Aquel veintitrés de agosto estaba siendo más caluroso de lo habitual. Ignacio Hernando cumplía la mayoría de edad y aunque ya iba camino de ser todo un hombre, todos seguían llamándole Ignacito. Para su familia era un apelativo cariñoso, para sus amistades una forma de recordarle su baja estatura. Aunque más crueles eran cuando se dirigían a él por el apodo burlesco de Torrebuno.
Con motivo de la celebración de su cumpleaños, había pedido permiso en casa para llegar más tarde de lo habitual, pues irían al centro de la ciudad y regresarían al barrio en el último autobús de la noche.
La fiesta no era otra cosa que ir a ver una película en el multicines y tomar unas hamburguesas o una pizza en el centro de la ciudad. Ocasión para la que Ignacito había estado ahorrando durante una buena temporada, pues en casa la cosa no estaba muy boyante y tampoco la paga semanal daba para mucho. Por lo que las cinco mil pesetas que tenía para gastarse con sus amigos era una especie de tesoro para el muchacho, ya que era producto de muchas privaciones.
Era un día muy especial para él, pues estaría Roberto ese chaval que tanto le gustaba y, como era una reunión de solo chicos, no iría con la repelente de su novia.
Aunque sabía que no tenía nada que hacer, pues era un tío que presumía a todas horas de lo muy macho que era, se había puesto la ropa que mejor le sentaba: Una camiseta blanca con un dibujo enorme de Piolín que le sentaba estupendamente y un pantalón verde militar que, como se lo subía un poco un poco más arriba de la cintura para disimular un poco la barriga, le marcaba los glúteos de un modo de lo más provocativo. Soñar era gratis y, con sus recién cumplidos dieciocho años, le era muy difícil discernir lo posible de lo imposible.
«Quién sabe, lo mismo Roberto tienes mis mismos gustos y, como a mí, le da vergüenza reconocerlo », pensó intentando convencerse de que sus fantasías no estaban reñidas con la cruda realidad.

Además de con el chico que le gustaba, había quedado con sus otros tres amigos: Julio, Manu y Gus. Aunque el plan de ir al cine y comer en un Burger, en un principio, les pareció de lo más aburrido. Después lo pensaron mejor, lo hablaron entre ellos y accedieron a ir con una condición: El iría para allá antes y compraría las entradas. Cosa que al cumpleañeros no le pareció mal, ya que porque iban los cinco a soportar las colas interminables, cuando a quien le tocaba pagar era a él.
Ignacio, en su ingenuidad juvenil, era ajeno a que sus presuntos amigos le habían hecho una cruel jugarreta y no tenían ninguna intención de ir. El plan de la noche de chicos les había parecido una mariconada de tomo y lomo, sobre todo con lo que la gente murmuraba de la condición del chaval en el barrio. Aunque ninguno pensaba aparecer, acordaron que sería divertido dejarlo plantado con las entradas en el multicines. Seguro que después de una humillación de aquella envergadura, el mariposón de Torrebruno dejaría de estar revoloteando a su alrededor por una temporada bien larga.
Si algo nos proporciona felicidad a los seres humanos es la ignorancia, un sentimiento de bienestar que se quiebra en el momento justo que la realidad nos muestra su cara más amarga.
Ignacio se dio de bruces con las miserias de la sociedad y en concreto con la falsedad en la que se envolvía aquellos que decían ser sus amigos. Nada más supo que la película para la que había comprado entradas había empezado, tuvo claro que no vendrían. Aun así, se auto engañó y no se resignó a dejar de esperar, justificando su tardanza con que había perdido el autobús y achacó el que los cuatro tuvieran el móvil apagado a que, todos a la vez, se habían quedado sin batería o se hallaran en un sitio donde no tuvieran suficiente cobertura.

