¡Pajaritos por aquí!

21/08/12 (00:00 aprox.)

—¡Anda,  Cari, no te mosquees conmigo!  Mi hermano Rijcardo está otra vez con la depre y me dijo de salir a tomar unas copas…No le podía decir que no.  Y ya sabes cómo se pone de pesao, es capaz de enrear a Dios y su padre. Al final, charla que te charla, bebe que te bebe, se me fue el santo al cielo y se me olvidó llamarte.

—Sí, sí… No me imagino el esfuerzo tan enorme que tuviste qu hacer para acompañarlo.

—Mujer, lo que se dice esfuerzo, esfuerzo no mucho… Pero preferible que se emborrache conmigo a que lo haga con algunos de sus amiguitos.

—Ahí llevas razón —El tono de Eva  es reconciliador por un momento, pero como si tuviera que demostrarme lo enfadada que está, vuelve a cargar de furia sus palabras y hasta alza un poquito la voz—, pero  aunque estuvieras con tu hermano, podrías haberte tomado el trabajo de mirar el móvil, ¡que debías de tener por lo menos seis llamadas perdidas!

—Ya te he dicho mi amor  que se me quedó sin batería. ¡Lo siento! ¡Lo siento!

La verdad es que le estoy metiendo una trola de cojones, ni he estado con mi hermano ni na, lo que pasa es que decirle que me he estado emborrachando con el bala perdia de Rijcardo, es  bastante menos “heavy” que decirle lo que ha ocurrido en realidad. Como diría mi hermano con su dislexia galopante para los refranes: “Ojos que no siente, corazón que no ve”. 

Se queda callada y no dice nada ante mis ruegos, si algo conozco de la mujer que amo es que cuando se calla es porque está demasiado dolida. La trastada que me cargao esta tarde-noche, pasando de ella y de la niña, le ha debido de sentar de regular patras. Así que, como el buen calzonazos que soy, me bajo los pantalones y, haciendo uso de mi voz más zalamera y pelotillera, intento apagar su encendido enfado de la manera que mejor se me da.   

—¡Anda, Cari, no seas asín conmigo y  perdóname!

—Ni soy asín, ni asaó contigo. Pues no soy yo quien te tiene que perdonar, es tu hija. La muy inocente se ha llevado toda el paseo preguntando cuando iba a poder hablar con su papi… ¡Y su puñetero papi con el móvil apagado! 

—… Sin batería…—Adorno mis palabras con una sonrisa, como si con ello pudiera apagar el enorme mosqueo de mi parienta.

—Lo mismo da. Sabiendo que estamos fuera, deberías comprobar  el estado de la batería de vez en cuando. Imagínate que a la niña o a tu madre le hubiera pasado algo, ¿cómo puñetas me pongo en contacto contigo?

—Llevas razón, lo siento mucho. Soy un irresponsable que solo usa la cabeza para ponerse la gorra…

—Y no usas gorra —Apostilla Eva con cierta sorna.

—Entonces,  la mujer más guapa del mundo no está enfadada conmigo.

No la estoy viendo, pero me imagino su reacción. El silencio que se hace ahora no corresponde a que se esté enfurruñando más, de ser así no se estaría dejando engatusar y ya me habría mandado al carajo dos veces (por falta de una).¡Si conoceré yo a “la fiera de mi niña” cuando se pone de uñas!

—¡Anda, Cari, no te cabrees conmigo!,  que si no, no voy a poder pegar ojo en toda  noche y mañana tengo  que estar fresco, que Daniel está de vacaciones  y tengo bastante faena en el taller.

—Sí a mí me da igual que te vayas de cervecitas con tu hermano, el pobre necesita de vez en cuando que alguien le haga caso, porque  bastante joio ha estado el hombre. Desde que el zorrón de Lola lo dejó en la estacada cuando las cosas le empezaron a ir mal, está que no da pie con bola. Si encima su familia, cuando la necesita, le da de lao, entonces apaga y vámonos.

—Si yo sé que tú lo entiendes…

—Pero es que la chiquitina estaba muy tristona.

—Mañana nada más que se levante me llamas y hacemos una video llamada,  verás qué contenta se pone.

—¿Y no vas a tener el móvil apagado?

—Palabrita del niño Jesús que no, lo voy a dejar cargando toda la noche.

—Esperemos que no… porque entonces tus buenas palabritas no te van a servir de nada conmigo.

—¿Quién te quiere a ti?

Al principio no dice nada, como si intentara hacerse la dura. Así que la dejo que se haga de querer y vuelvo a insistir con la pregunta.

—¿Quién te quiere a ti como a nadie en el mundo?

—Tú…pero bien poco que lo demuestras.

—¿Por qué me he quedado sin batería el móvil…? Puedo ser despistao, pero algo que nunca se me olvida es lo mucho que te quiero. Eres lo mejor que me ha pasado…

—Mucha palabra menua es lo que tú tienes.

—Pues será lo único menuo que tengo, porque hay cosas que las tengo muy gorda.

—¡Descarao eres!

—Sí sé que te gusta estas cositas que te digo…

—¡Tustas loco! —Me dice riéndose.

—Completamente y por ti. Te lo voy a demostrar el fin de semana cuando vaya para allá.

—Eso será si yo quiero, que últimamente tienes menos detalles que un Seat Panda.

—Ya haré yo lo posible por convencerte.

—Pues te va costar mucho trabajo, ¡que lo sepas!

—No hay trabajo duro, si la recompensa lo merece.

Cinco minutos más tardes de pedir perdón de mil y una manera distintas, cuelgo con la promesa de que cuando vaya a la playa la voy a hacer la mujer más dichosa del mundo. Voy a poner a cargar el móvil y mañana procuraré tenerlo a mano en todo momento, que la “comandante en jefe” me pasa una, no dos. 

Tengo más hambre que el perro de un ciego (que le daba de comer cuando lo veía), así que me pongo a prepararme algo de cenar. La  Debo y el mexicano mucho cubata y mucho follar, pero no han sacado ni unas míseras patatas fritas. Esta gente del cine con el rollo de que la pantalla engorda siete kilos, lo de comer, me parece que lo dejan siempre para más tarde.

