma de moverse y comportarse supo que se trataba marica vestido de mujer. Se veía tan distinto con aquel disfraz que tardó un poco en reconocerlo. Cuando lo hizo sonrió tímidamente, pero muy complacido. La “amiga extranjera del marquesito” no era otro que su mayordomo, Federico.

Lucía un uniforme militar femenino. De color gris, con chaqueta ajustada y falda por debajo de la rodilla que le quedaba de lo más desfavorecedor. No sabía si el marquesito le había dado la vestimenta a posta para que pareciera todavía más estrafalario que él o simplemente que, al fin y al cabo, a él los hombres travestidos le recordaban a los esperpentos de las ferias.
A ninguno de los maricas afeminados a los que se tiraba le veía ningún atractivo. Si iba con ellos se debía en parte al dinero que le pagaban, en parte porque siempre su nabo tenía ganas de guerra y cualquier agujero era una buena trinchera en el que meterse.
No obstante, en cuanto constató que se trataba del mayordomo, se excitó de manera fulminante . Ver a aquel tipo tan serio y estirado de aquella guisa, consiguió despertar su libido.
Normalmente un hombre de cerca de metro ochenta, con una peluca morena que le descansaba sobre los hombros, maquillado como una mujer y subido a unos incomodos zapatos femeninos, le parecía digno de las mejores carcajadas. Sin embargo, lo insólito de la circunstancia, propiciaba que le resultara de lo más morboso.
Fue vislumbrar la posibilidad de taladrarle el ano y su gorda polla se fue llenando de sangre hasta ponerse dura como el acero. Federico no le atraía lo más mínimo, pero sabía que su herencia familiar, además de placer era una fuente de dolor.
Recordó el culo prieto que se le marcaba bajo los pantalones y clavarle su carajo hasta el fondo le pareció la cosa más deliciosa del mundo. Se le antojaba como la mejor forma de hacerle pagar todos los desaires y desprecios que le había perpetrado durante los años que llevaba al servicio de los marqueses. Se imaginó empujando sus caderas tras la grupa de aquel despreciable individuo y el sabor de la venganza empapó sus labios, hasta tal punto que no pudo evitar relamerse.
Federico avanzó tímidamente hacia la zona de la biblioteca donde se encontraba su señor y el pescador a quien tanto detestaba. El rojo exagerado de sus mofletes no se debía solo al maquillaje.

Una vergüenza como nunca antes había sentido, reconcomía a aquel hombretón de más de metro ochenta. Lo que estaba haciendo le parecía una deshonra sin parangón para su hombría y, por mucho que se esforzaba en ocultar su humillación, no lo conseguía. Tenía la sensación de que el corazón se le iba a salir por la boca y le temblaba todo el cuerpo.
Acostumbrado a hacer constantes sacrificios para mantener aquel trabajo. Se le pedía estar las veinticuatro horas al servicio de los nobles, vivir alejado de su familia, no frecuentar a sus amigos del pueblo, no poder formar una familia, no poder irse de putas en su día libre… Todos y cada uno de aquellas exigencias las afrontaba de frente, como un añadido más de los requisitos que iban con el puesto.
Aun así, la última petición del marquesito iba mucho más allá de las concesiones y obligaciones propias de un mayordomo. Un sinsentido al que, por más vueltas que le daba, no le encontraba ninguna explicación. Lo único que conseguía con pensar en ello, era que se le revolviera el estómago.
Paca, al verla llegar, como si fuera una especie de presentación en sociedad, la cogió de la mano cariñosamente. La paseó como si estuviera en un coctel de alto postín y anunció la llegada de su hombre de confianza al que, como era de preveer, había bautizado con un rimbombante nombre femenino.
—Te presento a mi muy queridísima amiga Federica de Hannover, reina de Grecia y Princesa de Dinamarca. Ha venido a España a pasar unos días en mi modesta mansión. Es tan buenísima persona que , en cuanto le he confesado mi problema, se ha ofrecido a ayudarme gustosamente.
Sus palabras, aunque no eran inciertas del todo, no podían estar más lejos de los verdaderos sentimientos de Federico. El sirviente estaba aterrorizado ante lo que se venía encima. El mayordomo había descubierto por las bravas que ser tan solicito con su señor, no siempre le iba terminar acarreando pingues beneficios.

EL DIA ANTERIOR
2 *****Francisco Francomayor y Federico******
El heredero de los Francomayor había oído entre las chicas del servicio que los pescadores habían regresado al pueblo y no pudo evitar acordarse de Paquita. La inmensa soledad que había soportado la pobre, sin poder ver y disfrutar de la presencia de su amado. Se hizo partícipe de la añoranza de su pobre amiga e hizo venir a su hombre de confianza a sus aposentos.
Estaba aun con el pijama y la bata, se fumaba un cigarrillo y no había abierto siquiera el periódico. Su mayordomo supuso que la urgencia de su llamada se debía a que precisaba que le llevara la primera comida del día a la cama.
—Buenos días, mi señor. ¿Qué va a tomar para desayunar?
—¡Desayunar, desayunar! —Gritó con su voz de pito, haciendo un montón de aspavientos con las manos —¿Cómo puedes pensar en meterle más comida a este cuerpo que todavía no ha saludado al nuevo día? ¿Quieres que me hinche como a un pavo para navidad? ¿Acaso se te han olvidado las indicaciones del Dr. Ciriaco? Su prescripción dice que si quiero estar fuerte como el águila de la bandera, debo comer como un pajarito.
El sirviente agachó la cabeza en señal de disculpas por su metedura de pata. Era culpa suya por haberse referido a la comida y no haber tenido en cuenta que su simple mención enfurecía al señorito. Desde que empezó la estricta dieta que le recetó el doctor, se encontraba de muy mal humor. Por lo que para no alimentar más su ira, se limitó a esperar que le comunicara para que lo precisaba.
—No, mi fiel Federico, no te he hecho llamar para que me atiborres de comida como a un cerdo —Hizo una pausa dramática y, dando a sus palabras un mayor énfasis, prosiguió hablando —.Si he requerido tus servicios es porque te tengo que hablar de mi amiga Paquita. Su felicidad se ha visto troncada por la madre naturaleza y no puede realizar sus mayores anhelos. Es como si los astros se hubieran confabulado para que se vea imposibilitada para cumplir sus mayores anhelos.

El mayordomo ignoraba a que se refería con tanta perorata y, como siempre que hablaba de su alter ego en tercera persona, la explicación solía ser bastante complicada. La pequeña colección de conocimientos que poseía incluía la de que su señor no admitía preguntas por parte de los seres inferiores como él. Como no quería faltar el respeto a su noble persona, aguardo a que siguiera expresándose. No sabía por qué, pero presentía que lo que le iba a solicitar no iba ser de su agrado en lo más mínimo.
—Esta mañana, no ha podido ser mayor su tristeza a ir al baño. ¿Acaso se merece ella un suplicio como ese? ¿Acaso no pago religiosamente todas y cada una de las indulgencia que la Iglesia me exige para que ella pueda campar a sus anchas por los campos de la lujuria? ¿Por qué aviene nuestro Señor a castigar su cuerpo con esas dolencias?
Federico, a pesar de que la curiosidad le reconcomía por dentro, permaneció en firme frente a él. Con un talante marcial, en absoluto silencio y con una expresión de lo más adusta.
—¿Te preguntaras mi fiel vasallo porque te cuento los problemas de mi amiga ? Porque creo que tú, a pesar de tu enorme simpleza y tus limitaciones, puedes ser de gran ayuda para solucionar la nostalgia que la reconcome.
—¿ Mi señor, en qué puede cooperar este su humilde servidor? —Preguntó Federico con su voz más solícita.
—En algo de vital importancia para mi felicidad y la de mi amiga. Sobre todo la de ella—Al responder una maliciosa mueca de satisfacción se dibujó en el rostro del sesentón.

—Dígame, mi señor, en que precisa mis servicios y podrá contar con ellos—Volvió a insistir, sin dejar discernir en su voz ni en su talante lo molesto que estaba con tanto rodeo.
—Sabes que el segundo hijo de los Colgones volvió ayer de alta mar.
—Algo he oído entre las mujeres en la cocina —La respuesta de Federico, aunque no mostraba ningún sentimiento, encerraba una fuerte desazón. Había presentido que más temprano que tarde iba a tener que “romper” algo en las dependencias del señorito e ir a buscar al cateto harto sopa de Iago. Lo que le sorprendía era la impaciencia del hijo de los marqueses.
—Como depositante de mi enorme confianza sabes que mi amiga, Paquita la Avispona, mantiene un romance carnal con él y está ansiosa por reencontrarse de nuevo con su amado —Dijo con una voz de pájaro herido que pretendía ser tierna, pero su estridencia resultaba de lo más irritante.
El mayordomo tragó saliva e intentó que en su rostro impasible no asomara la rabia que le daba escuchar todo aquello. No podía permitir que su señor notara los desmedidos celos que avivaban en él ante la simple mención del pescador.
Un analfabeto supino que no tenía otra virtud que la de poseer un cipote de enormes dimensiones. Un descomunal miembro viril que tenía encandilada por completo al alter ego del hijo de los marqueses. Por ese motivo, cada vez que tenía ocasión, se inventaba una avería en la mansión para que viniera a repararla con la única intención de copular salvajemente con él.
Las palabras de su señor estaban siendo como un cuchillo ardiente que se clavaba en sus entrañas. Escuchar decir al hombre que tanto idolatraba que su otro yo imaginario tenía una relación que aquel vulgar tipejo, lo desgarró por dentro. No solo porque aquel amor prohibido implicara fulminantemente el pecado mortal, sino por la denigración que suponía para su amor propio.