Se moría de ganas por ver la última de Tom Hanks, “Forrest Gump”, pero prefirió dejarlo para otro día y seguir aguardando a que sus amigos aparecieran.
Para endulzar la espera, se compró un helado. Un cucurucho tamaño gigante con una bola de vainilla y otra de chocolate.
La imagen de un joven atractivo, pequeño y afeminado chupando aquellas dos enormes bolas era toda una provocación para aquellos que gustaban del sexo con jovencitos. Una imagen que emanaba inocencia y perversidad por igual. Ver con las ganas que su lengua lamía la cremosa superficie del helado, era capaz de despertar la suspicacia en el más pintado.
Valladolid no es que fuera un hervidero de homosexuales buscando ligar por las calles, pero aquella zona, donde confluía bastante gente joven, era frecuentada por algún que otro depredador sexual que iba a la búsqueda de un casi imposible festín de carne fresca.
Dos de estos cazadores eran Damián y Miguel, dos choferes andaluces que trabajaban para una de las grandes compañías hortofrutícolas de la zona. Los dos pasaban los cuarentas, estaban casados y con hijos, pero gustaban del sexo en cantidades industriales, por lo que nunca tenían suficiente. Aunque no reconocían abiertamente su bisexualidad, cada vez que tenían ocasión de tener relaciones con un tipo amanerado que le gustara tomar exclusivamente el rol de mujer, no la desaprovechaban y la disfrutaba todo lo que podían.
En sus múltiples travesías por Europa, ambos habían compartido en la cabina del camión más de una confidencia sobre sus furtivas aventuras sexuales. Era tanta la complicidad que había entre los dos tipos que no le hacían ascos a compartir, siempre que se terciara, alguna boca y algún culo ansiosos por recibir dos buenas pollas.
Aquella tarde estaban de descanso, al día siguiente salían para el centro de Europa y no volverían en una semana, por lo que decidieron dar una vuelta por el centro de la ciudad para despejarse.

Pese a que no llevaban en mente nada sexual, fue descubrir a Ignacito en la entrada del multicines y sus ganas de follar salieron a pasear como un potro desbocado.
El muchacho era la fantasía de cualquier maduro: bonito, rubio, de piel clara, pequeñito, aniñado… Si a eso se le sumaba que los pocos kilos de más que tenía le conferían una feminidad mayor, pues dotaban a sus pequeñas tetas, sus caderas y su culo de un aspecto de lo más voluptuoso.
El jovencito dando lengüetazos a la enorme bola de helado, era una imagen tan inocente como perturbadora y a los dos hombres se le antojo que si era capaz de hacer eso con un cucurucho, ¿qué no haría con un buen nabo?
Los dos camioneros nunca habían abordado a nadie en la ciudad donde tenía su cede la empresa en que trabajaban, pues eran fiel al lema de «donde tengas la olla, no metas la polla», pero la visión del joven amanerado los había puesto tan cachondo que casi se les nubló el pensamiento.
Damián, que solía ser el más sensato de los dos, la única pega que le puso a su compañero para abordar al chaval fue que parecía menor de edad y eso les podía dar problemas.
—Si no tiene los dieciocho, te prometo que nos vamos para el hotel y nos quitamos la calentura viendo una porno —Le propuso Miguel preso de la excitación.
—¿Y eso cómo lo piensas averiguar, so listo?
—Tú déjame a mí que seguro que se me ocurre algo.
Ignacito salió de su ensimismamiento cuando aquellos dos hombres se acercaron a él. Su aspecto de hombres viriles y recios lo sobrecogió un poco al principio, pero a los pocos segundos, y sin poderlo remediar, recorrió sus fisionomías de arriba abajo con la mirada, por un momento se sintió como un niño delante del escaparate de una confitería.

El cuerpo de Damián le pareció de lo más atractivo. A pesar de que era un hombre muy mayor para él, le pareció bastante guapo. Su piel morena, sus ojos azules y su barba descuidada le conferían un aspecto de lo más varonil. Si se le sumaba su indumentaria: una camisa de cuadros oscuros muy grandes, que se ceñía a su pectoral y dejaba al descubierto unos enormes brazos, un pantalón vaquero que marcaba sus piernas, su culo y un enorme paquete. Ante aquellas virtudes, no fue extraño que la libido del muchacho se pusiera a funcionar estrepitosamente.
Si el moreno le pareció que estaba como un queso. De Miguel, quien poseía una anatomía bastante similar a la de su compañero, pensó que estaba para comérselo con los dedos. Aunque nunca había tenido predilección por los tipos pelirrojos y con barba, los ojos verdes de aquel individuo le habían hipnotizado por completo desde el primer momento.
—¿Chaval, sabes si “Forrest Gump” ha empezado ya?
—Hace un cuarto de hora… Yo iba a entrar a verla con mis amigos, pero no han venido —Ignacito estaba tan apesadumbrado que la voz parecía no querer salirle del cuerpo.
—¿Y eso? —Volvió a insistir Miguel.
El chico no solía confiar mucho en los desconocidos, pero aquellos dos hombres emanaban un halo de respetabilidad y generosidad tal que, sin pensárselo mucho, les contó pormenorizadamente lo que le había sucedido.
—¡Pues vaya amigos que tienes! —Recalcó Damián, poniéndole la mano en el hombro a Ignacito de un modo que al adolescente le resultó tan reconfortante como excitante.
—No son mala gente, lo que pasa es que les habrá surgido otra cosa…
—Chaval —Dijo Miguel cabeceando levemente —, ¿a todos les ha surgido algo al mismo tiempo? Reconócelo, esos tíos son unos cabrones y no merecen ser tus colegas… ¿Pues qué amigo deja plantado a otro el día de su cumpleaños?