Mientras me preparo una tortilla francesa y me frío unas cuantas croquetitas de puchero congeladas que me dejó la parienta, no puedo quitarme de la cabeza todo lo que ha sucedido en el día de hoy. Un día que va a pasar a la historia de mi vida por ser en el que más polvos he echado y de forma más variada. ¡Hasta los huevos me duelen de las veces que me he terminado corriendo!

Todo empezó, como quien no quiere la cosa, la noche anterior, con un puto sueño que era propio de una película subtitulada. Lo que ocurrió en él,  me tiene todavía con las patas colgando. Se trataba de  un trio con el maestrito y otro tío al que yo no conocía de nada, seguramente se lo inventó la parte perversa de mi subconsciente. Se llamaba Ramón, era policía y tenía un pollón de tres pares de cojones. Tamaño XXL, por lo menos.

Aunque sé que era más mentira que  todo lo que sale el Gran Hermano ese de la tele,  he de admitir que fue de lo más cachondo y me lo pase de muerte.  Recuerdo que después de follarnos como descosidos a Mariano por turno, dejé que el poli me la metiera y todo. Fue tal el calentón que cogí que, nada más levantarme, me tuve que hacer un buen pajote, pues el calvo cabezón no se me bajaba ni a la de diez. ¡Ni con una ducha fría!

No obstante, mis aventuras en “Follalandia”    únicamente habían empezado, pues el día me tenía un montón de sorpresas preparadas.  Al salir del banco, con un cabreo de mil pares de cojones porque el directorcito de la sucursal me estaba vacilando con lo del préstamo, me encontré con Debo, mi primera novia, la tía con la que me inicié en las prácticas sexuales.  

Hacia la friolera de quince años que no la veía, desde que se tuvo que ir del pueblo por culpa de lo que pasó con la Vane y ella en un local que teníamos alquilado la peña para las fiestas de Navidad. Estuvo de puta madre, pero todos los actos tienen consecuencia y montar una orgia con los colegas no iba a ser menos.

La tía se portó de puta madre con Antonio, Fernando y conmigo, jurando y perjurando a todo el que le preguntaba que no había ocurrido nada, que todo  había sido un invento de su amiga. Sin embargo, los tres demostramos ser unos verdaderos cabrones egoístas y, con tal de salvar el culo, cuando la castigaron a vivir con su tía en Sevilla, pasamos de ella como de las mierdas.

Si hubiéramos practicado para fastidiarla, no nos hubiera salido mejor.  No sé, con lo hijo puta que fui con ella, como se atreve a mirarme a la cara siquiera. Lo mismo es porque eso es lo que tienen las buenas personas que aprenden a no ser rencorosas y saben perdonar.

Habla que te habla, nos dejamos llevar por la nostalgia y como quien no quiere la cosa, terminamos echando un soberano polvo en el taller. En el post polvo, y con la confianza que da el haber estado dentro de ella unos minutos antes, le hablé de mis problemas financieros y, lo que en principio fue un simple desahogo, resultó ser la solución para mi falta de liquidez. Me dijo que su marido, que era un productor cinematográfico de bastante prestigio, me podía dejar el dinero que precisaba para mi negocio, lo que ignoraba es que la proposición tenía trampa.

¿Qué iba a saber yo del tipo de cine al que se dedicaba el mexicanito era al de las películas guarras? ¿Qué iba a saber yo que no era un préstamo lo que me ofrecían, sino que el dinero me lo iban a dar por trabajar como actor en una escena? ¿Qué iba a saber yo que el marido, como los vagones de los trenes, enganchaba tanto por delante como por detrás?

Una vez  me jilbané al matrimonio al completo, llegó el momento de la charlita y el cigarrito. Y como resultó que ninguno de los tres fumábamos,  mi amiga de la juventud aprovechó para darle a la sinhueso cosa fina.

Por lo que pude deducir,   la Debo quedó bastante traumatizada con lo del tema de la orgia y una loquera de prestigio le había dicho que la única forma de superar sus problemas depresivos pasaban por dirigir ella misma una película con lo que sucedió aquella noche.

La forma tan pijipilona  que tuvo de contármelo,  me sonó a que  todo era un cuento chino para sacarle más pasta, pero tampoco es que yo sea una eminencia en terapias y esos rollos psicológicos.  Lo más parecido a un libro de medicina que he tenido en las manos, fue la vez que leí el prospecto de las pastillas para la fiebre de mi Evita.

Estaba claro que la extraña pareja no compartían mi desconfianza sobre  el tratamiento que su terapeuta, pues  habían venido a Sevilla con la intención de contactar con el trio original masculino. Querían que nosotros fuéramos  los protagonistas, por aquello de hacer la vivencia más auténtica para la directora y el choque emocional más intenso.  Según me contaron, habían optado porque a la Vane y a la Debo la interpretarían dos actrices porno.

Antonio fue el primero en decir que sí a follar por dinero delante de una cámara, Fernando le atizó una hostia a Eduardo y yo, que fui el último  en pasar el  estrambótico casting, también accedí a su propuesta. Lo mala que es la necesidad. Aunque he de reconocer que tiene su morbo que te paguen por hacer lo que más te gusta.

Aunque tuve mis dudas, por aquello de que Eva se pudiera enterar de la movida. Internet no tiene puertas y cualquiera puede tener  acceso a todo lo que se cuelga en la red, en el momento que me dijeron que íbamos a llevar unas mascaras con las que seríamos irreconocibles, les dije que podían contar conmigo.

Lo peor de todo es que no me veo yo mucho porte atlético, ni un cipote a lo Nacho Vidal y no sé, aparte de la utilidad terapéutica que pueda tener para mi ex, si el mexicanito le va a sacar algún partido económico a la peli.

Muy buena tienen que estar las dos gachis a las que nos tenemos que cepillar para que alguien pague por verla. Aunque de todo hay en la viña del Señor y como decía mi abuela siempre hay un roto para descocido. Seguro que hay por ahí gente que le ponen los tíos con un físico mitad vecino de al lado, mitad tu primo del pueblo como tengo yo.