En una mente tan conservadora y chapada a la vieja usanza como la suya, no cabía la idea de una relación romántica entre dos hombres. Aun así, no era idiota del todo y sabia que aquello que sentía por su señor, era algo más que respeto y cariño. Era la única explicación que le encontraba a que se le rompiera el alma cuando se iba con otro.
Si su amante era el Colgón, ¿quién era para él aparte de un mero pasatiempo para calentar su cama en sus largas y solitarias noches? Era él y no otro quien, cada vez que lo necesitaba, lo llevaba a la cumbre del placer y calmaba su apetito sexual. Era él y no otro quien lo hacía gritar de satisfacción y lo colmaba de besos hasta que el cansancio los vencía.
Sin embargo, aunque le concedía permiso para poder vaciar su esencia vital en sus entrañas, nunca vio ilusionada a Paca por la posibilidad de quedarse embarazada . Tenía la sensación que los momentos íntimos que compartían eran algo tan banal para el marquesito como una simple masturbación.
Tantas noches de lujuria no habían conseguido despertar el más mínimo sentimiento de cariño hacia su hombre de confianza. Su corazón tenía dueño y no era otro que el dotado pescador.
El mayordomo no podía evitar sentirse impotente ante la situación. Por mucha pasión que le pusiera a la hora de darle placer, por más que alargara el momento del culmen y por más palabras poéticas que susurrara a sus oídos, nunca podría satisfacer ese desmesurado vicio de Paquita por los cipotes enormes.
Una rara avis que, en la aburrida vida que llevaba, el rico heredero tenía muy pocas ocasiones de catar. Con unos progenitores octogenarios que se encargaban de administrar la fortuna familiar, veía limitado el dinero que podía gastar en sus caprichos y , a lo sumo, se podía permitir una visita del pescador cada cierto tiempo.

El único consuelo que le quedaba era que se reunieran pronto con su Señor y poder disponer a su antojo de la herencia familiar. Pero con un padre al que su afición a la caza y al culo de las sirvientas le empujaban a vivir con más ganas cada día o una madre que la ginebra le inyectaba una vitalidad que ya quisieran algunos adolescente, parecía que la lectura de su testamento era algo que tardaría en suceder.
En sus años jóvenes, cuando todavía no estaba instaurado el Nacional Catolicismo como pensamiento único y los corazones respiraban libertad, su situación era bien distinta. No tenía la obligación de pagar indulgencias a la iglesia por sus indiscreciones, ni tenía la necesidad de guardar las apariencias delante de su familia. Con un cuerpo rebosante de lozanía, no desaprovechaba ninguna ocasión de intentar intimar con todo macho bien dotado que se pusiera a su alcance.
Por aquel entonces frecuentaba a Rafalito León, un duque sevillano, amante por igual de la poesía y de los hombres . El noble no o disimulaba en lo más mínimo sus inclinaciones y hacía alarde constantemente de su condición homosexual.
En sus viajes al sur, disfrutaba de las fiestas flamencas que aquel aristócrata realizaba. En ellas aprendió a disfrutar del son de las guitarras, de las palmas, del cante y, sobre todo, de la dureza de un buen cipote adentrándose en sus entrañas.
Fue allí donde surgió su gusto por vestirse de mujer. Algo que en ambiente liberal y permisivo que se respiraba en la sociedad de la época, no obtenía críticas por parte de ninguno de los allí presente y lo consideraban simplemente una forma diferente de sentir.
Cada vez que tenía ocasión se escapaba para Andalucía para disfrutar del ambiente de libertad y libertinaje que se respiraba en aquella tierra. En compañía de su amigo, que presumía orgulloso de su homosexualidad , vivió los años más felices de su vida. Raro era el día que no celebraban una juerga flamenca que culminaba con una buena ración de sexo del bueno en la que participaban hombres de lo más varoniles y calientes.

Sin embargo, después de la guerra civil, con la instauración del régimen dictatorial, el ultra catolicismo y su rancia moral se apoderó de todo. Aquellas fiestas pasaron algo que se realizaba en la clandestinidad y sus dominantes padres, con la amenaza de desheredarlo, lo obligaron a seguir un estricto tratamiento de fe para erradicar los pensamientos obscenos que el diablo le susurraba.
Un exorcismo que bebía más de la superchería que de dogmas de fe y que no consiguieron curar algo que no era una enfermedad. Por el contrario, debilitaron su estado mental, aproximándolo peligrosamente a la locura.
Los sacerdotes con sus sermones y liturgias no consiguieron que a Francisco Francomayor le dejara de gustar las personas de su mismo sexo. Sino que, abrieron la puerta a que cometiera unos desvaríos propios de un perturbado.
Obsesionado con cumplir todos los designios de su Señor, se inventó un alter ego para que pecara por él. En recuerdo de los buenos tiempos que pasó con el aristócrata sevillano, la bautizó con el nombre de Paquita la Avispona.
Gracias a su estatus social y su situación económica, prosiguió con sus indiscreciones sexuales, sin tener que rendir cuenta ante la Ley. No había hombre que entrara a su servicio que, bajo una fuerte amenaza y con la promesa de un pequeño estipendio, terminara intimando con él.
La rutina siempre era la misma, entre desquiciados sainetes presentaba a su otro yo quien se ofrecía para hacer gozar a la bestia caliente de su entrepierna. En un primer momento con la boca y en el acto final poniendo su culo a su disposición para que fornicaran con él todo lo que quisieran.

Entre los muchos mozos de cuadra, agricultores, ganaderos y pescadores que pagó para que tuvieran sexo con él, hubo uno que, gracias a su descomunal cipote, caló fuertemente en él y con el que repitió todas las veces que tuvo ocasión. Aquel hombre no era otro que Paulo, el padre de Iago, el primero de los Colgones que pasó por sus dependencias particulares, aunque no fue el último.
Quedo tan satisfecho con las cualidades físicas de aquella estirpe que fue probando a distintos varones de aquella familia. Como si fuera una especie de servicio a la patria, los Colgones cuando alcanzaban la edad militar visitaban la mansión para que el marquesito disfrutara del fabuloso apéndice que brotaba de su entrepierna.
A Paulo, le acompañó su hermano menor, hasta que se fue a las Américas. Argentina sonaba como una tierra de oportunidades, donde la libertad no era solo un eslogan de unos gobernantes autoritarios.
En el momento que la virilidad del patriarca se comenzó a marchitar y no podía cumplir todas las exigencias de Paquita, , le siguió el mayor de los hijos.
Cristovo había heredado el legado familiar, pero no sabía darle el buen uso que el marquesito precisaba. Menos mal que se mudó a Nigran y lo sustituyó su hermano Iago. Bastante mejor amante que su padre, tan apasionado que, a veces, hasta le hacía olvidar que el sexo que compartían era de compra y venta.
Federico no llevaba demasiado bien que su señor estuviera obsesionado con el pescador y que las noches de pasión que compartían solo fueran un sucedáneo para su inagotable apetito sexual. Únicamente era el plato principal de su lujuria, cuando los pescadores se encontraba en los caladeros de bacalao y le era imposible hacer venir a Iago a la mansión, con la excusa de un estropicio casero inventado.

Los celos y la envidia, aunque no quisiera admitirlo, lo reconcomía por dentro. Era tal su devoción por el hijo de los marqueses que, desde que comenzó a formar parte de sus juegos secretos, había dejado de frecuentar los lugares por los que paseaban las mujeres casaderas del entorno. Había perdido tanto interés por el sexo opuesto que, cuando Francisco le prohibió expresamente formar una familia, no le sentó demasiado mal.
Se había vuelto adicto a sus teatrillos. Las historias que Paca se montaba antes de copular le resultaban un aliciente tan excitante como las prácticas sexuales. No le importaba lo más mínimo que la mayoría de las veces usara un lenguaje tan en desuso que no se enteraba casi de nada, su voz de pito recitando tanta palabrería absurda conseguía poner su lujuria a flor de piel.
Lo que más le gustaba era cuando su señor, travestido de mujer, lo llamaba su marido y se mostraba servil con él. Aquella fantasía le hacía sentirse tan importante que se metía por completo en su papel de esposo y se olvidaba de quien era.
A todo aquel sentimiento de sentirse formar parte de su vida, había que añadir lo mucho que le encantaba meterse en la cama con él. Le volvía loco cuando se la mamaba, gozaba saboreándole el ano y cabalgarlo hasta correrse en su interior era su mejor momento en lo que le quedaba del día.
Lo que más le complacía era cuando, tras el acto sexual, le pedía que se quedara a dormir con él. Algo que sucedía muy de tarde en tarde, mayormente cuando el aristócrata se inventaba algún problema y como consecuencia de ello se deprimía.
Aquello servía para alimentar la ilusión de que su señor lo consideraba algo más que un simple lacayo. Estaba tan ciego que no veía que simplemente hacía uso de él como los críos usaban los peluches, para calmar sus estados de ansiedad .