El muchacho agachó la cabeza y con una voz que rozaba las lágrimas dijo:
—Ninguno.
—Por cierto, ¿cuántos has cumplido? —Preguntó el pelirrojo con cierta picardía.
—Dieciocho.
—¡Anda no te quedes con nosotros! ¡Si tú más de dieciséis no tienes!
Automáticamente el muchacho picó el anzuelo del astuto cuarentón, se sacó la cartera y les mostró su DNI.
Miguel cogió el documento y, tras inspeccionarlo, se lo enseñó a su compañero diciendo:
—Lo ves, es mayor de edad.
—Quien lo diría —Al decir esto Damián sonrío complacido al pelirrojo por debajo del labio —, yo no te echaba más de quince.
—Me lo dice todo el mundo —Respondió el joven guardando en su cartera su carnet —, pero son dieciocho los que tengo.
—Pues,¿ sabes lo que te digo, chaval? —La mano de Damián volvió a posarse en su hombro, esta vez Ignacito no pudo evitar estremecerse ante su contacto —Que si tus amigos se han portado como unos cabrones contigo, aquí el Miguel y yo vamos a ser tus colegas esta noche, porque solo se cumplen dieciocho años una vez en la vida. ¿A qué nos vas a invitar?
Asentir a la proposición de los dos corpulentos desconocidos fue la mejor decisión que tomó en mucho tiempo Ignacito. Estuvieron de cañas, comieron en un bar y después fueron a un pub, aunque el joven vallisoletano insistió en lo de pagar, los dos maduros andaluces solo consintieron que los invitara a las copas últimas.
—¿Cómo se lo han pasado mis nuevos amigos? —Preguntó el muchacho regalando a los camioneros una esplendorosa y generosa sonrisa.

—¿Pasado? ¿De verdad crees que la noche ya se ha terminado? —Le dijo Miguel guiñándole un ojo, a la vez que le acariciaba el hombro de un modo que rosaba lo sensual.
—Es que tengo que coger el autobús —Se excusó el joven bajando la mirada un poco avergonzado.
—¡Qué autobús, ni que leches! Nosotros tenemos coche y te acercamos para tu casa.
—¿Haríais eso por mí?
—¿Por qué no? Para eso están los amigos—Dijo Damián a la vez que le echaba afectuosamente el brazo sobre los hombres al muchacho.
—Pero con una condición, te tienes que quedar un rato más con nosotros —Intervino Miguel guiñando el ojo picaronamente.
Ignacito no pudo negarse, hacía tiempo que no se lo pasaba tan bien y aunque aquellos hombres solo eran un poco más joven que su padre, sentía que por primera vez tenía alguien en quien confiar.
Estaba tan a gusto con ellos que no se pudo negar cuando lo invitaron a ver una película a su habitación del hotel. La idea de estar con aquellos dos a solas le excitaba tanto como le aterraba, podía ser ingenuo, pero no era tonto y sabía dónde iba a desembocar todo. No temía que sus dos nuevos amigos le pudieran hacer daño, sino que él no pudiera estar a la altura de las circunstancias.
El muchacho se podía decir que era virgen, sus únicos contactos sexuales se habían limitado con el hijo del pastor del pueblo de su padre, un chaval mayor que él, a quien le había hecho alguna paja que otra. Nunca le había mamado la polla pues el fuerte olor a orín que emitía le daba asco y jamás le había dejado que lo penetrara porque le daba miedo de que le pudiera hacer daño.
Tenía muy claro que a aquellos dos no se contentaría con que los masturbara. Aquella noche, si quería estar a la altura de las circunstancias, debería dejar de ser tan remilgado y debería comerse su primera polla. Dos por falta de una.

