Perversiones de las partes nobles

15 de agosto del 2010 (Después de cenar).

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Bueno, pues para no querer comer demasiado por aquello de no engordar, nos hemos dado un atracón de padre y muy señor mío. Nos hemos puesto de tibio de comer almejas, cigalas, percebes y demás delicias culinarias gallegas.

Me parece que, como siga así, voy a tener que hacer lo que Mariano cuando vuelve de vacaciones: ponerme a régimen. Eso y una analítica en condiciones del ácido úrico, el colesterol y todas esas cositas que hay que cuidarse con la edad. Uno puede estar muy presentable, pero el reloj biológico me recuerda que ya no soy un niño.

No me puedo quejar de cómo está saliendo el viaje. ¡De maravilla!  El único incidente recalcable fue con los dos holandeses “made in Gestapo” en la sauna de Vigo. Los muy cerdos se empeñaron en reventarme el culo con un consolador XL, menos mal que mi querido “guardaespaldas” apareció como el sexto de caballería para impedirlo.

Por lo demás nos estamos poniendo de saborear el rico nabo gallego, y de otros lares, como a nadie le importa.  Descansar,  lo que se dice descansar, no está siendo  una actividad que practiquemos demasiado.  Por lo demás, de comer, beber y follar nos estamos poniendo finos, filipinos.

El único problema que tengo remordimientos por mi tremenda hijoputez. Este viaje a las tierras de Galicia lo monté como una especie de turne para catar los sementales gallegos  con los que había entablado cierta confianza virtual. Si hacerse pajas a miles de kilometro con el único nexo de una pantalla de ordenador se le puede llamar amistad.   

Una odisea sexual que había programado minuciosamente para intimar con todos y cada uno de los tíos con los que, después de haber conversado en varias ocasiones por el chat de la página de citas, me pareció que el sexo con ellos  podía ser de lo más interesante. Para no tener que recorrerme toda España como  hacían Imanol Arias y  Juan Echanove, fui haciendo una criba  entre mis contactos en  la tierra de Santiago. Que dicho de paso, era  el lugar de la piel de toro por dónde más éxito había tenido mi simpatía natural.

Si me pongo a pensarlo fríamente, la excursión que me he montado es de lo más demencial. Máxime cuando de algunos únicamente conozco su Nick en la web y poco más. He de admitir que Don Francesco, del que no sé ni qué puto aspecto tiene, me da un morbo increíble  por su forma de ver el sexo. Si es verdad la mitad de las experiencias que me ha contado, estar en la misma habitación que él puede ser una pasada.  

Vengo un poco a la aventura y, pese a que sido bastante cuidadoso a la hora de elegir mis encuentros, nadie quita que me pueda llevar una hostia de campeonato. Que seguro que uno de mis adorables ligues virtuales se me ha descrito como si fuera el  Brad Pitt gallego y luego es capaz de aparecer  alguien a quien Danny Trejo ganaría en un concurso de belleza.

Con algunos me vi con la seguridad de activar la webcam y sé a qué me atengo en todo momento. Por lo que espero no encontrarme ninguna sorpresa con ellos.

Con otros, como ha sido el caso de los pescadores de Combarro, solo conozco de ellos algunas fotos y unos escasos rasgos de su personalidad que han ido deslizando durante las numerosas veces que hemos chateado. Porque otra cosa no, pero he sido perseverante en mi casting de los mejores sementales gallegos de la página y le he echado un buen montón de horas al tema.

No le he dicho nada de todo esto a mi amigo del alma. No sé si por qué me da pavor que me juzgue o por qué temía que  me dijera que no a lo de venirse a tierras gallegas. Como no me veía haciendo  en solitario el camino  de la verga perdida, uno es valiente, pero no tanto, le he terminado contando más mentiras que un ladrón en la comisaria.

De momento, mis citas a ciegas están resultando de lo más estupendo. También he de admitir que solo me he visto con dos   de mis ligues virtuales. La primera jugada en  Vigo  con Paco me salió redonda. A Mariano le solté la trola de que me lo había ligado en la discoteca y, como el catoliquito es más inocente que una espuerta de gatitos, se lo creyó.

Me da la sensación que, aunque nos conocemos desde hace un montón de años, no sabe en realidad como soy, por mucho que presuma de ello. Culpa mía. Pues como decía Fermín, mi psicólogo, me asusta tanto mi verdadera personalidad que, incluso a la gente que respeto y admiro, solo le muestro mi lado más frívolo. «Toda comedía enmascara una tragedia.», sentenció como si fuera una verdad absoluta. 

Reconozco que mi fama de promiscuo me precede  y, cuando se encarta, puedo llegar a ser más puta que la martillo. Pero tampoco soy de aquí te pillo y aquí te cepillo. Uno necesita un pacá, un pallá , un poquito de feeling, un jiji y un jaja  antes de compartir fluidos con un desconocido. Los previos tienen su encanto y le dan un morbo que te cagas al sexo.

No me entra en la cabeza que se creyera que, tras dos minutos de charla con Paco, me lo llevara a la habitación para practicar  Kama Sutra gay.  Que si aquello sucedió así fue porque los prolegómenos ya los traíamos hechos de casa. La rentabilidad que le ha sacado yo a mi webcam, con mi macho vigués.

¡Madre mía! ¡Voy a tener que pensar que el concepto que Mariano guarda de mí, es mucho peor del que suponía! No me voy enamorando de todos los dueños de las pollas que se cruzan en mi camino, como hace mi amigo,  pero me lo suelo montar de manera que se lleven un buen recuerdo de mí.

 He de reconocer que, a veces, la gente  con la que follo es tan egocéntrica y vanidosa que una vez se corren están locos por marcharse. ¿Qué se le va a hacer? Ni Madonna en sus mejores tiempos llegaba a gustarle a todo el mundo.

Lo que no me está resultando tal como lo tenía planeado es la parada en  Villa del Combarro. En un principio me he encontrado con la sorpresa,  de que la pareja de Roxelio, mi ligue virtual, no era otra que su hermano German. Algo que el galleguiño me había ocultado hasta esta misma mañana. Así que  el rollo macabeo  que le soltado a mi compañero de viaje de que los conocía del trabajo, no se sostiene ni con chinchetas.

Desde que la caja de Pandora de mis mentiras se ha quedado entre abierta, tengo la sensación de estar andando por la cornisa de un edificio altísimo y que en cualquier momento me voy a resbalar. El testarazo que me voy a dar tiene nombre y apellidos: Bronca de Mariano.

A toda esta colección de desastres, hay que añadir que vamos por nuestra segunda botella de Lureiro, con lo que al  personal se le está soltando la lengua  y está bajando la guardia cosa fina.  Roxelio me ha preguntado, como quien no quiere la cosa,  que dónde trabajo y a qué me dedico.

Con lo que me queda claro que este tío, porque espero que no sea tonto, cuando hemos planificado en el chat las cosas que teníamos que  decirle  al  “Diosbendiga” de mi amigo  me ha echado la misma cuenta que yo a las  tetas de mi secretaria. Eso o que, a pesar de lo grande y lo fuerte que es, tiene menos resistencia al alcohol que mi tía Enriqueta. Ella por lo menos, cuando se pone piripi, desafina cantando  por la Jurado y no me deja por embustero delante de mi mejor amigo. 