Sin embargo, por mucho que jugaran a papás y mamás, bastaba que volviera aparecer el Colgón por el pueblo para que pasara automáticamente a ser menos que un cero a la izquierda. Tener que ir a buscarlo al mísero barrio donde vivía lo ponía enfermo. Algo a lo que no se podía negar si quería seguir manteniendo aquella escueta posición de privilegio.
No entraban en sus planes tener que volver a faenar en la mar, en el campo o en una fábrica de conservas. Era algo que dejaba para los pueblerinos analfabetos como el Colgón y sus paisanos.
Sin despegar la mirada del rostro de su señor, apretó los dientes para que su furia no transcendiera en su expresión y aguardó a sus órdenes, con un semblante recio. Presentía que lo habría hecho llamar para disponer que al día siguiente, lo más temprano posible, se llegara a solicitar los servicios de Iago para arreglar una “avería” en sus dependencias.
Para su sorpresa, sus primeras palabras no fueron la petición que preveía. Sino que, adoptando un tono más rimbombante de lo habitual , comenzó a parlotear sin parar, sin contar nada concreto. Por momentos, no podía distinguir si quien hablaba era su señor o su alter ego.
—Paquita está desolada. Su hombre ha vuelto de luchar con el embravecido mar y ella no puede saciar el salvaje apetito que brama en su pecho… Tiene las hemorroides irritadas—Al decir esto se puso la mano en la cara completamente compungido —. La pobre no puede ni acariciar levemente su mayor gracia sin ver todas las estrellas del universo. Así, que como es de prever, está imposibilitada para dejar pasar la virilidad de su amado, ni la puntita siquiera.
Federico se sintió un poco frustrado al escuchar el estado del ano de su jefe. Lamentaba que su amante no le pudiera dar aquella noche lo a él que tanto deseaba, pero le sirvió de consuelo no tener que pasear el coche de los marqueses por los barrios que lo vieron crecer. Un alivio que se esfumó por completo al escuchar lo que su señor tenía en mente.

—He pensado que, para que no se vaya insatisfecho, pues ella solo se limitara a chupar su enorme miembro viril hasta que le escupa su leche calentita en la boca, la reina de Grecia podría ocupar el lugar de Paquita y ofrecerle su cueva de placer para yacer con él.
—¿La reina de Grecia? ¿Cuándo va a venir su majestad? —Preguntó saltándose la norma no escrita de interrogar directamente al hijo de los marqueses, pero la preocupación de no tener todo dispuesto para una persona de tal alto rango, hizo que bajara la guardia por completo.
—No tonto, no te soliviantes, no se trata de ninguna visita. —Dijo sonriendo débilmente a la vez que adoptaba una pose condescendiente —.Igual que yo adopto una identidad secreta para esconderme de los ojos de nuestro padre redentor. Tú tendrás otra. Tú te transformaras en Federica de Hannover, reina de Grecia.
Las palabras de su señor lo cogieron tan de sorpresa que no pudo impedir que se asomara en su adusto rostro.
«¿Acaso pretende el señor que yo le ponga el culo al analfabeto del Iago», se preguntó indignado mientras que de su boca no salió ni una simple palabra de protesta. Como el obediente sirviente que le habían enseñado a ser se limitó a mostrar una sumisa resignación, al tiempo que intentaba asimilar el disparate que le estaban contando.
—Lo peor es que Paca es tan apasionada que no puede esperar ni un minuto más por volver a ver su amado. Está muy, muy ansiosa —Estuvo a punto de hacer un gesto afeminado, pero al ver que lucía sus ropas de caballero, se reprimió —. La pobre está desolada de la insatisfacción. Hace mucho tiempo que no bebe de las mieles del amor con un macho de verdad como el pescador y es tal el hambre de gozar de su cuerpo que tiene, que no puede aplazar más la visita.

Para el hombre de confianza de Francisco, escuchar que consideraba su hombría algo de segunda calidad fue como una puñalada en la boca del estómago.
El marquesito, por su parte, no fue consecuente con el daño que pudiera hacer con sus palabras a su sirviente y, tras insuflar un poco de aire a su pulmones, retomó su retahíla.
—La Avispona está realmente impaciente y no puede postergar más el reencuentro con su amado. Me ha pedido que deberá producirse mañana sin dilación alguna. Circunstancia que que no nos deja demasiado tiempo para transformarte en Federica.
Hizo una pausa al hablar y, para no parecer demasiado afeminado, intentó sacar su voz más varonil. El resultado fue un desagradable y ronco graznido.
—Tenemos por delante una tarea que no es baladí. Debemos conseguir que estés irresistible. Tanto que al Colgón, al igual que le sucede con Paca, nada más te vea entrar por la puerta le entren unas ganas locas de poseerte.
El mayordomo se quedó de piedra por el modo en que su señor abordaba el tema de que se travistiera. Dando por seguro el hecho que aceptaría la proposición de ponerle el culo a Iago para que se lo reventara
Cualquier otro, con más redaños que él, habría mandado al afeminado heredero con viento fresco y se habría buscado otro empleo donde no tuviera que soportar tantas humillaciones y, sobre todo, mantener su ojete intacto.
Sin embargo él, se había agachado tanto para conseguir aquel puesto de trabajo, que era incapaz de encontrar las fuerzas para levantarse. Como si tuviera el síndrome de indefensión adquirida, reverenciaba cualquier cosa que hiciera Francisco Francomayor, disculpaba los malos comportamientos y era de la firme opinión que el culpable de todo aquello era él.

Justificaba aquel proceder vejatorio de su señor para con él, argumentándose que se debía a que no se encontraba satisfecho con sus servicios y se lo hacía pagar de aquel modo. Como no quería despertar más su rabia, se tragó su orgullo herido y siguió escuchando con absoluta atención las instrucciones que le daba su jefe.
—Aunque deberás ponerte bien guapa para su hombre, tampoco te deberás esmerar demasiado. Paca me ha recalcado que será solo un préstamo puntual, el Colgón es solo suyo… —Guardó silencio unos segundos, para terminar refunfuñando entre dientes —… y de la vacamula de su mujer.
Federico estaba atónito y no terminaba de asimilar la historia que se estaba montando el de los Francomayor . «¿Tan mal me he comportado para castigarme con tamaña ofensa? », se preguntó mostrando una expresión de completa sumisión, mientras la furia ante tamaña humillación rugía en su pecho.
Sin darle tiempo a recapacitar lo más mínimo toda la información que le estaba dando, Francisco se levantó de ipso facto. Le hizo un gesto con la mano y le ordenó que lo siguiera. Por momentos, daba la sensación de que se olvidara que sus ropajes eran masculinos, pues se puso a contonear sus caderas igual que cuando se transformaba en la Avispona.
Una vez en sus aposentos privados abrió uno por uno los cuatro candados bajo los que estaba cerrada la puerta de uno de sus armarios. Un compartimento tan privado y secreto que solo el hijo de los marqueses y su fiel mayordomo conocían de su existencia. El segundo tenía ese privilegio porque era él quien se encargaba de planchar y lavar la ropa femenina que allí se escondía.

Como si estuviera poseído por el espíritu de Coco Chanel se puso a rebuscar en el montón de prendas que tenía colgadas del perchero. Tras rebuscar durante unos intensos minutos, pegó un gritito propio de una adolescente histérica y se puso a pegar pequeños saltos de alegría. Estaba tan pletórico que adoptaba poses y gestos de Paca, sin apenas darse cuenta.
Sin dejar de comportarse como una jovencita con las hormonas revueltas, el hijo de los marqueses cogió una percha de la que colgaba un viejo uniforme femenino de la Schutzstaffel. Fue sacar la vestimenta al exterior y un intenso aroma a naftalina invadió cada rincón de la habitación.
—¡Corazón, con este traje estarás majestuosa! Me lo trajeron de contrabando de Austria. Los estraperlistas me relataron que había pertenecido a una oficial de la SS muy conocida. Ella misma se encargó de gasear cientos de judíos y decenas de comunistas. ¡Toda una heroína para la causa!
«Está sin estrenar. La Avispona no ha tenido tiempo de probárselo, por lo que todavía no se le han hecho arreglos y me parece que te va a quedar divino. ¡Venga, tonta, pruébatelo y salgamos de dudas!
Con cierto recelo, pero consciente con que no tenía otra opción, Federico se quitó su ropa de trabajo. Mientras se desvestía miró la chaqueta y la falda que su señor le obligaba a ponerse, le parecieron de lo más espantosa. «¿Cómo puede decir que voy a estar guapo con ella?».
Estaba tan enfadado que hasta estuvo a punto de darle la razón a los cuchicheos que se escuchaban entre el servicio, que dudaban que, por su forma de comportarse, estuviera en su sano juicio.
Una voz en su cabeza le gritaba que mandara a freír espárragos al pervertido del marques, que ya encontraría otro empleo. Que por mucho que hubiera errado en el cumplimiento de su deber, no se merecía aquel castigo.