No podía estar más nervioso cuando Miguel le pidió que se sentará en la cama. Mientras Damián sirvió unas copas del mini bar, su compañero buscó una película en el video club por cable de la televisión del hotel.
Se sentaron dejándolo a él en medio de los dos. Fue suficiente simplemente sentir el calor de sus brazos y sus rodillas rozándose con él, para que un sudor frio comenzara a recorrer su espalda. No estaba acostumbrado a beber nada de alcohol, aquella noche llevaba un par de cañas y el de ahora sería su segundo cuba libre. Aunque era consciente plenamente de lo que estaba haciendo, una deliciosa desinhibición, producto del licor que había ingerido, dominaba sus sentidos.
Cuando en la televisión comenzaron a salir imágenes libidinosas, la presión que ejercían las rodillas de los hombres sobre la suya se volvió una tortura. Un martirio de lo más delicioso, pues no le hizo falta la inspiración del sexo enlatado para que el pulso se le acelerara y su miembro viril se comenzara a llenar de sangre, únicamente con elucubrar lo que estaba a punto de ocurrirle.
Disimuladamente lanzó una pequeña visual a los paquetes de sus dos acompañantes, tal como presagiaba, estos habían aumentado de tamaño. Temblando como un flan, clavó su mirada en las pornográficas escenas y tragó saliva, suplicando por que el ansiado momento no tardara en llegar.
Aunque estaba loco por intimar con los dos hombres y se sentía capaz de enfrentar lo que tuviera que suceder, no encontró el valor para dar el primer paso y aguardó que fueran sus nuevos amigos los que rompieran el hielo. Un hielo que, dada la temperatura reinante en la pequeña habitación, amenazaba con derretirse de un momento a otro.
Miguel tenía unas ganas locas de acariciar el pechito del chaval. Pensaba que sus tetitas debían ser tan tiernas como las de una mujer. Si se contenía era porque sospechaba que la “palomita” seguía estando muy cruda, que pese a lo afeminado que era y lo cristalino que estaba lo mucho que le debía gusta un buen nabo, no daba indicios de que hubiera probado alguno. Así que prefirió ser paciente y no espantar a la pieza, porque sabía Dios cuándo se iba a volver a ver en otra de aquella envergadura.

—¿Te gusta la peli? —Le preguntó Damián a Ignacio poniéndole una mano en la rodilla.
El joven amanerado al sentir la ruda mano sobre él, sintió como se le erizaban los pelos de la nuca y como el corazón le comenzaba a palpitar intensamente. Aun así se limitó a responder un escueto «Sí», que dejó bastante patente al camionero que no le disgustaba cómo se estaba tornando la situación.
Damián, sin quitar la mano del muslo del muchacho, miró a su compañero buscando la complicidad de este. No hizo falta que entre los dos se cruzara palabra alguna para saber qué era lo que debían hacer a continuación.
El pelirrojo se metió mano al paquete de un modo soez y dijo:
—¡Joder, como se me está poniendo el rabo de duro! ¡De buenas ganas me hacía un pajote!
—¡Pues por nosotros no te cortes! —Respondió su compañero, sin dejar de acariciar la pierna del muchacho —¿A qué a ti no te importa, Ignacio?
—No.
El pulso se le aceleró de forma desmedida al ver como el hombre que estaba sentado junto a él, descorría la hebilla de su cinturón, bajaba la cremallera y sacaba de un comprimido encierro de algodón a su erecto miembro viril.