Mariano que puede ser ingenuo, pero es más listo que el hambre, ha fruncido el ceño y me ha mirado de reojo. Darse cuenta en plena cena  de que  por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas ¡tralarara!, no debe ser  muy agradable. Espero que no se le atragante las vieiras al ver  que su amigo, en vez de ser sincero con él, se ha hartado de contarle mentiras. Si no me está diciendo las cuatro verdades del barquero, es porque es educado y discreto como él solo. Ya tronará. Que el pobre es muy honrado y no se queda con nada de nadie.

Tengo la sensación de que los dos ositos gallegos se han metido en los papeles del poli cotilla y el poli más cotilla, pues nos están sometiendo a un tercer grado en toda de la ley.

El siguiente en recurrir al “¿qué hace un chico como tú en un sitio como este?”  es el menor de los hermanos que tras interrogarnos  sobre nuestros lugares de origen.  Nos lanza una pregunta con menos filtro que un celta sin boquilla.

—¿Vosotros sois pareja?

—No, por supuesto que no, —Respondo un poco molesto — ¿qué te ha hecho pensar eso?

—No sé, veo un rollo muy íntimo entre los dos y lo he supuesto —Responde German sin darle demasiada importancia a su impertinencia.

Su hermano que se da cuenta de la metedura de su hermano, intenta cambiar de conversación y, como si fuera esto una especie de primera cita en la que intentas enterarte de la vida de la persona con la que has quedado, prosigue con su “¿Y tú de quién eres?”, que comienza a resultarme de lo más irritante.  

—¿Tú a qué te dedicas?

Mi compañero de viaje cabecea levemente, intentando dilucidar a que viene tanto cotilleo desmedido. Para mi sorpresa, no saca a pasear al tío Vinagre que lleva dentro y le responde amablemente. Quizás se haya dado cuenta de que estos tipos no tienen mal fondo y que simplemente, como toda la gente de pueblo, son así de directos.

—Soy profesor en un instituto de Secundaria.

—¡Jo, vaya suerte! —Interviene German poniendo cara de sorprendido.

No sé por qué. Si el único oficio que le pega,  con la cara de no haber roto un plato que tiene mi  amigo del alma, es ese y el de cura. Pero este último, como solo le gustaban los hombres mayores de edad, lo descartó a la primera.

—Yo no lo llamaría suerte. —Responde mi amigo a su afirmación, poniéndose muy “digno” —Los adolescentes tienen mucha guasa  y cuando son un grupo diverso, como es mi caso, lo más habitual es que todas sus complejidades, egos y manías salgan a relucir.

—Yo lo decía por estar rodeado todo el día de chavales jóvenes y guapos— Al decir esto la cara del menor de los hermanos se ilumina con una bobalicona e inocente sonrisa. Da la sensación que se imagina a Mariano en una clase rodeado de adolescentes de los que pululan por las películas de la firma Bel Ami.

De nuevo Roxelio, al percatarse de que su queridísimo está metiéndose en terrenos pantanosos, sale en su ayuda e intenta que la conversación vaya por otros derroteros menos borrascosos.

—¿Qué asignatura o asignaturas impartes?

Mariano mira a German con un gesto extraño y deja claro con su gesto que el comentario ha estado fuera de lugar. Si hay algo que le toque la moral y lo que cuelga a mi curita del alma, es que alguien insinúe que los homosexuales por norma tenemos tendencias pederastas. Así que, espero que se limite a responder a su hermano y no largue un discursito de los suyos, que me veo durmiendo en el coche. ¡Con lo bien que estaba resultando la noche!

Contra todo pronóstico, mi amigo corre un “estúpido velo” sobre la imprudente observación y, con una sonrisa forzada, aclara la duda de Roxelio.

—Matemáticas en tercero y cuarto de la ESO. Economía en Bachillerato.

—¿Y qué tal lo llevas?

—Pues regular nada más, los adolescentes siempre han sido conflictivos, pero los de ahora lo son aún más. Como gracias, o por culpa, de las Redes Sociales manejan mucha más información, cuestionan cualquier cosa que le dices. Son la generación sabelotodo.

« Si a eso se le suma que esa misma capacidad crítica que tienen con las personas reales, no la tienen con las virtuales y cualquier influencer mal informado o a postas, les puede manipular con noticias falsas que en algunos casos pueden ser muy perjudiciales para su educación y su formación.

« Luego, como están sobreprotegidos por sus padres, tienen un concepto de la libertad bastante extraño. Confunden ser libres con la capacidad de poder comprar y hacer lo que su poder adquisitivo le permite.

« Por lo que no existe una necesidad explicita de adquirir conocimientos por el simple placer de saber. Para ellos el estudiar está estrechamente  ligado a aprobar. La obtención de un título, para ellos,  tiene el significado pragmático de que pueden optar a un puesto de trabajo mejor remunerado.

Hace una pausa al hablar, se nos queda mirando, supongo para ver qué cara hemos puesto y prosigue su pequeño discurso con la misma elocuencia.

—Evidentemente, por suerte, no todos los adolescentes son tan materialistas, ni todos están tan mal “educados” por sus progenitores. Tengo bastantes casos de jóvenes que se implican con sus estudios del modo que realmente a mí me enseñaron que se debe hacer y por ese pequeño grupo, merece la pena dar las clases. Pero la tónica no es esa.

En momentos como esto no sé qué decir ni que pensar del “Diosbendiga”. El muy cabrón  le ha dado la vuelta a la tortilla de una manera espectacular y con una espontaneidad que ya quisieran algunos comunicadores de la tele.  

El maromo con quien ha follado esta tarde ha insinuado que puede usar su puesto de trabajo para ligar y él mete un discursito sobre la desafección de sus alumnos hacia sus mayores. Consiguiendo con ello que todos los allí presente, incluido yo, nos quedamos prendados de sus palabras.

 Ignoro si estas cosas tan diplomáticas, las trae preparada desde casa o las improvisa sobre la marcha.  Sea como sea, cuando hace estas cosas,  te deja sin palabras.

Sino fuera porque es más formal que el entierro de un papá y tiene la gracia dónde las avispas, sería para comerle los huevos hasta que te diera asco.

Una vez ha conseguido que los dos osos gallegos y yo estemos pendientes de cada palabra que pueda salir de su boca, da su discurso por concluido. Se queda un momento mirándonos como aguardando alguna replica. Al ver que esta no sucede, pega un sorbo de vino y  clava su mirada en German.  

El más pequeño de los hermanos está un poco desconcertado por la respuesta del Diosnosama, por lo que prefiere permanecer en silencio. Me da la sensación de que el pobre es tan inocente, como noble y que, hasta ahora, no se ha dado cuenta que cada vez que ha hablado ha subido la cesta de la compra al completo.

Antes de que yo pueda decir que ha pasado un ángel o alguna gansada de las mías, Mariano empieza a hablar de una forma muy pausada, propia de la gente que se cree con el control de la situación y que me sigue descubriendo las muchas caras ocultas de mi mejor amigo.  