Lo cierto y verdad es que me preocupa un poco por donde pueda terminar saliendo todo este tema, pero es que estoy entre la espada y la pared. Está claro que los bancos, con lo tiquismiquis que se han puesto a la hora de dar créditos, no me van a dar el préstamo ni a la de diez.

 Un pringao autónomo como yo, por mucho que en la tele a los políticos se les llene la boca alabando a los emprendedores y tal, no les supone mucha garantía.  Sin el dinero, lo más probable que tenga que pegar el cerrojazo, lo que sería una pena pues la cosa no me va mal y con el pequeño empujón de los seis mil euros el negocio saldría adelante sin problemas.

Sin el taller, sería otro en la interminable lista del paro de este puñetero país y con muy pocas posibilidades de llevar un sueldo digno a casa. Lo que no me deja otra opción que poner la churra al servicio de la industria cinematográfica y afrontar las consecuencias.

Si no estuviera casado, si no tuviera una mujer y una niña que dependieran económicamente de mí, sabe bien Dios que no me metería en estos berenjenales. He de admitir que Eva tiene el cielo ganado por todo lo que me aguanta. ¡Y eso que no conoce de la misa la media y de la única trastada que se ha enterado ha sido la de la Debo y la Vane!

Si supieras las que han venido después, se iban a escuchar las voces en la Conchinchina, porque muy buena y muy santa, pero tiene más carácter que un regimiento de marina.  Menos mal que he sido discreto, o he tenido suerte. Porque de lo del Pajarito no se enteró de pura chamba, porque con que hubiera sumado dos y dos le hubieran salido las cuentas del tirón.  

Abril de 1998

Habían pasado casi cuatro meses desde el escándalo de la Vane y la Debo, pero todavía en el pueblo se seguía comentando como algo que hubiera sucedido unos pocos días antes.  Raro era el día que alguien no inventaba un nuevo rumor que, visto como progresaba la Vane con su curriculum sexual, se volvía de lo más creíble.

La suerte que teníamos los participantes masculinos, en una sociedad machista como las que nos tocó vivir, era que se nos juzgaba con menos severidad. Como si las únicas culpables por lo sucedido en aquella noche fueran las dos muchachas y que nosotros, como buenos machotes, únicamente habíamos sucumbido a la debilidad de la carne.

Es lo que tiene vivir en un pueblo donde nunca pasa nada como Los Palacios y Villafranca. La gente está muy aburrida y por aquella época, aparte de comentar que el   nuevo disco de Los Chanclas era mejor o peor que el anterior,  si el Betis iba a quedar por encima del Sevilla en la liga, de lo único que se podía conversar en el pueblo era de que si aquel año llovería bastante para tener una buena cosecha de tomates.

No tener vida particular, empuja a ciertos individuos a querer creer que los demás deban vivir la suya según su criterio propio. Una costumbre muy propia de la Andalucía profunda que me vio nacer y que sigo sufriendo cada día. Pues amparándose en costumbres y catecismos rancios, algunos  de mis vecinos intentan imponer su filosofía de vida al resto, como si el libre albedrio y la libertad fueran conceptos desconocidos para ellos. 

En su momento, supuse  que la juventud de hoy en día había dejado de meterse en las vidas ajenas, pero  no podía estar más equivocado. Simplemente habían trasladado los bártulos. Ahora en vez de hacerlo en la plaza del pueblo o en un bar, utilizan las redes sociales. Un mundo que, las pocas veces que he entrado, me ha parecido de lo más falso. Un lugar donde todo el mundo se levanta de maravilla y estupendo. El postureo  llevado a sus máximas consecuencias.

Creo que es mucho mejor conocer en vivo y en directo  al tipo o tipa que  está despotricando de ti, que un puto avatar del que algunas veces no conocemos  ni donde está ubicada la IP.

A veces me da por pensar de que si lo que ocurrió en mi juventud, hubiera sucedido hoy. Seguro que habría un video rodando por ahí,  acabando de golpe y porrazo con el derecho a  la intimidad de todos los que participamos en ella.

Fue sin imágenes y la gente no dejó de remover el asunto un día sí y otro también. Algo que para lo  único que sirvió fue  para que los presuntos implicados en el tema tuviéramos que seguir disculpándonos y perjurando que todo lo que se decía  eran solo mentiras.

Si una educación religiosa y unos padres muy estrictos con lo referente al sexo fuera del matrimonio, habían hecho  una chica retraída, de la que en el futuro iba a ser mi mujer. Una persona que reprimía tantos sus instintos que le daba un nuevo sentido a la palabra puritanismo. Cada vez que el cotilleo surgía en los mentideros del pueblo, los besos y las caricias se convertían en terreno prohibido en nuestra relación, con lo que mis pequeños y escasos desahogos sexuales con Eva se convertían en algo completamente imposibles.

Ni que decir queda que yo, con dieciocho años y con las hormonas bailando a todas horas el chachachá, si no quería que la leche se me terminara saliendo por las orejas, me la tenía que menear más que los monos del parque.  Con lo que tenía el nabo de tanto parribapabajo, más gastado que el mando de la Nintendo.

Aquella primavera tenía la sangre más alterada de lo normal. Ignoro si se debía a que  me había pegado ya mis primeros desahogos y estaba loco por repetir, o era  porque mi novia me tenía cortito de pienso. El caso es que estaba más salido que el pico de la plancha y  los exámenes finales estaban  a la vuelta de la esquina. Por lo que todo el tiempo que le dedicaba a tocar furtivamente  la corneta se lo quitaba a estudiar y no era poco.

Tenía mi vida dividida entre la obligación, el cariño y la necesidad fisiológica… Y lo único que me dejaba a gusto era una buena gallarda mañanera, después de comer, por la tarde… ¡A todas horas! Había pasado de masturbarme por gusto, a hacerlo por puro vicio.

A mis problemas sentimentales y a la adicción de mi entrepierna había que sumarle la asignatura de “Empresa e iniciativa emprendedora” en la que, como la inmesa mayoría de la clase, no daba píe con bola. El rendimiento del conjunto de la clase era tan nefasto que el profesor, con la única intención de no cargarse a todo quisqui en junio, puso un trabajo que subirían entre uno y dos puntos en la prueba final a todo aquel que lo presentara.