El inexperto joven creyó que le iba a dar algo en el momento que vio el rojizo y palpitante trozo de carne. Aunque no tenía mucho para comparar, solo lo que había visto en alguna revista y alguna película, la polla del pelirrojo le pareció colosal. Si hubiera tenido un metro a mano, podría haber comprobado que su largo eran diecinueve centímetros y su diámetro cinco. Un tamaño que sin ser una enormidad, no era nada despreciable.
Si le gustaba su piel rojiza y su enorme capullo, lo que más llamaba su atención era unos blancuzcos testículos rodeados de un rizado vello pelirrojo que se revolvían en su bolsa como si estuvieran rogando que los acariciaran.
No obstante, las emociones no habían hecho más que empezar, pues Damián, haciendo alarde de la misma poca vergüenza que su colega dice:
—¡Pues sabe lo que te digo! ¡A mí también me apetece meneármela un poquillo!
No transcurrió ni un minuto y el moreno de ojos azules estaba con los pantalones bajados hasta las rodillas. Su nabo era bastante más moreno, más gordo y un poco más largo. Sus testículos estaban cubiertos por un manto de vello oscuro que, al igual que los de Miguel, conseguían hacer las delicias del muchacho, que estaba haciendo un esfuerzo tremendo por no alargar la mano hacia las entrepiernas de sus dos acompañantes y tocar aquellas prominencias que se le antojaban de lo más encantadoras.
De repente dejó de mirar la pantalla y centró toda su atención entre las dos vergas que lo flanqueaban. La mano del barbudo pelirrojo apretaba fuertemente el erecto tallo entre sus dedos, como si intentara exprimirlo, hinchando su cabeza hasta hacerla palpitar levemente. Tanto más oprimía aquel tubérculo, más brillante y colorado se volvía su capullo.
Por su parte Damián, sin dejar de acariciar el muslo del chaval, subía y bajaba la piel de su moreno cipote. Mostrando un glande violáceo del que brotaban intermitentemente unas brillantes gotas de líquido pre seminal.

Para Ignacio las escenas de sexo explícito que se mostraban en la televisión, pasaron de tener todo el interés del mundo a no tener ninguno. Su cabeza, como la de un espectador de un partido de tenis, se movía de un lado para otro, alternando sus miradas entre las dos vigorosas trancas que lo hechizaban como los cantos de sirenas a los marineros.
En un momento determinado, Miguel le puso la mano sobre la rodilla, hizo alarde de la poca vergüenza que la naturaleza le había dejado en herencia y le dijo:
—Ignacio, si quieres puedes tocar, ni mi amigo ni yo nos vamos a enfadar. ¿No somos colegas? Todo lo nuestro es tuyo.
El joven vallisoletano giró la cabeza hacia Damián, al comprobar que asentía con la cabeza al ofrecimiento de su compañero, no se lo pensó y, como si estuviera cogiendo unos esquíes para descender por una rampla, agarró ambas vergas a la vez. Fue posar sus dedos sobre las duras pértigas y un salvaje escalofrió le recorrió la espalda de arriba abajo.
Poco a poco, fue cogiendo confianza y lo que comenzó siendo unas tímidas caricias, pasó a ser una masturbación en toda regla. Una masturbación a dos bandas que solo interrumpía, y por unos breves segundos, para agarrar con fuerza las enormes bolsas testiculares que habían resultado ser una obsesión malsana para el inocente muchacho.
De vez en cuando dejaba de poner todos sus sentidos en dar placer con sus manos a los dos fornidos hombres que tenía junto a él y buscaba sus rostros, en ambos se reflejaba una morbosa satisfacción. Sentirse especial para alguien, le empujó a mover sus manos con el mejor de los esmeros.

En un momento determinado, el atractivo moreno asió su muñeca con delicadeza y le dijo con la mayor dulzura del mundo:
—¡Chiquillo, para un poquito! ¿O quieres que me corra ya?
Ignacito negó con la cabeza y con el mismo ímpetu que comenzó a pajearlos, dejó de hacerlo.
El muchacho se quedó un poco cohibido porque no sabía muy bien qué hacer y durante unos segundos tuvieron la sensación de que estuviera pasando un ángel.
Miguel, haciendo gala de esa espontaneidad suya que rozaba el descaro, se puso de píe y se quitó la camisa, exclamando un apurado: «¡Qué calor hace!».
Ante los ojos de Ignacito se mostró un torso musculado cubierto por una fina capa de vello rojizo. Deslizó la mirada por el rostro del exhibicionista camionero, por sus enormes hombros, su marcado pecho, su abultado abdomen… Hasta llegar a la enhiesta lanza de su pelvis y a sus blancuzcos huevos que colgaban como si desafiaran impúdicamente la fuerza de la gravedad.
—¿Te gusta? —Preguntó el pelirrojo mostrándole su miembro viril como si fuera un trofeo.
—Sí —Asintió el chaval con la cabeza, miró a Damián y terminó añadiendo —, me gustan las dos mucho.
—¡Pues si las mamas más te van a gustar! ¿Quieres probarla?
La cabeza de Ignacito fue asaltada por los recuerdos compartidos con el hijo del pastor, ese fuerte olor a orín y a sudor que le echaba para atrás. Sin embargo, los dos camioneros se han convertido en sus mejore amigos y no les puede fallar, así que hace el esfuerzo y acerca su boca a la palpitante verga.
Para su sorpresa a su nariz llega un aroma fresco y limpio. Vuelve a mirar la hermosa tranca y sin pensárselo se la mete en la boca.
Miguel miró a su compañero de trabajo mientras el chaval se tragaba su erecto sable. Un gesto de completa satisfacción se pintó en su rostro. Aquel día les había tocado la lotería, no solo era joven como a ellos les gusta, también parecía estar por estrenar en todos los sentidos. Cosa que confirmó cuando, sin querer, le arañó con los maxilares superiores la piel de su pene.