—Bueno, ya que se habéis enterado de cuál es nuestra situación profesional y afectiva. ¿Os importaría aclararnos una cosa, por favor?

—Por supuesto, lo que quieras —Respondió German como si con ello pudiera compensar sus constantes meteduras de pata.

Me fijo en él y todo lo que su hermano tiene de morboso por lo que oculta tras su mirada, lo tiene él de tierno y deseable por la nobleza que muestra su rostro.

Miro  a su hermano y no parece ni lo más mínimamente molesto por la forma de abordar el tema de mi amigo. Vuelvo a pensar que aquellos dos, a pesar de lo bruto que parecen, son dos de los mejores tíos que había conocido en mucho tiempo. Si el hermano pequeño es la mitad de bueno en la cama que el que me ha tocado en suerte, mi amigo se lo debe haber pasado de miedo.

Supongo que puede ser por la desinhibición propia del alcohol o a lo alta que tengo la libido últimamente, pero el caso es que, simplemente pensar en poder follar con aquel dulce osito y tengo una leve erección. Algo que no es lógico porque he tenido una pre-siesta de lo más lujuriosa.

Aunque, si me atengo a la doctrina Clinton, todavía no he llegado a tener relaciones íntimas con Roxelio. Una mamada o dos, según el presidente americano, no se considera sexo. Creo que, por la cara de felicidad que luce, mi amigo me ha vuelto a coger la delantera y ha cabalgado de lo lindo al lomo del osito galleta.

Mi compañero de viaje, haciendo gala de su natural discreción, baja la voz hasta rozar el susurro y suelta de golpe una pregunta de lo más impertinente. Me deja tan descolocado que estoy tentado de preguntar aquello de: «¿Quién eres tú y que has hecho con Mariano?»   pues él suele ser más discreto y no tan directo.

—¿Sois hermanos realmente?

—Sí, por supuesto. Irmáns de toda a vida.

—Entonces, ¿porque me contó Jota que eráis pareja? —Pregunta sin andarse por las ramas lo más mínimo.

—Porque lo somos —Interviene Roxelio dejando ver una sonrisa maliciosa en su rostro —. Ambas cosas, que yo sepa, no son incompatibles.

No sé qué rango de pecado tendrá para el curita lo que acaba de escuchar. Por la cara de asombro que pone como mínimo tiene que tener la categoría de mortal. De esos que te llevan al infierno de cabeza, sin ni siquiera hacer una pequeña parada en  el purgatorio.

Como sé que no va a preguntar más nada hasta que no se reponga de la impresión y la mandíbula se le vuelva a poner en su sitio. Para evitar que nos quedemos todos con cara de Mr Bean delante del cuadro de la madre de James McNeil Whistler, prosigo el turno de ruegos y preguntas donde lo ha dejado Mariano.

—¿Desde cuándo? —Mis palabras están cargadas de una curiosidad insana y es que me da un morbo  tremendo encontrar a  otros dos con la misma afición que mis primos gemelos.

—Pues  a la edad que me empecé a hacer las primeras pajas —La respuesta de  Roxelio, pese a que está impregnadas de ese tono suyo de estar por encima del bien y del mal, emana una sinceridad poco común —, luego la curiosidad y el instinto natural hizo que lo demás viniera rodado.

Se me viene a la cabeza la situación de mis primos cuando su padre los pilló en plena faena y, desinhibido como estoy por el montón de vino que me he metido entre pecho y espalda, lanzo una cuestión de lo más incómoda.

—¿Y no os pillaron nunca?

—Sí, nuestro padre.

Intento asimilar lo que estoy escuchando  y  no puedo evitar  tener una sensación de deja vu de cojones. Estoy tentado de seguir metiendo el dedo en la tarta para ver cuanta crema puedo sacar, pero no hace falta, Roxelio sigue con su historia sin necesidad de que yo le  pregunte lo más mínimo. Tengo la sensación de que es un secreto tan bien guardado que, aunque seamos unos perfectos desconocidos, le está sentando divinamente compartirlo.  

—Una tarde estábamos German y yo en nuestro cuarto, pensábamos que no había nadie en casa y, como estábamos siempre calientes, nos enrollamos. Se encontraba mi hermano comiéndome la polla cuando se abrió la puerta y  nos pilló en plena faena.

 « Pasada la sorpresa inicial. Su primera reacción, fue pedirnos que nos vistiéramos y bajáramos al salón de la casa. German y yo estábamos cagado pensando la bronca que nos podía caer encima. Lo primero que nos preguntó fue si llevábamos mucho tiempo haciendo aquello. Le dijimos que sí. Cosa que pareció no cogerle por sorpresa. Después nos preguntó que si lo hacíamos solo entre nosotros o si había alguien más. Le respondimos que solo con nosotros.

«Aquello pareció agradarle y, lejos de enfadarse connosco  como esperábamos que hiciera, nos pidió que mantuviéramos aquel secreto dentro de aquellas cuatro paredes que la gente era muy mala.

«No olvidaré nunca el consejo que nos dio: «Hijos mío, no caigáis en los protocolos y exigencias sociales de casaros para formar una familia. Sed felices el uno con el otro, pues yo, a pesar de que quise mucho a vuestra madre y vosotros sois lo mejor que me ha pasado, siempre he tenido la sensación de que me faltaba algo en mi vida».

Miro a Mariano para ver cómo le está sentando el descubrimiento de que no solo los hijos culean de estribor. Sus ojos parece que se van a salir de las cuencas y notó como traga saliva desmesuradamente. Tras componerse en el sillón y aclararse la garganta, adopta una aptitud distendida y pregunta:

—¿Alguno quiere postre? A mí me apetece un café.

Diciembre de 1952

2                                           ******La Culona y el Colgón******

Únicamente  habían transcurridos  dos días desde su desembarco y el hombre de confianza de los  Francomayor hizo su aparición en su casa solicitando sus servicios para el mantenimiento de la mansión.

Fue ver a Fedrerico e Iago tuvo claro que es lo que su patrón precisaba de él. Aun así, pregunto:

—¿O que che trae por mi casa?

—El señor que tiene una pequeña grieta en su despacho —Respondió el mayordomo con una dicción impostada que rezumaba castellano por los cuatro costados.

—¿Moi grande?

—Un redondel de un par de centímetros a lo sumo.

—No parece excesiva…

—Depende… El hijo de los marqueses piensa que si no vas pronto, se resquebrajara más y será mucho peor.

—Pues si ese es su temor, tendré que solucionarlo.  Espera que cojo los apaños y nos pasamos por el polvero de Hixinio por yeso y pintura.

Aldara, su mujer, no podía ocultar la alegría que le producía  la visita de aquel hombre trajeado. El hecho de que el mayordomo fuera a su humilde hogar a recoger a Iago con mismo coche en el que paseaba a los marqueses, le hacía sentirse alguien importante. Seguro que nada más se marcharan sus vecinas más allegadas, se acercaban para cotillear sobre el tema.

Luego estaba lo bien que le pagaban a su marido por sus servicios. Aunque todavía mantenían el salario de la mar prácticamente intacto, siempre venía bien algo más de dinero en casa. Además, según le contaba él, los trabajos de reparaciones no solían ser demasiado complicados, ni muy forzados. Algo que debería ser verdad porque no se ensuciaba ni la ropa.