No obstante, no nos estaba regalando nada y simplemente estaba primando el esfuerzo más que el rendimiento en un examen. La tarea que nos habían encargado no daba la impresión de que fuera sencilla de realizar.  Debido a lo laboriosa y voluminosa que era, debíamos hacerla por grupo de tres.

Tenía claro que uno de mis compañeros de equipo sería Daniel,  con el que ya por entonces  en el Instituto era inseparable, pero nos hacía falta un tercero. Para ello escogimos a Agapito, el tío más empollón de la clase, pues sin su ayuda no íbamos aprobar, ¡ni de coña!  

Agapito Ayala era hijo de uno de los terratenientes de la zona. Era un par de años mayor que el resto de la clase. Estaba haciendo mecánica porque había repetido dos veces segundo de BUP y sus padres, en un intento último de que el chaval tuviera unos estudios, consideraron la posibilidad de que, al menos,  aprendiera un oficio.

No sé si porque aquello de la grasa y los motores le gustaba más o porque lo vio como una última oportunidad para labrarse un futuro sin depender de su padre, el caso es que el tío se aplicó. Se puso a trabajar duro y su expediente consiguió ser el mejor de todo el curso, por no decir de todo el Instituto.

Que sacara buenas notas y que demostrara un día sí y otro también que era más inteligente que el resto, no hizo que fuera más popular entre el alumnado, al contrario.  Si nada más conocerlo, las envidias por ser hijo de uno de los riquitos del pueblo, consiguió que la mitad de la clase hablara de él a sus espaldas, cuando vieron su rendimiento académico, tras el sambenito de empollón, le motejaron el apodo de Pajarito.

La verdad es que el nombre le venía a huevo. Agapito, a sus veinte años, mediría uno ochenta largo, era muy delgado, de extremidades largas, pies grandes y un poco desgarbado.  Si a eso se le sumaba una cara alargada, un pelo rizado rubio de niño repelente y  una  más que prominente nariz. Su parecido con una cigüeña de dibujos animados era más que palpable. 

Y como el tío, a pesar de ser  dos años mayor que la mayoría  de sus compañeros, estaba más verde que una lechuga y era más inocente que una espuerta de gatitos. El sentido cruel que tenía de  lo de llamarle el pajarito, en vez del cigüeña, era simplemente para recordar  lo pequeñito que era. Que a pesar de sus logros académicos y la fortuna familiar,   se le podía ningunear por sus rarezas.

Como casi toda la clase lo trataba como un apestado y se relacionaba poco con él, cuando le propusimos hacer el trabajo con nosotros, no puso pega ninguna, al contrario, se mostró muy contento y ofreció su casa para ello. Tuve la sensación de que aquel chaval estaba tan solo que una débil muestra de amistad como proponerle hacer un trabajo conseguía alegrarle el día.  A  pesar de que supiera que dicho ofrecimiento era para aprovecharse de sus conocimientos.

Que fuera rarito, no quitaba que fuera un fantasma que aprovechara cualquier oportunidad para recordarte que tus padres eran unos curritos y estabas muchos escalones por debajo de su nivel económico. Lo primero que nos contó es que su padre le había comprado un ordenador con procesador de texto, impresora y conexión a Internet, lo que nos facilitaría enormemente la tarea. Artefactos que, aunque hoy en día nos puedan parecer obsoletos, era la tecnología punta de la época y, sus precios prohibitivos, no  estaban al alcance de cualquier hijo de vecino.  

Dado que teníamos solo tres semanas para presentarlo, nos sugirió reunirnos  aquel mismo día después de comer. La idea no era otra que  poder hacer un croquis sobre los temas que trataríamos y la forma en que lo desarrollaríamos. Dado que Daniel y yo queríamos el aprobado como fuera, le dijimos que sí, aunque trastocó todos nuestros planes para aquella tarde.

La casa del Pajarito se encontraba a las afueras del pueblo, en los limítrofes de la finca familiar, por lo que nos tuvimos que coger la bicicleta. Ni  mi colega ni yo teníamos motocicleta por aquel entonces.  

Al llegar, nos encontramos a nuestro compañero de trabajo esperándonos en la puerta.

—¿Es buena hora? —Le pregunté, mientras  aparcaba la bicicleta en unos árboles que había a la izquierda de la vivienda.

—Sí, lo que pasa es que tenía mis dudas de que supierais llegar. 

—La verdad es que está muy lejos —Se quejó levemente Daniel.

—Sí, donde Cristo perdió la gorra y no se volvió pa buscarla —Añadí yo, intentando meter algo de guasa al momento.  

El Pajarito no le hizo demasiado chiste nuestras críticas, por lo que se limitó a apretar los dientes y forzar una sonrisa. ¡Qué malaje tenía el chaval!, le rebozaba por los cuatro costaos.

Tras hacernos pasar al interior, Agapito nos dijo con cierto misterio que estábamos solos en la casa. Sus padres estaban en Jerez y los trabajadores habían concluido su jornada, por lo que nadie nos molestaría.

En un principio, no le di mucha importancia y pensé que nos lo contaba porque trabajaríamos más cómodos. Sin embargo, si la tenía.  Porque si algo tengo claro es que todo lo que sucedió aquella tarde fue muy premeditado por su parte y nada fue dejado al azar.  

No me creo que alguien tan inteligente y con la cabeza tan bien puesta, no planificara al milímetro la pequeña trampa que nos tenía preparado a Dani y a mí. Aunque en un principio, por cómo se terciaron las cosas,  su presa terminara siendo solo yo.

Fue estar unos minutos al lado de Agapito  y nos dimos cuenta de los motivos de porque él sacaba unas notas tan estupendas y nosotros no. El tío, mientras nosotros nos trasladábamos de nuestra casa a la suya,  había preparado el guion del trabajo, había buscado la bibliografía y prácticamente había redactado el primer capítulo.  