—¡Ten cuidado con los dientes! ¡Abre un poco más los labios y nos gustará a los dos un poco más! —Al decir esto último le regaló una esplendorosa sonrisa que reconfortó por completo al muchacho, quien por un momento llegó a creer que su torpeza estaba estropeando lo que estaba siendo el mejor momento de su vida.
Siguiendo los consejos de su recién estrenado amigo, abrió más la boca y dejo así pasar más porción de aquel proyectil a su interior. Libre de cualquier sensación de asco, sacó a pasear sus más depravados instintos y comenzó a hacer aquello que había visto en las películas pornos más de una vez: A meter y sacar el enorme tarugo de su boca como si lo estuviera pajeando con los labios.
Miguel no pudo evitar lanzar un bufido de placer. Damián, que todavía permanecía sentado en la cama, se levantó, imitó a su amigo quitándose la camisa de cuadros y se puso al lado de este.
—¡Oye, Ignacio! ¿No te gusta la mía? Porque se está poniendo envidiosilla —Le dijo con la mayor de las zalamerías.
El joven levantó la mirada y cuando vio al moreno de ojos azules prácticamente desnudo creyó que le iba a dar algo de la emoción. Si el pecho del pelirrojo le había gustado, el de su compañero le resultaba de lo más seductor. Un pecho más marcado, un vello rizado que lo dotaba de un aspecto más varonil y una barriga bastante más plana. Aunque si algo volvió loco al vallisoletano de él, fue su cipote: gordo, oscuro y venoso.
Lanzó una mirada justificando su proceder a Miguel, giró su cabeza y, cambiando de nabo como el que cambia de pareja en un baile, comenzó a mamar compulsivamente.
La generosidad innata de Ignacio le impidió dejar olvidado al pelirrojo, por lo que, mientras saboreaba el segundo nabo de su vida, alargó la mano que tenía libre hacia la hinchada prominencia que surgía de la pelvis del atractivo barbudo.
En el momento que consideró oportuno, volvió a envolver con sus labios el blancuzco tranco del pelirrojo y le dedicó sus favores manuales al otro.

Durante unos intensos minutos fue alternándose entre uno y otro, hasta que Damián, con una voz bañada en lujuria, le dijo:
—Ignacio, ¿por qué sigues vestido? A nosotros nos gustaría ver tu cuerpecito desnudo, que seguro que es la mar de bonito…
El chico, acomplejado como estaba por lo corto de su estatura, nunca había recibido tantos halagos como aquella noche y su diminuto ego fue creciendo a pasos agigantados. En cualquier otra circunstancia se habría negado a quitarse la ropa, pero estaba tan pletórico que hasta llegó a pensar que aquellos tipos pudieran gustar de esos kilos de más que tanto le molestaban en el espejo.
Sin meditarlo un segundo, se quitó la camiseta como si fuera una especie de striptease. Ver como los ojos de los dos tipos recorrían su cuerpo y se relamían los labios mientras lo hacía, hizo que el corazón le latiera de una forma estrepitosa. No sabía que le excitaba más si lo que estaba haciendo o que aquellos dos hombres tan machos se sintieran atraídos por él.
Al mismo tiempo que él se quitó los pantalones, los dos andaluces hicieron lo mismo. Ver las piernas enormes y peludas piernas de ambos, fue como la gasolina que necesitaba para terminar de desnudarse por completo.
Miguel se sentó en la cama y le pidió con un gesto que se sentara a su lado. Una vez lo hizo, lo rodeo con sus brazos y, llevando una de sus rudas manos a una de sus pequeñas tetitas, le metió la lengua hasta la campanilla. Nunca antes nadie lo había besado y la amalgama de sensaciones que lo invadió fue desde el asombro al placer, pasando por un leve estupor.
No obstante, las sorpresas no acababan con aquel formidable beso, casi sin haberse recuperado de la montaña rusa de emociones que suponía tener la lengua del barbudo jugando con la suya, notó como unas manos magreaban su culo. Incapaz de zafarse del fuerte abrazo que comprimía su pecho, no tuvo más remedio que dejar que unos dedos juguetearan con su estrecho orificio. Estaba tan excitado que hasta se olvidó de lo que le aterrorizaba que le pudieran hacer daño a la hora de penetrarlo.