Ojalá el marquesito precisara con más frecuencia de sus servicios de reparaciones en la mansión. Así no tendría que faenar en la mar y tendría siempre a su amado esposo con ella. La beso en la mejilla para despedirse y la forma en que la tocó hizo que se le estremeciera la piel.

Su Iago no sería el más educado, ni el más rico, ni el más guapo… Pero todos los días le daba las gracias a Dios por tenerlo en su vida. A sus hijos no les faltaba la comida en la mesa y se emborrachaba muy de tarde en tarde. Muy pocas veces le gritaba y, aunque de vez en cuando le faltaba el respeto, nunca, nunca, le había puesto la mano encima.

Lo de realizarle las chapuzas  a Francisco, el heredero de aquella familia noble, era casi una tradición familiar.  El primero en efectuarlas fue su padre. Recordaba, siendo un mocoso inocente que,  a los pocos días de regresar su progenitor de la mar, aparecía  el estirado del mayordomo  por su casa ordenándole que fuera  urgentemente a las dependencias del joven heredero, pues tenía que solucionar unos desperfectos.

En aquel entonces, el empleado era otro y en el vehículo que venía a buscarlo era un elegante coche de caballos. Algo que, solo en contadas ocasiones se veía transitar por el pueblo. Sus habitantes eran más de carros tirados por mulos o por bueyes.

Cuando su padre  no estuvo en edad de trabajar, fue su hermano mayor Cristovo quien los sustituyó en las reparaciones de la mansión. Sin embargo, desde que él se fue a trabajar a Nigran en la fábrica de curtidos del tío de su mujer, esa tarea recayó en él. De eso hace ya diez años.

Lo  único bueno que tenía para  él que Frederico   viniera a buscarlo para realizar las tareas de mantenimiento, aparte del salario extra, era que se paseaba en automóvil. Un lujo que quedaba muy lejos de su alcance y del que disfrutaba como un niño con un juguete viejo.

Pese a que el hombre de confianza de Francisco lo trataba como si fuera un apestado y le ponía hojas de periódicos para que no manchara la tapicería,  tenía órdenes expresas  de llevarlo y traerlo desde Cangas a la mansión.

Le encantaba saludar a los vecinos al pasar. Regocijarse  de aquel pequeño paseo le hacía olvidar los verdaderos motivos por los que el señorito Francomayor lo hacía ir a su casa. Algo que, aunque no mermaba su hombría, no le hacía sentirse muy bien consigo mismo.

Ignoraba si alguno del pueblo sospechaba a que eran debidas tantas atenciones por parte del hijo de los marqueses. Pero contaba con que,  por miedo a las posibles represalias de la familia noble,  todos fueran prudente y no hicieran ningún comentario al respecto.  

Además, en aquel pueblo todos habían asumido que los ricos tenían el privilegio de escribir su vida con reglones torcidos y los pobres no eran nadie para inmiscuirse en ello. Luego con pagar las indulgencias al párroco, seguían teniendo el camino abierto hacia el Paraíso Celestial. 

Cogió la espuerta con sus útiles de trabajo y se montó en el coche sin intercambiar apenas alguna palabra con el chófer. No entendía a Frederico, se había criado en el pueblo con ellos y su familia. Al igual que todos sus vecinos, eran pobres que dependían de un salario para poder subsistir.

Sin embargo, desde que los Francomayor lo contrataron como mayordomo, los humos se le subieron a la cabeza y parecía querer romper todos los vínculos con el lugar que lo vio nacer. Parecía que se avergonzara de sus orígenes.

Daba la sensación de  creer que por vestir un uniforme elegante, conducir un coche caro y codearse con gente de alta alcurnia era igual que ellos. Se había vuelto tan  vanidoso que, en las pocas ocasiones que se veía obligado a visitar  Cangas por órdenes de sus jefes, no confraternizaba con sus vecinos, ni siquiera los saludaba. Como si conocerlos fuera una deshonra. Se sentía tan por encima de ellos que hasta se había cambiado el nombre por su versión castellana: Federico.

Tras parar en el polvero de Hixinio y comprar los materiales necesarios para las reparaciones, se dirigieron hacia la mansión de los Marqueses.

El ninguneo al que lo sometía el Mayordomo hería su orgullo, sin embargo prefería no dar muestra de ellos y pensar que algún día le podría devolver con creces sus desprecios.

En la media hora larga de trayecto, ante la imposibilidad de poder hablar con su compañero de viaje, se puso a cavilar sobre lo ocurrido en la última travesía y  la obligación que tenía que cumplir  cuando llegara a la mansión de los Francomayor.

Nunca se había sentido menos macho por follarse de vez en cuando a una mariconcilla o tener sexo, para desahogo, con sus compañeros de camarote. Para él metérsela a un tío era como hacerlo con una oveja. Si algunos de sus conocidos consideraban la zoofilia únicamente como un alivio para su lujuria, ¿por qué había de tener remordimientos él por lo que hacía?

Tampoco se sentía culpable por como apagaba sus calenturas durante las largas travesías en el mar. Máxime cuando, a pesar de que nadie hacía mención sobre lo que ocurría dentro de los camarotes, era el secreto a voces peor guardado.

Para gozar del cuerpo y de las caricias de sus compañeros de dormitorio, que tenían, al igual que él, en alta estima su hombría, había llegado a establecer con ellos un intercambio de roles. Por lo que siempre no le tocaba hacer de activo. Comerse una polla o dejarse encular no es que fuera una muestra innata de masculinidad, pero consideraba que las normas estaban para respetarlas.

Siempre había afrontado su papel pasivo con resignación,  un peaje que tenía que pagar para gozar de una boca y un culo en la justa medida. Sin embargo, todo cambió cuando coincidió con Xenaro, pues comenzó a disfrutar de esa opción.

Nunca lo había entendido como un cambio en sus apetencias sexuales, él se sentía igual de macho que siempre, y lo había asimilado  como una reacción refleja de la buena amistad que los unía, de lo  bien que se compenetraban. 

Sin embargo,  lo sucedido con el joven caldense en las duchas lo tenía mosqueado.  Era la primera vez que se había puesto cachondo con la visión de un cuerpo masculino desnudo y, si no hubieran aparecido sus compañeros, habría fornicado con él en las duchas. Una locura que, ni con el paso de los días, deja de parecerle de lo más sugerente. Es más, cada vez que rememora el momento, el nabo se le llena de sangre.

Para sus adentros se quiso justificar diciendo que lo había visto cientos de veces antes en los baños y nunca se había fijado en él, si lo había hecho era porque estaba bajo los efectos del vino. También un añadido importante fue que el chaval se estuviera acariciando el agujero del culo.

Luego, como si echarle la culpa al alcohol le pareciera la excusa más disparatada que se había dado nunca, caía en la cuenta del dicho popular de que los niños, los viejos y los borrachos son los únicos que siempre dicen la verdad.