Sin embargo, por mucho que le aterrara la posibilidad de que le destrozaran el ojete, peor llevaba lo estar lejos de su amo. Sin dejar de repetirse la retahíla sin sentido de que su señor estaba cada vez más enfermo y que su deber era ayudarlo, decidió enfrentar la encomienda por mucho asco y pánico que le diera.
Lo excusó diciendo que su afición por las pollas enormes una especie de patología, una adicción contra la que no había cura. Sabía que la única ayuda con la que contaba ante la locura que lo poseía, aparte la su párroco confesor, era la suya. Así que como su servidor solicito, apretó los dientes y se fue ataviando con el aspero uniforme.
Francisco había aprendido que, vestido de hombre como estaba, debía evitar cualquier sentimiento femenino que surgiera en su interior. Había aprendido a reprimir su homosexualidad en su vida social y actuaba como heterosexual cuando vestía con atuendos masculinos.
Sin embargo, fue ver como su fiel servidor se transformaba en Federica y no pudo contenerse más. Se puso a pegar grititos con su voz de pájaro, a la vez que pegaba saltos con las palmas muy juntas como una colegiala.
El mayordomo no se terminaba de ver con aquellos ropajes. Se sentía como una atracción de circo y no sabía muy bien como llevarlos sin parecer un espantajo. Las lucía tan mal que su señor le tuvo que dar unas cuantas indicaciones al respecto; para que adoptara poses elegantes y no pareciera un cateto pueblerino en las noches de carnaval.
—Te queda muy chic y elegante, pero debes meter las caderas para adentro y sacar el pecho fuera. Si adoptas poses como la que tienes ahora, parecerás un cateto pueblerino en las noches de carnaval. Tan desgarbada como estás, no vas a despertar ningún deseo en ningún hombre.
Federico como si la palabra del Francomayor fuera Ley, hizo lo que le dijo e incluso se puso bastante más erguido de lo habitual.
—Mucho mejor —Dijo complacido, mientras se puso a caminar alrededor de él mientras lo inspeccionaba con detenimiento —.Ahora lo que queda es buscarte una bonita peluca, un delicado maquillaje y buscarte unos lindos zapatos de tacón. Voy a conseguir que estés tan seductora que el Colgón no va a tener más remedio que serle infiel a Paca.
Federico se miró al espejo, no se veía ni lo más mínimamente atractivo. Si la imagen que se reflejaba en la luna le inspiraba una palabra era la de esperpéntico.

3 *****La Culona, el Colgón y la reina de Grecia******
Al día siguiente, la sensación de ridículo no había disminuido ni un ápice y el terror era mayor. Estaba frente al que otrora fuera su vecino y al que tanto desprecios había hecho desde que estaba en casa de los marqueses, Iago. El pescador lo miraba del mismo modo que un perro callejero a un filete de carne.
La pasión desbordada en los ojos del pescador, le intimidaba un poco y permaneció un poco rezagado. Las piernas le temblaban tanto que parecía le iban a dejar de responder de un momento a otro y se iba a caer en redondo. Sin embargo, un gesto con la mano para que apremiara por parte su señor, fue suficiente acicate para que avanzara sin demora hacia donde estaban ellos.
Si irrisorio le parecía el marquesito vestido de mujer al pescador, no tenía palabras en su vocabulario para definir el aspecto del mayordomo. Tan alto, tan fornido, con tanto pelo por las piernas y los brazos, más que una imitación de una señorita parecía un monigote de los dominicales.
Sin embargo, la situación le atraía de sobremanera. Metérsela al estirado de Federico tenía para él componente de revancha bastante importante.
Únicamente fue imaginar que sometería a aquel tipo a sus caprichos y se excitó irremediablemente. Circunstancia que, dado su estado de desnudez, no pasó inadvertido para Paquita la Avispona.

—Contempla como tu simple visión ha despertado el deseo en el semental de Paquita—Dijo echándole un brazo por los hombros a la reina de Grecia al tiempo que señalaba la entrepierna del pescador—¿No te parece hermoso su enorme apéndice sexual? Ha sido contemplar tu belleza virginal y su cincel está preparado para esculpir tu inexplorada cueva.
Federico clavó su mirada en el carajo del Colgón. Había oído multitud de chismorreos sobre su desmedido tamaño, pero siempre consideró que eran exageraciones propias de catetos de pueblo. En aquel momento la realidad le estaba demostrando que los rumores no eran infundados.
A ojo de buen cubero debería medir unos veinticinco centímetros, pero lo que más le impresionaba era su grosor, al menos ocho centímetros de ancho.
Si a aquellas dimensiones se le añadía el color rojizo de su enorme capullo y la dureza de las venas moradas que recorrían el tronco pajizo, el resultado era una visión de lo más contundente.
Solo de imaginar que aquel fenómeno de la naturaleza se clavaría en sus entrañas propició que el pánico lo dominara por completo. Sintió que las piernas le flaqueaban y, durante unos segundos, le invadió una desagradable sensación de ahogo.
—Como veo que te has quedado muda de la emoción. Deberé entender que, al igual que a Paquita, te ha parecido la octava maravilla del mundo. —Hizo una pausa al hablar, le dio una suave cachetada en el culo y en tono picarón le dijo —.Pues aprovéchate porque en muy pocas ocasiones te lo va a volver a prestar.

»La Avispona es de mentalidad abierta y generosa, pero no es tonta. Lo que su hombre tiene entre las piernas es un artículo de lujo al que, por mucha sangre azul que corra por tus venas, no vas a poder disfrutar todo lo que quisieras.
Iago no podía estar más confundido. No sabía si el mayordomo era marica como el de los Francomayor o, como se dejaba intuir por el miedo en sus ojos, estaba allí por imposición de su jefe.
Fuera cual fuera el motivo, Federico Figueroa no iba a olvidar aquel día con facilidad. Le iba a reventar el culo de manera que no se iba a poder sentar en un mes. «Me lo voy a follar hasta que me duela el carallo de rozarlo por las paredes de su burato», pensó mientras se relamía tímidamente.
Tenía la polla dura como el acero y deseaba con todas sus fuerzas taladrarle el ojete a “la reina de Grecia”, pero no tomó iniciativa alguna. Sabía que debía aguardar a las órdenes del marquesito. Muy maricón y muy sumiso, pero tan acostumbrado a mandar que hasta se permitía el gusto de darle indicaciones sobre la forma en que tenían que someterlo.
«¡Mas fuerte, más fuerte, párate ahora, sigue, para, no te corras todavía, más fuerte, más suave…!», le solía gritar cuando se lo follaba. Confiriendo a su voz de pito un aire marcial. Daba la sensación que en otra vida hubiera ostentado un importante cargo militar como el de general.
Menos mal que el pescador era un hombre de sangre caliente, porque escuchar aquella voz de pájaro herido recitando aquella letanía, se la terminaba bajando a cualquiera.
Al percatarse del pavor con que el sirviente miraba su miembro viril. En un alarde de maldad, lo agarró con una mano y comenzó a echar para atrás la piel que cubría su glande. Dejando al descubierto una brillante cabeza de flecha rojiza.
Mientras le mostraba su capullo de manera impúdica, se agarró los huevos y comenzó a acariciar sus anaranjados vellos con la punta de los dedos. La arrogante actitud del pescador rezumaba testosterona por los cuatro costados y era una provocación en toda regla.

Francisco notó que aquella disposición por parte del Colgón ante su “amiga griega” era muy diferente a la que tenía con su alter ego. Sin embargo, aunque hirió su ego profundo, no pronunció una queja. «Es la novedad», se dijo a sí misma en un intento de colocarse, «El Colgón solo tiene ojos para Paquita, que es la mujer más hermosa y seductora de toda España. Es una gran suerte la que que tiene con que sea tan generosa y le deje probar otras hembras.»
Iago siguió agarrándose el carajo y lo mostraba como si fuera una peligrosa arma blanca. Su cabeza hinchada escondiéndose y asomándose por el torso de su mano parecía una serpiente que en cualquier momento fuera a saltar sobre las dos personas que estaban frente de ella. Un reptil cuya picadura, por lo que le contaban, proporcionaba dolor y placer a partes iguales.
Enredado en la desinhibición propia de la lujuria, comenzó a dar rienda suelta a sus más bajos instintos. De manera descarada, miró de arriba abajo al de los Figueroa. Sus ojos mostraban el brillo salvaje propio de los depredadores que van a devorar a su presa.
Al pescador, por su opresiva educación, le costaba asimilar que los hombres le gustaban tal cual. Ni necesitaba disfraces, ni endulzamientos de ningún tipo. El mayordomo con aquel uniforme no despertaba ningún deseo en él. Recordó las nalgas que se le marcaban bajo el uniforme y lo apetecible que le parecieron en su momento. Fantasear con taladrar con su polla un culo que suponía redondo y peludo fue suficiente para que su libido se disparara como un resorte.
—¡Ay, Freddie, deja ya con tanta timidez!¡Desnúdate ya! ¡Si se te nota en la mirada que estás deseando probar la masculinidad del semental de Paquita! —Le apremió con su estridente voz de pito, a la vez que gesticulaba exageradamente con las manos.

