Abdel Rahman tiene doce años. Dos de ellos los ha pasado conviviendo con los hombres del DAESH.
El pueblo en el que vivía, tras la derrota y posterior retirada del Ejército Libre de Siria, sufrió un brutal ataque por parte de las tropas de Bashar Al Asad. Durante la contienda perecieron todos y cada uno de los miembros de su familia. Él también hubiera tenido el mismo destino, de no ser por los guerrilleros del Estado Islámico, quienes lo salvaron de ser masacrado por las fuerzas gubernamentales sirias.
Huérfano, con una personalidad tan inocente como moldeable, terminó siendo abducido por las consignas de unas creencias religiosas corrompidas por los intereses humanos. En muy poco tiempo, y sin otro referente a quien emular que los miembros de la yihad, el odio hacia todos los que no abrazaban la fe que le habían inculcado fue creciendo en su corazón, llegándolos a culpar de las muchas penurias que le habían tocado en suerte.

Desde que está con el grupo armado, vive inmerso en una realidad inducida por propaganda militar envuelta en mandatos religiosos y oraciones, en retorcidas interpretaciones de un texto sagrado. Una exegesis donde no existen los tonos grises, simplemente están los buenos y los malos, y donde una vida humana vale menos que nada.
Él, al igual que muchos otros niños, ha sido reclutado para integrarse en las filas de un pequeño ejército conocido por el nombre de los Cachorros del Califato. Un activo de los terroristas que no solo les sirve para asegurarse una continuidad en su cruzada contra los infieles, sino que, aquellos que no demuestran aptitudes para la lucha, y por tanto son prescindibles, son usados como carne de cañón en los atentados suicidas.
Hoy, al mismo tiempo que los niños en occidente van al colegio, cazan “pockemons”, juegan a la “play” o hacen cualquier otra cosa propia de su edad; Abdel Rahman se internará en una plaza atestada de gente, escondiendo bajo su camiseta del Manchester United un cinturón de explosivos. Un cinturón que, en el momento que se encuentre rodeado por un mayor número de civiles, será activado a distancia por su mentor. Un guerrero del ISIS que ha llenado la cabeza del chaval con promesas sobre un falso paraíso, un paraíso de ensueño al que irá tras la tremenda prueba de fe que supondrá su sacrificio.

Segundos antes de que su cuerpo estalle en pedazos, la mente del chiquillo no albergará ningún sentimiento de culpa por las innumerables vidas que va a sesgar con su cruel acto. Ha escuchado tantas veces el precepto de que los que no siguen la “verdadera” fe no merecen un lugar en la tierra, que se ha terminado creyendo que todos ellos deben arder en el infierno. Su único y egoísta pensamiento pasará por imaginar cómo será la instancia que le tienen preparada en el cielo y cuanto de hermosas serán las setenta y dos vírgenes que le corresponderán por cumplir con su cometido.
Mañana, en Occidente, los canales de televisión llenaran un tiempo de su información con la noticia de la matanza. Si poseen imágenes escabrosas del reguero de sangre dejado por el niño bomba, le dedicaran unos segundo más, pues el espectáculo de las desgracias ajenas suelen ser un buen termómetro para las audiencias.
A los espectadores, insensibilizados ante tanta y frecuente muerte en el otro lado del planeta, la noticia le sonará como más de lo mismo y hasta habrá quien se sienta invadido agresivamente en su intimidad por tener que ver tamaño espectáculo en su tiempo de relax. Las guerras de Oriente Medio quedan tan lejos y las comprenden tan poco que llegan a pensar que esas tragedias no tienen nada que ver con ellos, que forman parte de la idiosincrasia de la gente de esa otra parte del mundo. Y a una gran mayoría, llevando el egoísmo humano a sus máximas consecuencias, esas vidas que explotan, y mientras su sangre no les salpique, no les llegan a importar demasiado.