Anxo lo puso tan cachondo que la última vez que enculó a su compañero de cuarto lo hizo pensando en él. Ni aun así ha conseguido quitarse de la cabeza el perfecto cuerpo del joven rubio, que se ha convertido en toda una obsesión para él. Había llegado a la conclusión de que a fuerza de  pasear su churra por tanto culo masculino,  se había terminado volviendo un poco maricón.

Es más, es tal la fijación que tiene con el joven rubio que de no haberse llegado hoy Frederico a buscarlo se habría pasado por Combarro a echarle un vistazo a la casa de su suegro y, de camino, ver si podía hacerse el encontradizo con él para hacerle hincapié sobre el asunto que se les quedó pendiente.

Conforme se fueron aproximando a la mansión. El recuerdo de su padre visitando al heredero de los Francomayor le asaltó la cabeza. Al igual que  él,  con la excusa de una avería en sus dependencias, venía a prestarle otro tipo de servicios.

Se le revolvía el estómago  de imaginar a su progenitor siendo participe del sexo con aquel enano con voz de pájaro. Accediendo a sus caprichos más depravados del mismo modo  que lo hacía él.  Le confortaba pensar que, lo mismo que él, tampoco tendría opción y enfrentaría el mal trago de la mejor manera posible.

Sin embargo, por mucho que le costara admitirlo, no todos eran malos ratos con el marquesito. Tenía sus excentricidades y no le dejaba actuar con toda la libertad que le gustaría, pero el sexo con él novedoso y de lo más placentero. Por lo que, su padre, que lo disfrutó cuando era más joven, tampoco lo pasaría tan mal.

Nunca lo llegó a conversar con su hermano Cristovo, pero era de la firme convicción que su mudanza a Nigran tenía que ver con el asco que le daba tener que intimar con aquel tipo. A diferencia de él, nunca había se había dejado seducir por el dinero de algún marica y le había dado a probar la herencia familiar. Tampoco había hecho travesías en alta mar, por lo que su primer culo debió ser el de los Francomayor, por lo que seguramente no supo disfrutar el momento de la manera adecuada.

Si llegó a follárselo o no, fue algo que no supo a ciencia cierta, pues de esas cosas entre machotes no se hablaba. No obstante, siendo su hermano la discreción personificada, que se refiriera al heredero de los Francomayor como Paquita la Culona, era bastante clarificador de que se había visto en la obligación de metérsela en más de una ocasión. Un mote que él también usaba, aunque fuera solo para sus adentros.

Tras cruzar la impenetrable verja que separaba el mundo de los muy pudientes de las clases humildes,  bastaron solo unos minutos  para que Frederico estacionara  el coche en los aparcamientos en los aledaños de  la mansión y le invitara a que lo siguiera con un gesto autoritario.  

Mientras caminaba en dirección al imponente caserón, llegó a la conclusión de que debía estar volviéndose más maricón de lo que suponía, pues se quedó mirando el culo del mayordomo. Un trasero apretado y redondo que se marcaba bajo el ajustado uniforme.   «Una pena que a quien tenga que metérsela sea a su jefe», pensó al tiempo que notaba como crecía su cipote dentro de los calzones.  

Lo hizo pasar por la entrada del servicio y de allí a la estancias donde las personas, mayormente mujeres, realizaban tareas de la casa tales como lavar la ropa, limpiar la plata, fregar los platos o preparar los guisos de los habitantes de la plaza alta.

Conocía a la jefa de cocina desde que era un crío.  Se quedó sin madre muy pequeña y su padre, cuando se hacía a la mar, la dejaba al cuidado de la suya. Por lo que, dado los prolongados tiempos que su padre pasaba faenando en los barcos, fue como una hija más en la familia.  

En virtud de aquel sentimiento que los unía, la buena mujer siempre que aparecía por la mansión para realizar las chapuzas,  le preparaba una talega con alimentos, en algunas ocasiones le ponía hasta dulces para sus niños. Sabía que Frederico conocía los verdaderos motivos de sus visitas al Pazo de Aldam, pero  le atemorizaba preguntarse si ella, como miembro del servicio que era, también sabía la verdad. Probablemente sí, pero se comportaba con él con una enorme prudencia y nunca notó un gesto revelador en ella.

—¿Coma estás, Isabela?

—Aquí coa loita de cada día.

No pudo intercambiar más palabras, pues el mayordomo, que parecía tener más prisa de lo normal, le apremió con un gesto grosero  para que no se entretuviera.

—¿Cómo se te ocurre hacer esperar al señorito? —Le recriminó como si él fuera su padre y él un crío desobediente.

Iago no dijo nada, pero sus ojos  hablaron  por él. Frederico incapaz de aguantarle la mirada, agachó la cabeza y se comportó como si  no fuera con él. Sabía que si hacía enfadar al favorito de su patrón, se podría ganar una reprimenda por lo que decidió no tensar demasiado la cuerda. Máxime con lo que Don Francisquito había preparado.

Una vez cruzaron la cocina,  se internaron  en los pasillos que conducían a las dependencia del joven marques. Por muchas veces que visitara aquella casa, nunca dejaba de sorprenderle como pululaba el lujo entre aquellas cuatro paredes. Todo era ostentoso y desorbitado. 

Las paredes eran altísimas y estaba completamente repleta de adornos de arriba abajo. Cada testero mostraba cuadros, armas y trofeos de caza de una manera desmedida. La vanidad desmesurada de sus propietarios se dejaba ver en la aparatosidad con la que estos objetos se exhibían ante los visitantes.  

El Colgón carecía por completo de conocimientos sobre el arte, sin embargo le gustaba de mirar los majestuosos  oleos  que colgaban de la pared. Por lo que le contó una vez Isabela, eran retratos de los antepasados de los duques.

Los laterales de la escalera también estaban plagados de lienzos gigantescos de nobles muertos. Aunque las vistosas imágenes le   invitaban  a observarlas con intención,  las mujeres y hombres que se representaban en ellos le parecían más feos que Picio. «¡De casta le viene al galgo!», pensó mientras se aproximaba a las habitaciones del heredero de los Francomayor.

Otra de las cosas que se quedaba embobado mirándolas, por ser inusuales en su vida cotidiana, eran las alfombras extendidas a lo largo  y ancho de toda la casa. Una moqueta roja de terciopelo cubría todos y cada uno de los escalones que marcaban el camino hacia la biblioteca donde se encontraba la grieta que debía reparar. Se sentía como si pisara sobre algodón y, a pesar de que el postre de todo aquello no era lo que había pensado comer cuando se despertó aquella mañana, saboreaba cada momento entre aquellas cuatro paredes como si fuera el mejor de los platos.

Frederico le invitó a pasar a la habitación donde el noble dedicaba su mucho tiempo libre a la lectura. Tenía, al igual que toda las dependencias de la mansión, unas paredes altas con un enorme portalón de madera. En la parte derecha tenía un pequeño pórtico, similar al de las puertas de algunas iglesias, que era por donde normalmente se accedía al interior.

Por muchas veces que estuviera en el lugar que el señorito de la casa usaba para su ocio y esparcimiento, nunca dejaba de sorprenderle.  Solamente la chimenea que calentaba la habitación y que estaba posicionada en el centro de la estancia, le resultaba una ostentación inalcanzable.