No sé la cara de idiota que se nos tuvo que poner cuando vimos lo adelantada que tenía la tarea, pero debió ser muy palpable. A partir de aquel momento el Pajarito nos trató como si fueranos unos gaznápiros, erigiéndose él como jefe de aquel proyecto y tratándonos como unos meros subalternos que no tenían ni voz ni voto.   

A decir verdad, tanto a Daniel como a mí nos la traía floja y pendulona quién dirigiera aquello, a nosotros lo que nos interesaba era aprobar y tener el título en junio. Cosa que, con aquella lumbrera ayudándonos, podía dejar de ser un imposible.  

La asignatura era una “Maria dura”. La materia que trataba no era importante a la hora de ejercer el oficio de mecánico, pero era bastante complicada de asimilar. Por lo que, lo del trabajo en equipo, la única finalidad que tenía era dejar el máximo de alumnos con el expediente limpio en junio.

Si al afán de protagonismo de Agapito, supongo por estar harto de ser un cero a la izquierda, le sumábamos que ni mi colega ni yo no teníamos ni pajolera idea del temario, la primera media hora de la reunión se convirtió en una especie de clase magistral, en la que el Pajarito opinaba y nosotros nos limitábamos a asentir como burros.

Abrumado por tanto tecnicismo, Daniel y yo empezamos a poner cara de aburridos. Ni nos gustaba la asignatura, ni teníamos ningún interés en aprenderla. Si estábamos allí es porque sabíamos que debíamos aprobarla, sí o sí.

No obstante, el empollón no tenía de un tonto un pelo y tampoco estaba dispuesto a hacer el primo, así que metiéndose aún más en su papel de mandamás, comenzó a distribuir las tareas. Tareas que él se encargaría de supervisar, para que todo saliera con la perfección que exigía el sobresaliente que Agapito esperaba obtener.

A mí me mandó investigar sobre los estudios de mercado de una serie de productos relacionados con nuestro oficio y Daniel tuvo que preparar un organigrama de una empresa ficticia, de la que previamente él había diseñado las actividades en las que estaba implicado y los protocolos a seguir para todas ellas.

No había pasado ni quince minutos y empezó a preguntarnos que como lo llevábamos. Mi colega, a quien Agapito había dejado su ordenador, encontró en Internet un organigrama empresarial y lo estaba copiando adaptándolo a las necesidades del trabajo. Yo por mi parte, me tuve que contentar con medios más convencionales y me encargué de buscar en unos libros de consulta algo sobre la tarea que me tocaba. Como iba bastante lento, el Pajarito se ofreció a ayudarme.

La mesa en la que estábamos era bastante grande y cabían dos personas por testero, me pidió que me echará un poco hacia el lado para ponerse junto a mí. He de reconocer que no me pareció sospechoso de nada, simplemente me resultó  un poco incómodo el modo que tuvo de invadir mi espacio vital.

Hacía calor  y minutos antes, dale que te pego a la puta bicicleta había sudado como un cerdo, por lo que supuse que mi olor corporal no sería muy bueno. Estuve tentado de soltarle una guasa  de las mías, tipo «Si te gusta el aroma de tigre, en mi casa tengo dos o tres botes y te puedo regalar uno». Pero visto el escaso sentido del humor que se gastaba el muchachito, opté por guardarme la gracia dónde dijimos.

En un primer momento, lo único que hizo fue pegarse en plan lapa, aproximando una jarta su cuerpo al mío. Inocente de mí, no vi ningún tipo de mariconeo en su comportamiento. Ni cuando puso su rodilla junto a la mía, ni cuando puso la primera vez la mano en mi pierna.

En mi ingenuidad lo veía natural y no intuía nada sospechoso en tanto acercamiento. No sé si por ignorancia o por perjuicios sociales, la imagen que tenía de los maricones era de  gente amanerada que  se empeñaban en comportarse como mujeres. Agapito, por muy rarito que fuera, no tenía ninguna de las características que se le atribuían a los viandantes de la acera de enfrente.

Sin embargo, cuando posó su mano sobre mi muslo y, por mucho que se centrará en explicarme los aspectos que valoraría principalmente el profesor del trabajo, mis hormonas me comenzaron a jugar una mala pasada.

Era más que obvio que, aunque no era feo del todo, no sentía ninguna atracción por aquel chaval larguirucho. Sin embargo, fue sentir el calor de su mano temblorosa cerca de mi entrepierna y el  el calvo cabezón aumento de tamaño.

Después de lo de Antonio, ciertos prejuicios habían desaparecido de mi cabeza y no consideraba nada malo que un tío me la tocara. No eran cosas de maricas, sino un desahogo entre colegas.

No entendía muy bien por qué, pero me daba un montón de morbo que aquel chaval rozara con sus dedos mi pierna. Tanto que en unos segundos me había puesto completamente “homo erectus”.

La única explicación que veía a todo aquello es que estaba tremendamente   fartito  de sexo. Por lo que cualquier estímulo externo era suficiente para que me empalmara. En aquel momento, hubiera dado igual que quien me estuviera tocando de aquella manera fuera Agapito o una de las Tortugas Ninja, el resultado hubiera sido el mismo: ponerme burro, burrísimo.  

El pajarito miró de reojo a Daniel, quien seguía absorto en los datos que estaba sacando para el trabajo y no se había percatado de nada de lo que sucedía por debajo de la mesa. A continuación puso cara de niño que se ha comido la caja de galletas y me dio a entender que  podíamos seguir como si tal cosa, que no había ningún tipo de problema.

La situación era de lo más surrealista. Aquel muchacho seguía con la mano puesta sobre mi pierna a escasos centímetros de mi cabezón, pero sin tocarlo y yo cada vez tenía el pulso más acelerado. No estábamos haciendo nada, pero me tenía más caliente que una piedra al sol.

Tuve la sensación de que, a pesar de lo explicito que era el lenguaje no verbal, actuaba con cierta timidez,  como si en cualquier momento yo le fuera a partir los “leños” por propasarse. Miré a mi colega, comprobé que seguía con  la cabeza metida en la pantalla del ordenador, cogí la mano de Agapito y, con total desparpajo,  se la puse sobre el bulto de mi bragueta.