El sirviente, escondiendo cualquier sentimiento bajo un rostro impenetrable, se quitó ceremoniosamente la falda y la chaqueta. No había ningún erotismo en su movimientos y era un calco de las jóvenes novicias a los que sus padres, obligaban a casarse con ancianos.
Iago tuvo que hacer un esfuerzo tremendo para no soltar una carcajada al verlo en ropa interior. Lucía un diminuto sujetador que le cubría mínimamente su peludo pecho y unas escuetas braguitas que apenas tapaban sus genitales. Por la parte inferior se le salían los huevos y la cinturilla dejaba entrever la punta de su polla.
Tal como suponía, no le excitaba lo más mínimo el hecho de que él lo cabalgara, pues su churra estaba completamente flácida. Convencido de que sentir su cipote en las entrañas sería una verdadera tortura para él, volvió a masajear su miembro viril. En parte para endurecerlo más, en parte para atemorizar a Federico.
Una amenaza silenciosa que fue captada a la perfección por el sirviente, que arqueó las cejas y no puedo esconder bajo la frialdad de su mirada, el terror que aquello le producía.
Por enésima vez la voz en su cabeza le volvió a gritar que se marchara de allí y, al igual que las otras veces, la ignoró. No estaba dispuesto a renunciar a aquel estatus social que tenía gracias a su trabajo.
Como todo criado de casa grande, llevaba tanto tiempo sirviendo en aquella casa que se consideraba parte de la familia. Una ilusión que solo estaba en su cabeza, pues sus jefes se preocupaban por él igual que por el perro al que habían enseñado a llevarle las zapatillas.

—Mi viril obrero —El tono con el que Paquita se dirigió a él fue de lo más impersonal—, debes saber que mi querida Freddie, sigue todavía inmaculada. La providencia no ha puesto en su camino ningún hombre dispuesto a romper el sello que la separa del placer—Al decir esto ultimo pasó la mano por las nalgas del mayordomo y las azotó suavemente para dejar patente su dureza.
En la cara de Paquita se dibujó un malicioso gesto que no pasó inadvertido para Iago. Su respuesta fue morderse el labio inferior con impudicia, dando a entender que estaba deseando horadar con su estaca el agujero sin explorar de la “reina” de Grecia. Algo que agradó al anfitrión de aquella pequeña bacanal, pues le devolvió una sonrisa de complicidad.
—¡Qué vicioso sois los hombres de clase baja! ¡Sois como bestias en celo, dispuestos a fornicar en todo momento! —Su tono de voz era de lo más histriónico y grandilocuente —¡Cómo os encanta mancillar la honra de una doncella inocente! Sin embargo, vuestra simpleza es tan galopante que sois incapaces de disfrutar de un momento único e inmejorable.
Iago, aunque no entendió muy bien la retórica de la imprevisible Paquita, vislumbró en la expresión de su rostro algo de indignación y lo interpretó como una pequeña reprimenda. Así que, dejó de tocar la gaita que tenía entre medio de las piernas y puso sus cinco sentidos en intentar comprender qué diantres le quería contar con tanto subterfugio.
— A pesar de tus pocas entendederas, mi recio pescador, debes aprender que la primera vez de mi amiga será una experiencia irrepetible. Un momento maravilloso que ella atesorara en su memoria hasta el fin de sus días.
«De tu habilidad a la hora de mancillarla dependerá que ese recuerdo sea un sueño maravilloso o la peor de las pesadillas —Concluyó con un semblante que intentaba dejar claro al Colgón que debía esforzarse al máximo porque fuera lo primero.

El pelirrojo, pese a que no alcanzaba a comprender a que se debía tanta cursilería por parte del afeminado noble, puso su mejor cara de atención e hizo un gesto afirmativo para que continuara en pos de ver si lograba enterarse mínimamente de algo del soliloquio que le estaba soltando.
—Por la experiencia personal de Paquita, conozco los enormes dolores que una dama debe sufrir para satisfacer a su hombre. Un suplicio que alcanza su cenit el día de la desfloración. Por lo que, por el romance que te ata a la Avispona, te debo pedir que aminores tu pasión y seas sumamente meticuloso a la hora de yacer con ella.
«Te debo pedir encarecidamente que trates a Freddie como si fuera porcelana. No quiero que la pobre quedé traumatizada. Puede que en otra ocasión el destino haga confluir a la prima Roja con los escasos encuentros de Paquita contigo, no tenga ningún reparo para ofrecerse gustosa, de nuevo, a ocupar el puesto que Cupido le ha regalado a tu lado.
Para alguien como Iago, que su lengua habitual era el gallego y que se comunicaba en castellano en contadas ocasiones. Le era complicadísimo entender el vocabulario rebuscado y arcaico que Paca utilizaba de normal.
Si para más inri, como era el caso, abusaba de las metáforas, conseguía que su capacidad de comprensión fuera de lo más nimia. Por momentos tenía la sensación de estar escuchando misa en latín.
Lo único que había comprendido de toda la retahíla que le había soltado el hijo de los marqueses, era que no sería la única vez que estaría con el mayordomo. Descubrir que se le otorgaría alguna oportunidad más de clavársela hasta los huevos, consiguió que su polla volviera a vibrar de la emoción.
Así que, para no enfadar a la Culona, puso su mejor cara de haber entendido todo su discurso, aunque fuera la peor de las mentiras silenciosas.

—Dado que será su estreno amoroso y Paca me ha contado lo dado que eres a comportarte como un potro salvaje, te prestaré mi ayuda inestimable. Seré yo quien, siguiendo los consejos de la Avispona, te la prepararé para que su interior pueda albergar tu virilidad —Hizo una pausa y en tono amable se dirigió a su mayordomo —¡Quítate las bragas, mi reina!
Federico se quitó la escueta prenda interior, dejando al descubierto unos genitales que parecían querer esconderse en su pelvis y un culo de lo más peludo.
—Ahora, súbete al canapé y ponte de rodillas sobre él.
La “reina de Grecia” adoptó la postura de perrito y, con una actitud de completa sumisión, se colocó en el lugar que le había indicado su señor. Se sentía como cuando era un niño e iba a que le pusieran una inyección. Tenía claro que le iba a doler y, como único remedio, se limitaba a rezar para que el mal rato pasara lo más rápido posible.
Para su disgusto, ni su jefe, ni su antiguo vecino del pueblo tenía ningún interés en alguna prontitud. Ambos tenían previsto tomarse su tiempo y prolongar lo que el preveía como una enorme tortura.
Paquita sacó un tarro de vaselina y empapó la yema de sus dedos con ella. Una vez consideró que había cogido una ingente cantidad, la fue extendiendo muy despacio sobre el rasurado orificio anal de “Su majestad griega”.
Mientras se deleitaba en restregar la crema, hizo un comentario de lo más soez a Iago.
—¿Te gusta como de acicalado he dejado el chochito de Freddie? Es muy peluda y sé, porque así lo tiene Paquita, que prefieres lo coñitos afeitaditos.

El pelirrojo asintió con firmeza. No pudo evitar, al ver el culo lampiño del sirviente, rememorar la imagen de Anxo en las duchas. Se había obsesionado tanto con las nalgas de aquel muchacho, que cualquier chispa despertaba la llama de su recuerdo.
De nuevo, al imaginarse teniendo sexo con el joven rubio, la lujuria se puso a trotar por su entrepierna como un caballo desbocado. Se llevó la mano a la polla y comprobó que, a pesar del desmoralizador discurso del hijo de los marqueses, volvía a estar dura como una roca. Una morbosa sensación de satisfacción infló su pecho y una leve sonrisa picarona se dibujó en su rostro.
Paquita se colocó a la grupa de su mayordomo y adoptó una pose de lo más ceremoniosa. Sus movimientos recordaban a los sacerdotes de los rituales paganos y actuaba como si su sirviente fuera una joven virgen que entregaba al sacrificio.
Posó suavemente dos dedos sobre las duras nalgas y caminó con ellos sigilosamente hasta llegar al centro. Aplastó repetidamente el agujerito exterior y clavando sus yemas en los bordes, intentó estirar la piel para que el oscuro redondel se dilatara. Aquella manipulación de su orificio trasero, consiguió que a la “reina de Grecia” se le terminaron poniendo de punta hasta los pelos del cogote. Nunca había sentido una sensación tan hiriente en aquella parte de su anatomía.
No había asimilado todavía la desagradable sensación, cuando noto como un cuerpo invasor se iba clavando en su ojete e iba avanzando a través de su recto. Se trataba del índice de la mano derecha de su señor.
El robusto mayordomo tuvo la sensación de que un pequeño cuchillo desgarraba sus entrañas. Incapaz de soportar un dolor tan pronunciado, estuvo tentado de cerrar sus esfínteres y expulsar aquel cuerpo extraño.
No obstante, el miedo que tenía a una mala reacción por parte del hijo de los Francomayor era bastante mayor que la punzada que le cercenaba el recto. Asumiendo aquello como un acto de contrición por sus posibles errores y faltas hacia el marquesito, soportó aquella tortura lo mejor que pudo.