Le fascinaba enormemente las grandes estanterías que rodeaban las cuatro paredes desde el suelo casi hasta el techo. Atiborradas hasta arriba de libros, para alguien que apenas sabía escribir su nombre y leer a duras penas, le parecían objetos que no pertenecían en absoluto a la vida que le había tocado en suerte.

Completaban el mobiliario de la habitación una mesa de madera, varias sillas a juego y dos inmensos canapés tapizados en rojo cuya comodidad conocía a la perfección.  Ambos habían sido el receptáculo de más de un momento de lujuria que había compartido con el heredero de la familia.

Como era habitual, nada más entraron en la estancia. El arrogante mayordomo se encargó de darle las instrucciones sobre la pequeña reparación que debía realizar.

Cualquier persona con dos dedos de frente deduciría fácilmente que el agujero en la pared había sido hecho intencionadamente.  Un paripé para hacer venir al Colgón. «Cada vez se esfuerzan menos por disimularlo, nin que fose tonto», pensó mientras se disponía a realizar la tarea que le habían encomendado.

Una vez analizó el trabajo a ejecutar. Le pidió permiso al mayordomo para bajar por un poco de agua a la cocina para montar el yeso.

—Sí, pero apresúrate todo lo que puedas. El señorito está ansioso por ver la pared arreglada y sabes la poca paciencia que se gasta.

Ni diez minutos más tardes,  ya había mezclado el yeso con el agua y la masa estaba preparada para resanar la pared. No hubo pegado ni tres paletazos con el palustre, cuando una voz estridente como la de un pájaro histérico resonó a sus espaldas.

—¡Buenas tardes, corpulento obrero! ¿Qué le trae por mi humilde morada?

Tragó saliva antes de darse la vuelta. Pensó en las consecuencias que tendría para él y su familia que soltara una risotada, por lo que controló sus impulsos e hizo un tremendo esfuerzo para que cualquier señal de júbilo  se ahogara en su garganta.

La verdad es que el hijo de los marqueses era toda una caja de sorpresas y cuando creías haber visto el más esperpéntico de sus atuendos, él te sorprendía con otro aún más estrafalario. Sus modelitos eran un canto a la chabacanería y al mal gusto.

Los únicos referentes culturales y conocidos que tenía el pescador gallego  que se asemejaran a la forma que  aquel hombre tenía a la hora de vestirse de mujer, eran las maricas que se había beneficiado alguna vez que otra. La inmensa mayoría querían parecer femeninas  al cien por cien y, aunque sus disfraces eran de lo más estrambóticos, ninguna mostraba características masculinas del mismo modo que lo hacia él. Al contrario,  todos ellos  se empeñaba por  esconder cualquier resquicio de su hombría, con el único propósito de que  sus amantes pudieran llegar a imaginar que se estaban tirando a una mujer.  

El único que  conocía que fuera una mezcla extraña de caracteres femeninos y masculinos, era la Trotona.  Aquel cincuentón  con su peluca morena y su barba cana, era el individuo que se había follado con menos ganas. Entre otras circunstancias, porque llevaba una cogorza tremenda por lo que no cree que se le pusiera dura del todo.

Fue con tres marinos amigos suyos a Pontevedra de juerga y, no sabe muy bien cómo, acabaron en el pequeño cabaret que aquel tipo regentaba. Uno de ellos, entre chanzas, le contó a la mariquita barbuda lo de su herencia familiar y  un par de botellas de vinos más tarde, los cuatro lo acompañaron a su dormitorio.  

A la mañana siguiente, amanecieron dormidos en un banco de la  estación  de trenes  con los huevos vacíos de leche  y  unos cuantos billetes  de a cien pesetas en el bolsillo. Ninguno de ellos tenía demasiado claro que habían hecho o dejado de hacer. No obstante, siguiendo su lema habitual  de lo que no se habla no existe, corrieron un tupido velo sobre lo sucedido  y no lo  volvieron a mencionar jamás.

Recordar aquel momento de su pasado, no era lo más acertado para su libido. Máxime cuando en unos instantes, si no quería contrariar al hijo de los nobles, debería presentar un notable estado de excitación.

Intentó borrar de su mente aquella mala vivencia y se volvió, consciente de que el aspecto que presentaría el hijo de los Francomayor, en vez de animarlo a tener sexo, haría que se le quitaran las ganas por completo. Llegó a la conclusión de que, como en otras ocasiones, mientras se lo follaba, para que no se le bajara, tendría que dejar volar su imaginación por otros momentos vividos o imaginados. Cualquier cosa mejor que el flácido y obeso cuerpo del marquesito que no le excitaba en lo más mínimo.

En aquella ocasión, para intentar sorprenderlo, el extravagante noble había escogido una peluca rubia a lo Marilyn que contrastaba con el negro de su bigote a lo Charlot. Una especie de cepillo dental negro que flotaba sobre unos anchos labios dibujados con un llamativo carmín. Se había pintado los parpados con una sombra de ojos verdes y se había colocado unas enormes pestañas postizas.

Todo en el heredero de los Francomayor era excesivo y de mal gusto. Se había untado tal cantidad de maquillaje en los mofletes que, lejos de parecerle medianamente atractivo, le recordaba a las muñecas de Mariquita Pérez que había visto en los escaparates de la capital.

Las guisas que había escogido para esconder su fofo cuerpo era un vestido rosa de mil rayas de talle ajustado y una falda de vuelo hasta la rodilla. Bajo él, llevaba un tutú del mismo color para dar consistencia a los pliegues de la prenda. Completaban su indumentaria unas medias de seda color carne que se ceñían sobre unas rollizas piernas repletas de vellos.

La verdad es que el marquesito había engordado un poco  desde la última vez que lo visitó. El traje femenino le formaba unas enormes morcillas en la parte de la barriga  y, por muy apretado que se hubiera puesto el corsé, le era imposible disimular las acumulaciones de grasa en su tórax. Llevaba la prenda tan ajustada que tenía la sensación de que las costuras le fueran a estallar de un momento a otro.

Completaban el inusual disfraz unos zapatos de tacón rojo con hebilla plateada. La correa que cruzaba el calzado de lado a lado debía apretarle bastante, pues se marcaba sobre su hinchado empeine dándole un aspecto de patata blancuzca.

Todo el conjunto era un antónimo perfecto del erotismo. Por lo que Iago, si quería no ganarse la enemistad de los señores del marquesado, debía buscar una buena inspiración para poder dar la talla.

—He venido a  tapar una pequeña grieta de la pared —Le dijo respondiendo  servilmente a su pregunta sobre lo que hacía allí.

—¡Tapar grietas, desconchones y agujeros! Los hombres fornidos únicamente pensáis en tapar cosas. Da la sensación de que nuestro Amado Señor, os hubiera puesto en la tierra con ese único propósito —Dijo llevándose las manos al pecho en señal de consternación.

Iago se limitó a escuchar en silencio. Sabía, por otras ocasiones que había visitado a don Francisquito, que aquel monologo absurdo  era obligatorio y que lo debía escuchar sin rechistar del mismo modo que el sermón de los curas en la iglesia.