Pa media salud ninguna. ¿Te gusta?

—Sí —Asintió con un hilillo de voz que parecía que la lengua se la hubiese comido el gato.

Sus dedos atraparon mis huevos y sentí un cosquilleo que me recorría la espalda. En aquel momento no  tenía muy claro  que pretendía el Pajarito con todo aquello, si era parguela o simplemente lo de ir cogiéndole el nastro por ahí a la gente era una rareza más de las suyas. Lo que si tenía claro es que no estaba nada mal que, para variar, fuera otra mano la que te tocara la polla e, inevitablemente, me acorde del cipote de mi amigo Antonio, lo que propició que se me pusiera  más dura que el cemento armado.   

Sin temor a ser exagerado, cuando su puño envolvió mi paquete y lo apretujó suavemente entre él, noté  que me subía por la espalda como una descarga eléctrica. Fue tan brutal, que tuve que apretar los dientes para que no se me escapara un suspiro que le chivateara a Daniel el buen trabajo que la mano del Pajarito estaba haciendo en mi entrepierna.

Me entraron unas ganas locas de sacarme el calvo cabezón y que me hiciera una paja. Si no hubiera sido por  Daniel que era muy  suyo  para algunas cosas, lo hubiera hecho. Pero como no tenía ni zorra de si mi colega iba reaccionar bien o mal,  decidí no jugármela.

Aunque sabía que si lo descubría, no iba ir con el cuento a nadie, podía sentarle mal y cabrearse conmigo. Como lo  último que necesitaba en aquel momento es que mi mejor amigo me retirara la palabra por dejar que un tío me hiciera un buen pajote, mantuve al calvito en su cárcel y esperé a ver el siguiente movimiento del Pajarito.  

Lo miré de refilón esperando algún gesto esclarecedor de lo que pretendía, pero seguía actuando como si nada. Por su forma de comportarse,  me pareció entender que no le importaba que mi colega se uniera a la fiesta. Sin embargo, ni yo tenía claro que estaba haciendo, ni por qué carajo lo hacía, así que opté por mantener aquel toqueteo como algo secreto entre los dos y dejar a Daniel que prosiguiera con la cara pegada a la pantalla.  

Dado que si seguía dale que te pego, mi amigo iba a terminar dándose cuenta, le quite la mano.

—¿No quieres? —Susurró.

—Sí, pero no delante de él.

No sé qué coño pasó por la cabeza de aquel tío, el caso es que, tal como si no hubiera pasado nada entre nosotros, siguió ayudándome a localizar datos sobre los estudios de mercado. Eso sí, un poquito más despegado de mí para no despertar ningún tipo de suspicacias en el tercer miembro del equipo.

Su forma de actuar tan correcta, hasta me dio un poco de cosa. Yo tenía los nervios a flor de piel por el riesgo que acababa de correr y  él se comportaba  como si hubiera hecho algo tan habitual como lavarse los dientes.

Me tenía tan perplejo que era incapaz de prestar atención a nada de lo me estaba explicando,  todo me entraba por un oído y me salía por el otro con una pasmosa facilidad.

Un cuarto de hora después, casi por sorpresa, volvió a colocar la palma de su mano sobre mi bragueta y, una vez la vio crecer, me dijo en voz muy bajita: 

—¿Cómo lo hacemos para despistar a este?

—No sé, los dos hemos venido en bici.

—Y si no queremos que sospeche, no le podemos decir que se vaya, así como así.

Me quedé pensativo unos segundos, estaba loco por soltar toda la leche, pero, como iba a ser un tío el que me la iba a sacar, me daba un poco de cosita que Daniel se oliera la tostá. Aunque me sabía mal meterle una trola, el morbo por probar cosas nuevas tenía más peso en mi voluntad que la lealtad a mi amigo.

—En cuanto tú nos digas, terminamos el trabajo, cuando vayamos por la mitad del camino, le digo que se me ha olvidao una carpeta y me vuelvo.

—¿No te va querer acompañar?

—¡Qué va! Este está loco por terminar, ¡si lo sabré yo! Si le pido que me acompañe, me pone la excusa de que tiene que hacer algo muy urgente.

Agapito, al oírme hablar con tanta seguridad, apretó los labios y asintió con la cabeza. Diez minutos más tarde, organizó lo que teníamos que hacer para el día siguiente y dio por terminado nuestra reunión de estudios.  

Tal como planeé con el Pajarito, cuando íbamos a unos diez minutos de su casa, paré la bicicleta de repente y le hice una señal a mi compañero para que hiciera otro tanto.

—¿Qué te pasa, Iván?

—Que con las prisas me he dejao la carpeta con el trabajo atrás.

—Pues yo no me vuelvo…—Se quejó Daniel, que reaccionó tal como yo había previsto.

—No te preocupes. Ya nos vemos mañana.

—Hasta mañana entonces, tío desastre. ¡No te dejas la churra atrás porque no puedes!

—Esa está bien agarrada —Dije tocándome el bulto, presumiendo de manera descarada del tamaño de mis genitales. A continuación, di la vuelta en redondo por la estrecha carretera secundaria  y pedalee hacía la finca de los padres de Agapito.

Un ratillo  más tarde, volvía a aparcar mi destartalada bicicleta en la puerta. Al igual que cuando llegamos, me encontré al Pajarito en la puerta esperándome. Fue verme llegar y  me sonrió complacido.

Illo, creí que no venías.

¡No ni na! —Le dije llevándome la mano a la bragueta, dejando claro que tenía que bajar la empalmaera que traía, fuera como fuera.

No podría decir  si estaba más caliente que nervioso, o más nervioso que caliente. Lo que si tengo claro hoy en día, es que había dejado la sensatez aparcada junto a la bicicleta.

Me metió en el interior de la casa y tras asegurarse de que no había moros en la costa, cerró la puerta y me condujo a lo que parecía su dormitorio.