—Te va encantar lo apretadito que tiene el coñito mi amiga de la realeza —Dijo mirando a Iago sin dejar de aumentar la velocidad con la que metía y sacaba su apéndice del recto de su sirviente. Sus movimientos eran mecánicos, faltos de cualquier apacibilidad.
El Colgón no dijo nada. Simplemente se relamió como si tuviera un exquisito manjar delante de sí y prosiguió masturbándose sin perder detalle de lo que sucedía en el canapé contiguo.
Tras un primer dedo, la apuesta subió a dos. La vaselina había dilatado bastante el orificio que seguía expandiéndose cada vez más. Paca, como si no hubiera hecho otra cosa en la vida, le estaba realizando un maravillo trabajo en la retaguardia.
Irreflexivamente, el cuerpo de Federico se revelaba ante aquella invasión de su recto e intentaba expulsarlo. Aquella falta de relajación consiguió que el daño no disminuyera lo más mínimo al igual que el ahínco con el que su jefe clavaba sus dedos.
Una vez constató que el pequeño boquete se tragaba sin dificultad sus dos falanges, intentó introducir una tercera. Sin embargo, por más empeño que ponía y por más que intentaba expandir el pequeño círculo, el inexplorado ojete se negaba a ceder a sus caprichos. Perseveró durante unos segundos que al sirviente les parecieron una eternidad, pero no consiguió cambiar el resultado.
Estuvo a punto de desistir, pero no estaba acostumbrado a deajr de imponer su voluntad. Se volvió a unta una ingente cantidad de lubricante en sus dedos. La restregó por la parte exterior del pequeño orificio e introdujo con sus dedos buena parte en el interior. A continuación, pegó una cachetada en el trasero de Federico y le gritó en tono autoritario:
—¡Relaja el puto culo y no te hagas la estrecha! Si sigues comportándote como una remilgada, no vas a poder disfrutar de mi hombre y lo único que vas a conseguir que te revienten por dentro. ¡Respira hondo, llénate la barriguita de aire! Tu culito se expandirá, el tercer dedo te entrara y tendrás la retaguardia preparada para que el Colgón entierre dentro cada centímetro de su hombría.

Aquella llamada de atención por parte del afeminado noble, hizo que Federico olvidara el tremendo daño que aquellos dedos estaban ocasionando en sus entrañas, se relajara y acometiera al píe de la letra las sencillas indicaciones que le habían dado.
En el siguiente intento. Con un poco más de persistencia y cierto esfuerzo, Paca consiguió traspasar el inexperto ojal con el tercer dedo. Durante un par de minutos que se le hicieron tan eternos a Federico como a Iago, estuvo ensanchándolo todo cuanto pudo.
A pesar de su constante altisonancia, permaneció en silencio. El gesto de morbosa satisfacción que se pintaba en su rostro dejaba claro que estaba disfrutando enormemente con destrozarle el ojete a su sirviente.
En el momento que consideró que estaba preparado para algo más grueso, se volvió a dirigir al pescador y, en su habitual tono sobreactuado, le preguntó:
—¿Quieres meterle un dedo para que compruebes que estoy dejando su coñito a punto de caramelo? ¡Es pura gelatina!
El pelirrojo puso los ojos como plato y, como a un niño al que le ofrecen un pastel, asintió efusivamente.
Sin esperar a que Paca le concediera permiso para ello, llevó sus recias manos al duro trasero del sirviente. Durante unos segundos, lo tocó como si fuera una masa de pan para hornear. Tras comprobar que su aparente firmeza era real, apoyó la palma izquierda sobre sus glúteos y, a continuación, metió el dedo corazón derecho en el recién dilatado ojete.
El poco esmero que el rudo semental puso al introducir su apéndice en el rasurado orificio, consiguió que el mayordomo pegara un respingo. Su rostro impenetrable se compungió de dolor y sus ojos mostraron el brillo propio de la antesala de las lágrimas.

Aquel gesto de su empleado no pasó de largo para el Francomayor y, antes de que se pusiera a llorar como una colegiala, acudió a él para consolarlo.
Cogió su barbilla entre dos dedos, giró su rostro hasta que sus miradas se cruzaron y movió la cabeza en señal de complaciencia. Como una solicita madre con su hijo, atrapó su cabeza entre la palma de sus manos, la hundió en su pecho y comenzó a musitarle palabras de ánimo.
—Tranquila, mi reina —Su voz calmada, rebosaba de un cariño exagerado, por lo que no estaba claro si era sentimientos reales u otra de sus irritantes interpretaciones —Estás a punto de cruzar un puente muy escabroso. Un sacrificio que todas debemos pasar para transformarnos en la hembra que nuestros fervientes amantes precisan que seamos. La primera vez es muy dolorosa, pero ya verás como en las siguientes el sufrimiento será mucho menor y lograras disfrutarlo tanto que no querrás que acabe nunca.
Escuchar que aquel castigo se repetiría, propició que una lagrima silenciosa resbalara por el rostro de la “reina” Helénica. Había digerido aquella tortura como algo único e irrepetible. Sin embargo, por lo que podía deducir por las palabras del histriónico heredero, sus planes incluían que aquello se reiterara en más de una ocasión.
Estaba encantado su empleo y reverenciaba mucho a la familia de nobles de la comarca, pero consideraba que esta última exigencia por parte de su señor era mucho más de lo que debía soportar para cobrar un sueldo más o menos digno.
En su cabeza imaginó dos escenarios distintos, siendo una puta para el Colgón o viviendo de nuevo en el pueblo. La simple idea de tener que salir a faenar a la mar como había hecho siempre, consiguió que la boca del estómago se le encogiera. Tragó saliva, apretó los dientes y decidió que era mejor que le destrozaran el ojete que partirse la espalda trabajando.

El Colgón no era demasiado aficionado a meter los dedos en los culos que se follaba. A decir verdad nunca lo había hecho. Desconocía que existiera un método de preparación que pudiera mitigar el dolor que ocasionaba la penetración anal. Lo que había hecho Paca, era un descubrimiento de lo más novedoso para él.
Se podía decir que, a la hora de follar, su forma de actuar era de lo más pragmática. Buscaba únicamente su disfrute particular y la empatía para con sus amantes oscilaba entre cero y nada. Sobre todo cuando, no temiendo ningún tipo de revancha, le metía su enorme cipote a alguien que no era uno de sus compañeros de camarote.
En muy pocas ocasiones usaba aceites o cremas para preparar el terreno. Su lubricante preferido era mucho más prosaico. Echaba un escupitajo en el agujero y otro en la punta de la polla. A continuación, sin aguardar apenas unos segundos, colocaba su churra en la entrada del recto y empujaba con fuerza hasta que conseguía enterrarla hasta lo más hondo del caliente boquete.
En aquellas ocasiones que conseguía meterla a la primera, rezaba porque el susodicho aguantara el temporal hasta el final de la mejor manera. No soportaba cuando entre gemidos le suplicaban que parara en mitad del acto sexual.
Por experiencia sabía que no había cosa peor que tener que sacarla sin haberse corrido siquiera. Circunstancia que, por el tremendo pollón que se gastaba y la energía que le imprimía a sus caderas, había experimentado en más de una ocasión. Cuando esto sucedía se ponía tan rabioso como un perro hambriento al que le daban un filete y después se lo quitaban.

A pesar de su enfado. Nunca uso la violencia con aquellos a los que su verga les venía grande. En la mayoría de los casos, se contentaba con el placer que le pudiera proporcionar su boca. Un sucedáneo que nunca lo dejaba del todo satisfecho.
Curiosamente aquellos coitus interruptus nunca se daban cuando fornicaba con sus compañeros en alta mar. Los marineros, a diferencia de los afeminados que lo buscaban para disfrutar de su “herencia” familiar, eran machos de los pies a la cabeza y aguantaban con aplomo sus embestidas. Sobre todo porque más pronto que tarde saborearían el placer de encularlo a él con la misma falta de tacto.
Pese a que le daba igual el daño que su virilidad pudiera ocasionarle al prepotente de Federico, lo que el marquesito había hecho con el “coñito” de su “majestad”, había despertado su curiosidad y quiso probar.
Al principio, por aquello de que las manos van al pan, le pareció una asquerosidad, pero conforme fue comprobando como aquel estrecho boquete se iba dilatando al paso de su falange, la excitación lo fue embargando. Aquello le hacía disfrutar más de lo que suponía y comenzó la visceral escalada de a mayor cantidad, mayor morbo.
Al igual que hiciera el travestido noble, una vez comprobó que un primer dedo entraba sin dificultad, procedió a meterle dos.
Se sorprendió al ver con la facilidad que el culo de Federico se tragaba la doble ración. Sus falanges eran mucho más anchas que lo del marquesito. Las manos de princesita de Paca no tenían nada que ver con los manazas del pelirrojo. Si a eso se le sumaba que el noble tenía la piel cuidada y no llena de callos como las suyas, la fricción con las paredes del recto era bastante más molestosa.
Pese a que la posibilidad de incorporar un tercero le resultaba de lo más fascinante, rehusó a hacerlo. Si tenía que destrozar el ojete de la “reina”, prefería hacerlo con su cipote.