El afeminado noble se traía su pequeño teatrillo estrictamente memorizado y si lo interrumpía lo más mínimo,  como era incapaz de improvisar, se enfadaba.

Como no quería que la propina por su trabajo fuera mermada ni en una perra chica  siquiera,  puso cara de importarle mucho lo que decía y  no despegó la mirada de él mientras se esforzaba en interpretar a su personaje del día

—No sé por qué esa obsesión de los hombres hermosos por tapar agujeros y demás. Si mis padres no fueran tan estrictos y me dejaran volar cual mariposa, colibrí o paloma que goza de libertad. Yo, Paquita la Avispona, podría investigar esa obcecación de los machotes por los agujeros y, mientras cumplía mi deber con la ciencia, podría disfrutar de esos placeres prohibidos que me son negados.

Hizo  una pausa se pasó la punta de dos por la boca y  la deslizo  por el cuello, hasta llegar al canalillo de un escote que mostraba una pequeña pelambrera de  vellos canosos. 

— Pero aquí me tiene, señor obrero, marchitándome entre estas cuatro paredes como una flor a la que no da el sol. Una flor que si no fuera porque, de vez en cuando, me encargo de buscar un buen jardinero que me riegue, me habría secado hasta morir hace mucho tiempo—Francisco hizo una pausa y caminó contoneándose en dirección a Iago.

El pelirrojo sabía que cuando estuviera a su lado debería tener la herencia familiar dura como una roca. Si el Francomayor llegaba a pensar que no le excitaba su presencia, las consecuencias para él y los suyos podrían ser de lo más crueles. Subirle el alquiler de la vivienda que habitaba, estaría entre los castigos más suaves. 

Lo que menos soportaba aquel niño mimado de sesenta años, era que los demás le recordaran su dura realidad. Que no era otra que una marica vieja sin atractivo ninguno y que, lo único que buscaban sus amantes de él, era un dinero extra y no tener a la poderosa familia Francomayor en su contra.

Intentó fantasear con tetas enormes, con coños tragones y exuberantes cuerpos femeninos. Imaginar que cuando la mano del afeminado noble tocara su bragueta,   quien lo hacía, era la de una mujer hermosa. Pero, aquellas ilusiones parecían no ser suficiente combustible para que su pasión prendiera,   pues la bestia bajo sus pantalones se negaba a despertar de su letargo.  

Sin querer volvió a pensar en  Anxo, en cómo sería acariciar su cuerpo, besar sus labios, clavar su virilidad en sus entrañas… Fue soñar con tener el cuerpo del joven rubio cerca y su polla se comenzó a llenar de sangre de manera fulminante.  Se gritaba mil y una veces que él no era maricón, pero desear a otro hombre en lugar de una mujer, no era la actitud más heterosexual.

Paquita, la Avispona, nada más llegar junto a él, levantó el cuello y  movió  excesivamente las pestañas. Daba la sensación de que quisiera hipnotizarlo con su exorbitante parpadeo. Una vez consideró que había captado la atención del apuesto individuo que tenía ante sí, se  llevó una mano tras la nuca, zarandeó levemente las caderas  y giró la cabeza con un movimiento felino.

Iago ignoraba el porqué de aquellos estrafalarios meneos y los considero un añadido más de los vodeviles que se montaba previos al sexo.

En su ignorancia, desconocía que el marquesito   pretendía remedar con sus forzadas poses a uno de los ídolos eróticos del cine del momento: Rita Hayworth. Un intento que concluyó en prueba no superada, pues el Colgón   no encontró el más mínimo alimento para su libido en aquel sobreactuado despliegue de sensualidad. Por lo que tuvo que volver a imaginar al joven pescador en las duchas para que su polla no perdiera dureza.

—¿Sabes, viril obrero, cual es mi problema? —Pregunto sin esperar respuesta con una voz de pito  a la que intentaba vanamente cargar de una sensualidad que estaba reñida con su agudeza—A pesar de mi maravilloso cuerpo, lo guapa que soy, mi simpatía natural y los muchos libros que he estudiado, estoy muy sola… Demasiado sola.

Concluyó la frase llevando su mano disimuladamente a la entrepierna del pescador. Al sentir la descomunal y dura masculinidad bajo sus dedos, casi se atraganta de la emoción por lo que apartó la mano del tremendo trozo de carne como si le diera calambre. Por unos segundos detuvo su irrisorio discurso, comportándose como si la conmoción hubiera dejado su mente en blanco.

Sin embargo, para desgracia de Iago que tuvo que seguir soportando su absurda perorata, volvió a recuperar el hilo rápidamente y prosiguió  por donde lo había dejado.

—A pesar de mi juventud, de las pasiones que despierto  entre los miembros del género masculino, mis padres no encuentran un hombre que sea merecedor de mi amor. Por lo que me tengo que contentar con contemplar los hermosos obreros  que vienen a trabajar a esta casa.

Volvió a llevar la mano al bulto de la entrepierna de Iago. Superada la estupefacción inicial por el colosal miembro que se escondía bajo los pantalones del pescador, lo  masajeó contundentemente, al tiempo que dejaba que en  su rostro  se pintara una mueca de satisfacción malsana. En el momento que se cansó de relamerse por el festín que se iba a dar, continuó interpretando  su papel de jovencita inocente. De un modo de lo menos creíble.

—Sé, por lo que he escuchado entre las mujeres del servicio, que los hombres pobres, aunque estén casados, siempre están deseosos de compañía femenina. Son como animales que siempre están dispuestos para las batallas de la pasión. No sé por qué, pero esa forma irracional de sentir la vida que tenéis los vasallos, me parece de lo más seductora.  

No había terminado de hablar y su mano estaba de nuevo acariciando el miembro viril de Iago quien, para suerte de su autoestima, no había prestado ninguna atención a las crueles palabras de Paquita y seguía fantaseando con el redondo culo de Anxo, con clavarle su virilidad hasta los huevos.  

La mano de Paquita volvió a aferrarse al bulto bajó el pantalón del pelirrojo y comenzó a marcar con sus dedos el cilindro sobre la deslucida tela. Cuando lo consideró oportuno, desabotonó los pantalones de la bragueta y metió la mano en su interior en pos de sacar fuera el vibrante cincel.

Sin ningún  impedimento que lo mantuviera sujeto,  el cipote de Iago saltó al exterior como un resorte. Durante unos segundos el afeminado noble se quedó mirando aquella maravilla de la naturaleza. No solo era grande, ancho y su dureza era excepcional. El color rojizo de su piel y de su capullo sin circuncidad lo convertían en una rara avis de lo más apetecible.

El marquesito acarició con la punta de los dedos el glande y, en un gesto que pretendía ser refinado, se los llevo a la boca y los saboreó contundentemente.

—¿Sabes lo que me ha dicho el médico,  hermoso obrero? —Preguntó de manera sobreactuada, sin importarle  lo más mínimo la curiosidad de su acompañante —Que debo perder peso. Me ha puesto a dieta el muy ladino. Solo puedo comer lechugas, fruta, pescado y carne a la plancha. ¡Qué dieta tan aburrida! Si a mí lo que me pirran son los embutidos. Donde haya un buen chorizo, una gran morcilla y una sabrosa caña de lomo que se quiten las verduras —Al decir esto levantó el tono de voz e hizo una colección considerable de aspavientos.