Aunque tenía claro por lo que estaba allí, aquel tío me parecía súper raro y, como no tenía planta de marica, me empecé a imaginar una especie de encerrona. Así que en vez de ir de lanzado, dejé que fuera él quien tomara la iniciativa, por lo que pudiera pasar.  No fuera a ser que en cualquier momento salieran las cámaras de “Sorpresa, sorpresa” y  mi calvo cabezón terminara siendo más famoso que la Nocilla del Ricky Martin.

Nada más entramos en su cuarto, me indicó que me sentara en la cama. Una vez lo hice, él se colocó a mi lado. Por unos momentos tuve la sensación de que buscaba un beso o algo parecido. Torcí la cara y con la mirada le indiqué que se dejara de pamplinas. No estaba allí para hacer aquel tipo de mariconada y que  lo que tenía que hacer era trabajarse mi nabo hasta que terminara echando toda la leche.

Agapito en vez de mostrarse contrariado por mi rechazo, bajó la mirada y, tras pasarme la mano por el pecho, agarró el bulto de mi entrepierna con fuerza. No sé cómo carajo lo hacía, pero me tocaba de un modo que me ponía cachondo a más no poder.

Tras magrearme durante unos instantes por encima del pantalón, desabrocho el cinturón y, uno a uno, fue quitando los botones de la portañuela. Lo hizo lentamente, como si postergando el momento fuera a aumentar más aun mi calentura.

 Al ver el bulto que se marcaba debajo de los slips, me miró y me sonrió complacido. Mientras se relamía los labios,  volvió a sobarlo marcando con sus dedos el erecto cilindro que se marcaba bajo la delgada tela. Sin poderlo evitar me  puse a jadear, aquello pareció ser el aliciente que el desgarbado chaval necesitaba para tirar de la prenda interior y sacar el calvo cabezón de su encierro. Fue tirar de la gomilla de la cinturilla y mi polla saltó  ante sus ojos como impulsada por un resorte.  

Se quedó contemplando mi cipote durante unos segundos. El muy cabrón no solo estaba tieso como una estaca, sino que no paraba de babear. La imagen de un chorro de líquido pre seminal sobre mi vello púbico me incomodó un poquillo porque me sentí un poco sucio. Sin embargo, al Pajarito aquello pareció gustarle, pues poniendo su mejor cara de perverso, cogió mi churra como si fuera una brocha y la restregó por los pegajosos pelos.

En cuanto se cansó de juguetear, comenzó a pajearme muy despacito. No sé si por la novedad o porque el muy maricón tenía un master hecho en menear churras de otro, el caso es que a las dos tres sacudidas terminé corriéndome como un burro.

Agapito me miró un poco desilusionado, con la misma expresión que un niño cuando se le pincha un globo. Me dio un poco de lastimita la cara que puso, así que me metí mano a los huevos y le dije:

—No te pongas triste, tu sigue tocando y veras como a esta le entran otra vez gana de jarana y te puedo dar otra vez el premio.

Pese a que mi voz daba muestras de una prepotente seguridad, no tenía nada que ver con el modo que me sentía realmente.  Estaba súper nervioso, tenía la sensación de estar haciendo la peor cosa del mundo, pero la calentura era más fuerte que mi moral.

Había dejado que un tío, del que ignoraba si me podía fiar, me hiciera un pajote. Si aquello se sabía en el pueblo lo del cartel de maricón no me lo quitaban de por vida.

 Sin embargo, fuer mirar al Pajarito  reconstituyendo al calvo cabezón con un buen masajito y comprendí que no era la primera vez que le hacía una paja a alguien. Una extraña lógica se apoderó de mi razón y concluí que si  las cotillas del pueblo no se habían enterado hasta entonces  de su afición por los rabos, tampoco tenían por qué hacerlo a partir de aquella tarde.

Auto convencido de que mis actos no tendrían consecuencia, me relaje y mi polla, que se resistía a ponerse dura, estuvo en segundos dispuesta a dar batalla de nuevo.

El empollón al comprobar que mi calvo cabezón estaba en posición de firme otra vez, hizo algo que, aunque no estaba en el orden del día, no me sorprendió demasiado; se agachó, se colocó entre mis piernas  y se metió mi nabo en la boca.

A mí, que simplemente me daba por satisfecho con que  me hicieran un par de pajas y ya está, aquello  me dejó con el paso cambiado. Ni pensaba que el Pajarito fuera tan maricón, ni se me pasó por la cabeza que un tío me pudiera comer  la pimporreta.

Su boca envolvió mi nabo como si fuera una ventosa. Primero se entretuvo pegándole pequeñas lametadas en la cabeza que me hicieron estremecer y soltar algún que otro quejido, después se la tragó hasta abajo del todo y con la mano que le quedaba libre se puso a acariciarme suavemente los cojones. Estaba claro por las buenas mañas que se daba  que aquel chaval no era la primera vez que hacía un lavado de cabeza.

Aunque no tenía mucho con lo que comparar por aquel entonces,  porque a mí solo me había comido la polla la Vane y en muy contadas ocasiones,   Agapito me estaba dando tantísimo gusto con su boca  que llegué a la conclusión de que se habría tenido que leer todos los tratados en mamalogías de esas. El tío no solo lo estaba haciendo del carajo, sino que parecía que tenía un sexto sentido y sabía dónde tocarme y cómo.

Cuando se cansó de comerme la tranca. Se puso a darme un poquito con la lengua por los cojoncillos, ¡era algo que no me habían hecho nunca y me puso a mil! Me sentía tan culpable y tan poco hombre con mi primer paseíto por el mariconeo, que cuando se cansó de hacerlo, a pesar de lo cachondo que me estaba poniendo, no le pedí que siguiera.  

A continuación, se volvió a meter mi  polla en la boca, poquito a poquito, hasta que se la tragó por completo. En el momento que sentí como mi capullo rozaba su campanilla, un escalofrío me recorrió de arriba abajo. ¡No me la habían chupado tan bien en la vida!

El Pajarito se tuvo que dar cuenta que de seguir dale que te pego me correría otra vez. Así que, como no sabría si habría una tercera vez,  se la sacó de la boca y, con una voz picarona que intentaba parecer sensual, me dijo:

—¡No te vayas a correr, que queda el fin de fiesta!