A Damián una de las cosas que más loco lo vuelven es comerse un culito. Más si se trata uno redondito, sin pelos y virginal como el que tenía ante sí. Tras hurgar un poco en él, se agachó y, tras separar las nalgas adecuadamente, unió su lengua con el caliente agujero. A cada lametada que daba, sentía como su polla se ponía más dura y el calor que emanaba de aquel hoyo era mayor. Por primera vez en toda la noche, comenzó a vislumbrar que aquel chaval permitiría ser desvirgados por ellos dos.
Miguel apretó más fuertemente al muchacho contra su pecho. En el momento que comenzó a jadear como un poseso, un sentimiento de ternura lo invadió y, sin dejar de besarlo, comenzó a acariciarle la cabeza, el cuello, la espalda. Aunque había mucha pasión, mucho deseo de follárselo, sintió que la delicada fisonomía del muchacho despertaba en su interior sensaciones que creía olvidadas.
Ignacio jamás creyó que le gustaría tanto que le comieran el culo, si a eso se le unía el formidable beso y las muestras de afecto que le estaba regalando el pelirrojo, se sintió como en el séptimo cielo. Estaba tan eufórico que no podía negarse a nada que le pidieran sus dos nuevos colegas. Notó como el moreno le untaba una especie de crema en el ano y a continuación intentó profanar su recto con un dedo. Pese a que solo le entró la puntita, le dolió un poco, pero pensó en ello como una especie de penitencia que debía pagar por sus gustos sexuales.
Damián volvió a untar su dedo con vaselina, el muchacho estaba más cerrado de lo que pensaba. Tenía el agujero muy caliente y estaba muy excitado, por lo que su colaboración estaba más que asegurada. Aun así, no iba a ser tarea fácil lo de penetrarlo. Que fuera tan estrecho le excitaba de sobremanera y aunque estaba loco por metérsela, lo último que quería era lastimar al chaval. Así que tras conseguir introducir, con bastante trabajo por cierto, el segundo de sus dedos, le hizo un gesto a Miguel para que siguiera preparándolo.

Como si fuera un muñeco de trapo, Ignacio pasó de los brazos del pelirrojo a los del moreno. Tenía la boca impregnada del aliento de Miguel, un sabor dulce que se mezclaba con el amargor de la nicotina y del whisky. Cuando la rasposa lengua del atractivo cuarentón le chupó los labios y recordó que instantes antes había estado lamiendo su culo, un escalofrío le recorrió la espalda. Lo lógico sería que sintiera un poco de asco, pero por el contrario una sensación libidinosa empapaba todos sus sentidos y el hecho de que los labios de aquel tipo hubieran saboreado su ano, propiciaba que degustarlos le pareciera aún más apetitoso.
Si placer le daba que Damián lo magreara, abrazara y lo besara. Su compañero estaba demostrando ser un genio con los dedos, si instantes antes había sentido un poco de dolor al sentir como las dos gruesas falanges se adentraban en su interior, este se había transformado en un intenso y desconocido placer.
Estaba tan ansioso por que se lo follaran que no puso ninguna pega cuando el barbudo le pidió que se colocara de rodillas en el filo de la cama. Giró la cabeza hacia atrás y se encontró con que Miguel se colocaba un condón. Aunque estaba aterrado porque sabía que lo podían destrozar por dentro, no se negó y se limitó a preguntar:
—¿Qué tengo que hacer para que no me duela mucho?
Los dos cuarentones se miraron entre ellos y sonrieron ante la ingenuidad del muchacho. Acto seguido Damián se sentó delante de él, de manera que el cuerpo del muchacho quedara entre sus piernas, cogió una de las almohadas de la cama, se la colocó sobre su pecho y, guiñándole un ojo afectuosamente, le dijo:
—Si te duele mucho, muerde esto.