Sin dejar de agrandar el orificio anal con aquel incesante meter y sacar, hizo un gesto a Paca para que le acercara la vaselina. El afeminado noble no estaba acostumbrado a que seres “inferiores” le dieran órdenes. Sin embargo, estaba pasándolo tan bien con el espectáculo que le estaban brindando que, por aquella vez, decidió pasar por alto aquella falta de respeto y le acercó el tarro sin ni siquiera lanzarle una mirada reprobatoria.
Se untó una buena cantidad por toda la polla y, una vez la extendió por todo el tronco hasta la cabeza, se colocó a espaldas de la sufriente “majestad griega”. Estaba tan cachondo que la punta de la polla le chorreaba liquido pre seminal. El transparente fluido resbalaba por su tronco y se mezclaba con el lubricante para terminar formando una brillante película sobre las venas moradas de su apéndice sexual.
Durante unos segundos, para deleite de la Avispona, agitó su polla al aire como si fuera el florete de un esgrimista, rociando con gotas de sus efluvios la grupa del sirviente. El hijo de los marqueses ante semejante cuadro, no pudo más que relamerse los labios golosamente. «¡Qué pena que el coñito de Paca esté “enfermo”! ¡Con lo que hubiera gozado ella con su hombre”», pensó dejándose mecer por la lujuria y la locura que lo embargaban por igual.
Tras aquella especie de rito de apareamiento propio de las especies salvajes, Iago buscó la complicidad en los ojos de Paca. Con una mirada tan sumisa como libidinosa, le pidió permiso para dar la primera estocada de una faena que se preveía intensa.
Paca metida en su papel de dama exquisita, adoptó una postura solemne e irguió el cuello como si quisiera ganar la altura de la que carecía. Al igual que los emperadores en los circos romanos, hizo una señal con el pulgar bajado. Iago desconocía aquel gesto, pero como no vio ningún ápice de reprobación en su rostro, entendió como que contaba con su aprobación para dar libertad a sus más bajos instintos.

Sin apartar la mirada del Colgón colocándose detrás del trasero de su mayordomo, comenzó a hablarle a este de un modo tan afectado, que recordaba a las negaciones de Judas ante su Señor.
—Ahora, una vez la punzante masculinidad de mi hombre se aventure en tus entrañas, darás el primer paso y más importante para convertirte en una dama complaciente y sumisa a los caprichos de los hombres. Por la experiencia particular de Paca , Freddie, te puedo decir que tanto mayor es el dolor que alcanzas, más intenso será el placer que terminaras disfrutando. .
«Si tu desfloramiento es parecido al de mi amiga la Avispona. Primero rezaras para que deje de metértela, después suplicaras que no te la saque. Al principio creerás que es enorme lo que te está metiendo, más tarde lloraras para que ninguna fracción de su masculinidad se quede fuera.
«El único y mejor consejo que te puedo dar es que sepas regocijarte al máximo del momento. Si lo haces, tocaras la gloria con los dedos y cuando te la saque, te sentirás incompleta. Como si te faltara un pedazo en tus entrañas.
Las palabras de Paca intentaban serenar a su hombre de confianza, sin embargo tuvieron un efecto contrario. Federico no sentía ningún deseo carnal hacia el pescador, al contrario, el simple hecho de sentir su tacto le producía arcadas.
La idea de que tener un cipote dentro de su culo le pudiera producir algún tipo de placer, le pareció el mayor de los disparates que había escuchado salir de la boca de su amo. Lo que, con el historial de Paca, no era poco.
A él lo que le volvía loco era encular al hijo de los marqueses. Enterrar su polla en su agujerito hasta que, después de un lujurioso desenfreno, dejaba su leche calentita en sus esfínteres. Era de la firme opinión que, aunque le encantara montárselo con su jefe, su ano era un orificio solo de salida. Pero era obvio que Paca no tenía las mismas consideraciones con su trasero que él.

Intentó serenarse, dejar la mente en blanco para que lo que tuviera que pasar sucediera en cuanto antes. Sin poderlo evitar, la imagen de las enormes dimensiones del miembro viril de Iago se convirtió en el centro de sus pensamientos y el pánico terminó apoderándose de él. Un nerviosismo silencioso lo invadió y la sensación de ahogo fue in crescendo.
No obstante, había aceptado acometer aquel nefasto encargo de su señor y soportaría aquella vejación de la mejor manera posible. Aplicó rigurosamente los consejos que le dio, aspiro fuerte, retuvo el aire en el estómago e imploró a Dios para que aquel truco volviera a tener resultado. Gracias a aquella rudimentaria técnica, había conseguido albergar tres dedos en su recto, sin tener que ponerse a llorar como una débil damisela.
El pescador, como una madre que enseña la alpargata a su hijo en señal de aviso, paseó su polla por el corte de los glúteos y golpeo repetidamente sus nalgas con ella. Siempre que se follaba el culo de una mariconcilla, gustaba de jactarse de su virilidad y dejar patente quien era el macho allí.
Aquellos prolegómenos le encantaban a Paca y ser espectador de ello, lo excitó enormemente. Se llevó la mano a la entrepierna y buscó su escuchimizada polla bajo la falda de vuelo. Para su sorpresa, tenía una erección en toda regla. Satisfecho con su descubrimiento, se puso a tocarse por encima de las bragas.
Una vez terminó con su particular danza de apareamiento, Iago apuntó con la punta de su cipote al centro del rasurado ano. Estaba bastante pringoso por el montón de vaselina que el marquesito le había untado. Si a ello se le sumaba la que él se había extendido desde la punta hasta el final del tronco de su nabo, el resultado terminaba teniendo un efecto mucilaginoso.

En un primer momento el hecho de que estuviera tan viscoso fue un impedimento para conseguir su objetivo pues se resbalaba en demasía. Tuvo dificultades para evitar que se desviara de su camino en los dos primeros intentos. Sin embargo, si había algo que no le faltaba al pescador para aquellos menesteres era paciencia.
Haciendo gala de un ejemplar estoicismo, perseveró hasta que terminó convirtiendo la capacidad de escurrirse en una enorme ventaja. En la tercera tentativa, fue colocar su miembro viril en el camino exacto y la cabeza consiguió deslizarse como una bala hacia el interior.
Enterrar su verga en un conducto tan pequeño al principio le ocasionó un poco de dolor. Las paredes del recto comprimían el cuerpo extraño e intentaban expulsarlo. Pero llegado a aquel punto, Iago no estaba dispuesto a que algo así sucediera. Él se follaría aquel culo saliera el sol por donde fuera. Posó la palma de sus manos sobre la zona lumbar de Federico y, usando sus talones de punto de apoyo, comenzó a empujar sus caderas con ímpetu.
El mayordomo, como si un sexto sentido le avisara de que se avecinaba lo peor, tomó una buena bocanada de aire y la mantuvo en su tripa. De manera estúpida, cerró los ojos. No ver lo que acontecía a su alrededor iba a cambiar la vejación a la que estaba siendo sometido, ni la puñalada de carne que se clavaría en sus entrañas escocería menos.
De una sola estacada, Iago le introdujo casi la mitad de la polla. La mantuvo con fuerza dentro durante unos segundos, acercando su pelvis todo lo que podía para impedir que se saliera. Pese a que estaba casi atontado por el dolor, en la cabeza de Federico no paraba de repiquetear una pregunta «¿Para cuándo va a llegar ese placer que mencionó mi señor?¡Espero que no tarde mucho, porque me están entrando ganas de llorar! ».

El Colgón acostumbraba , cuando empezaba una cosa, a no dejarla a medias. En cuanto percibió que su cipote estaba bien acomodado en el estrecho ojete, volvió a tomar impulso, le dio un enérgico envite a sus caderas e introdujo otra buena porción de verga.
El sirviente hizo una mueca de dolor que, de no haberle puesto su señor la falda de su uniforme en la boca para que la mordiera, habría terminado en un quejido de dolor. Un grito que podría haber llegado a los oídos de los demás habitantes de la casa.
—No sufras mi reina —Le dijo en un tono melodramático —,pronto tu cuerpo se transformara y como si fueras una oruga que pasa a ser una hermosa mariposa, dejaras de ser una doncella ingenua y te convertirás en una zorra viciosa. ¡A Paca le pasó igual con los dos moriscos que la invitaron a dar su paso de niña a mujer! El primero no lo gozó demasiado, pero el segundo la llevó a las Antípodas del placer.
Iago tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse al escuchar el comentario de Paca. Que dos moros fueron los primeros que ler reventaran el culo y, nunca mejor dicho, lo pusieran mirando para la Meca, explicaba bastante la inquina que sus padres le tenía a la gente de aquella raza.
Por lo que, que para su polla no perdiera ni un ápice de vigor, volvió a recordarse que no estaba follándose una mariquita cualquiera. Estaba destrozándole el culo al estirado de Federico. Un criado de casa grande que se creía mejor que las personas con las que se había criado, un despreciable clasista que miraba a sus paisanos con altanería. ¡Que sabrosa estaba siendo su venganza!
¡Qué pena que no pudiera compartir nada de aquello a nadie! Con lo que gustaría fardar con sus vecinos en la taberna de su fechoría. Lo felicitarían por ello, como si hubiera cometido una gran hazaña y echarían unas risas al respecto. Pero si no quería que Aldara y sus hijos acabaran de la calle o, peor aún, ser llevado a la cárcel por vago y maleante, sus labios deberían permanecer sellados.