El pescador cuarentón tuvo que volver a imaginar el culo de su joven compañero de travesía para que su caña siguiera manteniéndose dura, porque aquel espectáculo  apagaba  su lívido y  lo único que le despertaba en él  era la risa fácil.

Paquita hizo una pausa dramática, se volvió acariciar el cuello a lo Gilda  y se contoneó un poco como si fuera un minino famélico de cariño. Una vez concluyó su amago de danza de apareamiento,  volvió a envolver con la palma de la mano la herramienta sexual de Iago.

—¿Pues sabe lo que te digo? Hoy me voy a saltar la dieta y voy a comerme un buen chorizo. Además, como solo lo voy a chupar durante un buen rato, engordare mucho menos que si lo mastico.

No había terminado de hablar y Paquita ya se había arrodillado ante el pescador. Sin darle tiempo a reaccionar se  introdujo el enorme carajo en su boca.

Con el heredero de los Francomayor se cumplía a la perfección una máxima popular: «Toda la vida de maricón y no se sabía comer un nabo». Rara era la vez que aquel tipo no le practicaba el sexo oral que no le arañara su miembro viril con los dientes. Además, con los años, tenía la dentadura en peores condiciones y los incisivos más cortantes. Por lo que en un primer momento su mamada era  cualquier cosa  menos placentera.

Para suerte de Iago, la cavidad bucal de la Avispona  era bastante amplia por lo que se adaptaba rápidamente al ancho de su verga y, a pesar del suplicio inicial, los calientes labios conseguían hacerle sentir, por momentos, que estaba metiéndola en un lugar mucho más sugerente .

En el instante que más estaba disfrutando, Paquita se detuvo.

—Viril obrero, ¿le gustaría pasar a uno de los divanes? —Dijo indicándole la parte de la sala donde se encontraba el mueble para recostarse —Allí usted descansara y yo me tomaré mi entremés en una postura mucho más cómoda. Ya no estoy tan ágil como en mis años mozos.

Al decir esto último, le tendió la mano para que le ayudara a levantarse. Era obvio que aquel hombre, por mucho dinero que tuviera y por más médicos que vigilaran su salud, cada vez estaba más mayor. Pero como tenía una madre que estaba conservada en ginebra  de la buena  y no se moría ni a la de tres, se convertiría en un anciano y todo el mundo lo conocería por el marquesito.

Una vez Paca se incorporó, Iago se subió como pudo el pantalón y se dirigió hacia donde la ordenaron. Tenía la polla dura como una piedra y unas ganas tremenda de echar la leche, pero sabía que se debía contener un poco porque si no el afeminado noble se enfadaría. A Paquita le gustaba saborear su grueso paloduz   y si no lo disfrutaba durante un buen rato, no se quedaba satisfecha. Ella era quien marcaba las pautas de sus orgasmos y, en ocasiones, entre el sexo oral y el anal, habían tardado cerca de dos horas.

El Colgón se bajó el pantalón hasta la rodillas, se sentó en el sofá y abrió las piernas de un modo tan sensual que hasta abrumó momentáneamente al marquesito. No había ninguna duda que los mayores cipotes que se había beneficiado habían sido lo de los Colgones y, de los tres, el mejor semental era Iago. Un tipo que disfrutaba y hacia disfrutar con el sexo.

Incapaz de contener la pasión que bullía en su interior, tragó saliva, se colocó entre sus piernas y continuó mamando de aquel trozo de carne hinchada del mismo modo que  un corderito de la teta de su madre. Una teta de la que emanaba un potente perfume a macho que nublaba su raciocinio y ponía a funcionar su lascivia como pocas veces.

Llegado a aquel punto de lujuria. El pescador no necesitaba recurrir a fantasías sexuales para mantener viva su calentura. La boca de aquel hombre, una vez se habituó al grosor de su herramienta, le estaba proporcionando placer del bueno. Se encontraba tan  excitado que tuvo que hacer un tremendo esfuerzo por no terminar eyaculando antes de tiempo.  

La Avispona solía ser una caja de sorpresa y siempre preparaba algún jueguecito que conseguía sacar las más bajas pasiones del pescador. En aquella ocasión, con la única intención de volver loco al semental que tenía ante sí,  había llenado de babas su erecto cincel y, al tiempo que le chupaba el glande, lo masturbaba lubricándolo con el caliente líquido.

Aquella forma de que le comieran la polla era completamente novedosa para él, nada tenía que ver con el modo que se lo practicaba su compañero de camarote, ni siquiera con la de algunas de las mariquitas afeminadas con las que había follado. Pensó que aquello lo habría leido seguramente en alguno de los libros prohibidos que tenía en su casa y que le había mostrado orgullos sus ilustraciones en otras visitas. Nunca imaginó mejor utilidad a las numerosas horas que el hijo de los marqueses le dedicaba a la lectura.  

Paquita estaba más golosa de lo habitual. Chupaba su capullo como si fuera una piruleta y le agarraba los huevos con una pasión tan tremenda que incluso llegó a sacarle algún quejido de dolor que otro.

Pasó su lengua a lo largo y ancho de todo su miembro viril. Cuando recorrió cada resquicio de su nabo, probó a tragársela por completo. Al comprobar que, con cierta dificultad, podía engullirla en todo su esplendor, comenzó a deslizar su boca a lo largo de la corriente barra.

Buscó los ojos de Iago y sacándose la verga momentáneamente el cipote  de su boca le dijo con una voz casi suplicante.

—¡Trátame como la perra pecadora que soy y dame toda tu leche!

El Colgón sabía perfectamente lo que tenía que hacer a partir de aquel momento. Agarró las orejas del marquesito como si fueran las asas de una cacerola y, con cierta brusquedad, las empujó contra sí. No paró hasta  que  los labios perfilados de carmín chocaron con su vello púbico.

Una vez comprobó que tenía la boca lo suficientemente abierta, fue moviendo la cabeza como si fuera una especie de resorte de arriba abajo. La pasión lo tenía tan cegado, que se olvidó por completo de quien era su ocasional amante y, sin importarle lo más mínimo que le faltara el resuello, lo empezó a tratar como la puta que era en ese momento. 

En el instante  que notó que iba a expulsar la corrida, le soltó una de las orejas y, con la mano que tenía libre, presionó su nuca para que se tragara toda la leche.

 En el preciso instante  que su cuerpo alcanzó el orgasmo la imagen de Iago mamando su polla y devorando su esencia vital se pintó en su cabeza. Y pensó: «¿Cuándo cumpliré mi sueño?»

Continuará en: “A falta de pan, buenas son calabazas”

5 comentarios sobre “Perversiones de las partes nobles

  1. Qué bueno los dos relatos de la culona! Como todo lo que escribes. Pero estos me ha puesto mucho. Hay más sobre los colgones y la culona? Hay alguno en que se la follan?

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    1. No sé si habrás leido «Un griego muy real» (supongo que sí) es lo último. En el futuro inmediato no aparecerá la Culona, pero si el Colgon. Iago tiene para rato.
      Pero se están cocinando a fuego lento. je,je

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