Ni zorra idea con lo que se refería con aquello del fin de fiesta, pero no tarde en saberlo cuando lo vi  sacar de un doble fondo de un cajón unos preservativos y vaselina. Aquel mariconazo, que me sacaba dos cabezas, quería que le diera por el buje.

Por un momento estuve tentado de decirle que no, pues no era una idea que me atrajera mucho. Pero caí en la cuenta de que tan poco pensé que me gustara que un tío me la chupara y me había gustado una jarta. Como no perdía nada por probar,  cogí el condón y me lo puse.

Agapito se bajó el pantalón y los slips, poniéndose a continuación de rodillas sobre la cama. Se untó un poco de vaselina en el ojete, se metió un dedo, después otro. Un instante después, cuando consideró que tenía el recto debidamente preparado, me indicó con un gesto que lo penetrara.  

Observé su  trasero  no tenía  apenas pelos, era redondo, respingón y, para lo delgado que estaba, no era demasiado flaco. Se podía decir que el cabroncete tenía un buen culo, casi como el de una gachí.  ¡La de pajas mentales  que se inventa uno, cuando la de abajo se pone tiesa!

Me costó un poco colocarla en el sitio, no sé si por los nervios o porque estaba convencido que el calvo cabezón no cabía por un agujero tan estrecho. Lo ingenuo que puede llegar uno a ser cuando es joven e inexperto.

El Pajarito se debió dar cuenta de lo poco puestoque estaba en aquello de meterla por el culo pues cogió mi chura y la colocó en su sitio. La verdad es que estaba bastante cruo en todo lo referente a follar, pues solo me lo había montado  mal y rápido con la Debo en un par de ocasiones.

Él lo ignoraba, pero aquella tarde estaba siendo la primera vez que daba rienda suelta a mis instintos y estaba disfrutando como un niño con unos zapatos viejos. El sexo oral me había parecido la hostia con tomate, así que me decidí por averiguar si el sexo anal estaba a la altura.

Empujé levemente, como si creyera que le iba hacer daño. Al notar que mi solocotroco se iba abriendo camino sin dificultad, comencé a darle ritmo a las caderas. No tenía muchos referentes de cómo comportarme, más allá de lo visto en  alguna que otra película porno a las que empecé a emular. A las primeras sacudidas que fueron bastante bestias, Agapito soltó un par de quejidos roncos.

—¿Te duele? —Le pregunté inocentemente.

—Un poco, pero es lo normal. ¡Tú sigue, que lo estás haciendo muy bien!

Si cuando sacó la crema y los condones pensé que en la plaza de su culo ya se habían celebrado unas cuantas corridas, cuando me dijo aquello llegué a la conclusión de que allí habían estado más toreros que en la plaza de la Maestranza.

Conforme se la fui metiendo un calorcito me comenzó a subir por la espalda y me tenía muerto de gusto. El hecho de que las paredes estrechas de un ano dejaran pasar mi nabo, me tenía completamente estupefacto. Pero lo que más sorprendido me tenía era la capacidad que el muy cabrón tenía de dilatar  su recto y de encogerlo, apretando con este movimiento mi polla y proporcionándome un placer que, hasta aquel momento, me era  completamente desconocido.

Conforme más me concentraba en aquel salvaje mete y saca,  más embrutecio me ponía y menos pensaba que lo que tenía delante de mí, en vez de chocho, tenía churra como yo. El resultado fue  que en mi mente solo terminó habiendo  espacio para un pensamiento: follarme aquel culo.

—¡Dame más fuerte! ¡Quiero que me la metas hasta los huevos!—Me gritó Agapito entre suspiros.  

Sus palabras fueron el resorte que necesitaba para dejar de portarme bien.  Lo cogí por la cintura y empujé con tanta fuerza que creí que  terminaría sacándosela por la boca.

Estaba tan animado con el dale que te pego  que me volví to nabo. Iba tan salido que dejó de importarme  que la gente del pueblo se enterara  e, incluso, no me acordaba que tenía una novia. Tenía la mente en blanco y lo único que me interesaba  era sentirme a gusto echando toda la leche.

—¡Me cago en la hostia, qué bueno está esto! –Grité completamente fuera de mí, sin dejar de mover las caderas compulsivamente.

El Pajarito no dijo nada, simplemente se limitó a seguir gimiendo como una niñita. Aquello de se hiciera la “muerta” mientras se la metía hasta el forro de los huevos, conseguía que me olvidara que me estaba follando al rarito de la clase, por lo que  dejaba volar mi imaginación y todavía me ponía más burro.

Me llamo la atención que el ano de Agapito, cuanto más se la metía más grande parecía que se ponía y más fácil era que se deslizara todo mi nabo a su interior. Aun así, seguía comprimiendo las paredes de su recto alrededor de mi polla, lo que aún me tenía más fuera de mí .

Agarré al gachón por la cintura, casi le clavé los dedos y me puse a sacarla y meterla como si me dieran cuerda.

Le debió gustar mucho lo bestia que estaba siendo con él, pues en vez de quejarse o decirme que parara comenzó a decir, entre quejidos, «Más, mas», «No pares, sigue así».

Sus suspiros era como la sintonía que marcaba el ritmo de mi cintura. Sin embargo, aquella canción, como todas, tenía un principio y tenía un final. Apreté mis manos contra su zona lumbar y, abandonándome por completo a la calentura que me dominaba, grité:

—¡Me cooorrooo!

Continuará en: “Un pelirrojo muy empotrador”

8 comentarios sobre “¡Pajaritos por aquí!

    1. Hola estimado Ozzo
      Me alegro que te haya gustado. De momento no habrá más relatos inéditos de Iván, pero en cuanto pueda volveré con la continuación en la que ya estoy trabajando.
      Mientras tanto, espero que no te lo estés perdiendo, estoy reeditando el trío del mecánico con Ramón y Mariano
      Un beso y que vaya todo bien

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  1. Hola. Recuerdo que escribiste en todo relatos una historia del internado en que 3 cocineros se follaban a un pinche. Era una historia muy caliente. Podrías publicarla. Gracias

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