Al notar que su carajo se abría paso sin demasiada dificultad por los esfínteres de la “reina” griega. Siguió empujando con más fogosidad. Lo ejecutaba con tanta brutalidad que daba la impresión de que quisiera traspasarlo desde arriba abajo y sacarle el capullo por la boca.
Estaba completamente encabritado y se encontraba dispuesto a dar lo mejor de sí para disfrutar todo lo que pudiera del bautizo anal de Federico Tal como le había pedido Paca, sería un momento irrepetible para ambos. Aunque, como él conjeturaba, por muy distintos motivos.
Recordó que aquella mañana al coger las herramientas en su casa, lo hizo con cierto fastidio. Suponía que le tocaba echar otro monótono polvo con la Culona. ¡Las sorpresas que da la vida!
El placer que nublaba la mente de Iago, contrastaba con el dolor sin parangón que sufría su majestad Freddie. Las lágrimas resbalaban por su cara y, como si fuera una especie de panacea para su dolor, clavaba con más brío sus dientes en la áspera tela que seguía emanando un penetrante olor a naftalina.
«No hay mal que cien años dure», se dijo para consolarse, mientras el dolor que nacía en la parte baja de su espalda parecía apagar su raciocinio y lo llevaba casi al borde del desfallecimiento.
Paca estaba muy excitada al ver a su macho comportarse como una bestia con su “querida Freddie”. Pero tanta bravura por parte del Colgón le llevó a sospechar que su sirviente no estaba disfrutando todo lo que debía de la pérdida de su honra. Alargó su mano hacia su miembro viril y al encontrarlo dormido, constató lo que suponía. Como si proporcionándole un poco de placer pudiera mitigar el dolor, lo comenzó a masturbar con cierta desgana.

Federico no es que tuviera una polla pequeña, pero al lado de la del pelirrojo deslucía bastante. Paca había probado las dos y no cabía comparación alguna entre que se la clavara su mayordomo o el pescador. Aun así, mientras intentaba insuflar un poco de vida al pingajo fláccido, rememoró en las noches de soledad que habían compartido su pasión e insufló más brío a su mano.
Aunque lo consideraba una especie de mascota, un juguete con el que calmar sus deseos sexuales durante el tiempo que los pescadores faenaban en los caladeros de alta mar. No podía negar que le había cogido cierto cariño y no quería que sufriera más de lo necesario.
Supuso que si conseguía excitarlo, mitigaría con ello la punzada hiriente que se clavaba en sus entrañas se mitigaría. Por lo que, procedió a meneársela con el mismo frenesí que la pelvis de Iago chocaba contra sus glúteos.
A pesar del fuego helado que ardía en sus esfínteres, el mayordomo se sintió ilusionado por que su señor acariciara su churra. Pese a que lo estaba empujando a la peor de humillaciones, consideró que si tenía aquel gesto con él era porque le importaba. Al menos un poquito.
Intentó buscar la mirada del marquesito pero este, a pesar que acariciaba con cierto deseo su herramienta sexual, no reparó siquiera en él. Únicamente tenía ojos para el vigoroso pescador. que, encaramado a su grupa, movía sus caderas de forma circular y muy despacio. Sus leves movimientos solo perseguían un fin: que la polla no se saliera de su recto e ir introduciéndola, poco a poco, hasta que sus huevos consiguieran hacer de tope. Un objetivo que, si seguía perseverando , alcanzaría en breve.
—Freddie, te estás portando estupendamente —Le dijo de manera indulgente el marquesito sin cesar en su contundente masturbación —. Un miembro viril como el del Colgón, no lo soportan todas las damas y muchísimo menos en el momento de sus desfloración. Tal como yo suponía, no me has defraudado. Has demostrado ser toda una reina de la cabeza a los pies.

Aquellos halagos por parte de su jefe despertaron el ánimo del mayordomo que, durante unos segundos, se olvidó del duro estoque que se incrustaba en su recto y dejó de estar en tensión. El absurdo enamoramiento que sentía hacia el marquesito se apoderó de él y sus instintos más primarios tomaron el control de la situación. Sin poderlo remediar se excitó completamente y su polla dormida se despertó de su coma profundo.
Aquel breve momento de relax fue aprovechado por Iago que, al notar como su culo estaba más relajado, terminó de hincar su tranca hasta el fondo.
Un quejido seco escapó de los labios de su “helénica majestad” y, dada la cara de satisfacción del pelirrojo, Paca tuvo claro que el culo de su sirviente albergaba el enorme rabo en todo su esplendor.
Sabía lo doloroso que era tener aquel enorme trozo de carne desgarrándole las entrañas y se mostró misericordioso con Federico. Sacó a pasear la pizca de solidaridad para con sus semejantes que le tocaba en suerte aquel día, impregnó de más fuerza a su mano y comenzó a pajear con más brío a su empleado.
A pesar del incesante pinchazo en sus entrañas, el sodomizado sirviente estaba disfrutando de aquello. Él quería pensar que se debía a la gallarda que le estaban propinando y no al placer que le suponía tener la cabeza del hinchado cipote acariciando su próstata.
Iago, al ver que el estrecho boquete se había adaptado al grosor de su cipote, comenzó a mover las caderas con más potencia. Atrapó a su forzado amante por la cintura y se la encasquetó de nuevo hasta el final. En el momento que sus huevos hicieron de tope, comenzó a sacarla y a meterla con frenesí.
Paca, sin dejar de pajear a su sirviente, se subió la falda y se sacó la pollita de entre los encajes de las bragas. Su churrita era pequeña, delgada y estaba ladeada hacia delante. Aún en estado de erección no era mayor que el dedo meñique del pescador.

En muy raras ocasiones el marquesito se masturbaba en presencia de sus amantes. De hecho era la primera vez que el Colgón veía el pingajo que tenía entre medio de las piernas. Estaba muy acomplejado pues, accidentalmente, había perdido un huevo en su juventud. Sin embargo, ver cómo le reventaban el ojete a su hombre de confianza lo tenía enormemente excitado y no pudo reprimir las ganas.
En un momento determinado, Iago sacó la verga del ojete y se quedó contemplando el enrojecido agujero durante unos segundos. Aunque no era mucho de hablar mientras follaba. No pudo reprimir una exclamación:
—¡Carallo, Fede, se te ha puesto el cu como una moneda de diez reales!
Sin esperar a la reacción de sus acompañantes se la volvió a meter de golpe. En esta ocasión resbaló hasta el final sin ningún impedimento.
La imagen del robusto pelirrojo cabalgando a su mayordomo era inspiración suficiente para que Paca siguiera meneándosela, al tiempo que hacía lo mismo a Federico.
Iago se sentía en el séptimo cielo. Con Roxelio, su compañero de camarote, debía ser comedido y evitar hacerle demasiado daño. Sobre todo porque al día siguiente le tocaba hacer de pasivo y le asustaba un poco que se pudiera vengar. Sin embargo, con aquel tipo que le caía tan bien como una patada en los cojones, no tenía que reprimirse y sus arremetidas eran cada vez más vigorosas.
No sentía empatía alguna por aquel tipo, si se llevaba un mes sin poder sentarse le traía sin cuidado. Lo que único le preocupaba era el cumulo de sensaciones satisfactorias que lo recorrían de la cabeza a los pies.

Sacar e introducir su carajo de aquel agujero estrecho estaba siendo una de las mejores experiencias sexuales que había tenido. El mayordomo tenía un culo duro que nada tenía que envidiar a los machos que se había beneficiado en alta mar. Pero con el añadido que se podía permitir tratarlo como a las mariconas a las que se follaba en tierra firme.
Para su sorpresa su “majestad griega” comenzó a gemir compulsivamente. Por lo que concluyó que se estaba corriendo con su polla clavada hasta el fondo. Ciego de lujuria sigo moviendo sus caderas de un modo más enérgico, en busca de su más que merecido orgasmo.
En el instante que más emocionado estaba la voz estridente de Paca le cortó el placer de golpe:
—No, no puedes embarazarla. Ella no podrá tener un hijo tuyo antes que yo —Mientras decía esto se agachaba ante él.
No hubo que mediar palabra alguna para saber dónde debería correrse.
Se la sacó a Federico y, poniéndose de pie en el diván, se la meneó de manera estrepitosa. Unos segundos más tarde varios trallazos fueron a parar a la boca del marquesito que los devoró como mana caído del cielo.
Mientras saboreaba la rica leche del pescador, imaginó alguna de las muchas veces que aquel delicioso esperma había terminado en sus esfínteres. Dejando volar su mente entre los recuerdos, llegó al paroxismo y derramo unas gotas de esperma sobre la alfombra.

Continuará en : El momento del café.
Excelente y excitante historia, muy bien escrita. No la dejes caer.
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Muchas gracias.
La semana que viene publicaré la continuación.
Espero que te guste.
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