A pesar de lo dilatado, de lo lubricado que estaba, a la polla del pelirrojo le costó trabajo abrirse camino. Al principio fue como si una lanza ardiendo lo atravesara, clavar sus dientes en el mullido objeto que tenía ante su cara, no apaciguó el dolor todo lo que debiera. Estuvo tentado de suplicarles que pararan, pero una voz en su interior parecía gritarle que aquello era una tormenta pasajera. Conforme su cuerpo fue asimilando el daño que aquel trozo de carne perpetraba en sus entrañas, una inusitada y placentera sensación lo fue envolviendo.
A pesar de que la daga que perforaba sus esfínteres no dejaba de ser lacerante, notar como entraba y salía le resultaba de lo más satisfactorio. En el momento que el barbudo aumentó el ritmo que infundía a sus caderas, el gozo que lo invadió no tenía parangón.
—Damián, la putita ya tiene el culo preparado para un cipote más gordo, cuando quieras puedes ocupar mi sitio.
Aunque le sonó extraño que se refirieran a él en femenino, no le desagradó lo más mínimo.
Tampoco puso ninguna objeción a que, mientras el moreno se tomaba el relevo de su compañero, Miguel se pusiera de pie delante de él y con un gesto casi autoritario, le pidiera que se metiera su nabo en la boca.
—¡Chúpala, puta! —Le dijo en un tono más teatral que grosero —Y cuidadito con morderla, que mi nabo no es una almohada.
El miembro viril del moreno era bastante más ancho que el de su colega y, al principio, tuvo el presentimiento de que no iba a pasar. Instintivamente, Ignacio lleno su barriga de aire y, al expulsar el aire, sus esfínteres se fueron abriendo lo suficiente para dejar pasar al gordo tronco, aunque no sin cierta dificultad.

Al igual que sucediera cuando se lo folló el pelirrojo, su recto se fue acomodando poco a poco al tamaño de su invasor. Todavía le molestaba un poco, pero ya el pánico por pensar que lo iban a reventar por dentro se había marchado y, bastante más relajado, se portaba de lo más permisivo con sus dos amantes.
—¡Qué bien las chupas, putita! —Gritó Miguel intentando meter más pimienta en un guiso que no podía estar ya más condimentado.
Metiéndose de lleno en su papel de sumiso, el joven siguió tragándose la erecta verga casi hasta la base, no le importó las arcadas que le hacían lagrimear de vez en cuando, en su mente solo tenía un objetivo: dar placer a sus machos.
Aquella enorme disposición por su parte, pareció ser el pistoletazo de salida para que tanto Damián con Miguel sacaran a pasear la cachonda bestia que llevaban dentro y dieran cancha a sus más perversas fantasías sexuales.
Imprimiendo a sus caderas un ritmo frenético para entrar y salir del interior del chaval a una velocidad vertiginosa, el moreno comenzó a dar cachetadas en su culo como si estuviera azuzando a un potrillo.
—¡Abre bien el culo, perrita o te reviento por dentro! —Dijo el atractivo maduro con una voz más teatral que ofensiva.

El muchacho ante su salvaje acometida creyó que iba reventar por dentro, el dolor y el placer se mezclaban en su interior de un modo tal que hasta llegó a perder constancia de lo que le sucedía realmente. Su cuerpo y su mente se adentraron en una espiral de placer en la que parecía no haber lugar para el raciocinio.
Preso de la locura del momento, arqueó más las caderas como si con ello fuera a dejar pasar más porción del inmenso misil de carne que bombeaba sus entrañas, abrió más la boca e intentó tragarse el nabo del pelirrojo por completo.
Por unos instantes Ignacio se sintió la puta de un video porno a la que dos machotes usaran a su antojo. Era tal la sensación de satisfacción que lo embargaba que sintió como de la punta de su polla brotaban unas gotas de semen. Incapaz de soportar más placer, dejó de mamar el cipote del barbudo y se rindió a los tremendos envites que le estaban destrozando la retaguardia.
Unos segundos después sintió sobre su cara un chorro de líquido espeso, mientras Miguel gritaba:
—¡Toma la leche, zorrita! ¡En toa la cara!
De buenas a primeras sintió que la polla del moreno abandonaba su culo, bastaron unos segundos para sentir como unos chorros de caliente esperma empapaban su zona lumbar, mientras de telón de fondo se escuchaba un ahogado: «Agggghh, ¡toda para ti, toda para ti, perra!

Después los tres se tendieron sobre la cama, no se dijeron nada, pero los dos hombres regaron su cara y su pechito de besos y permanecieron un rato abrazados. Después se ducharon, se vistieron y, tal como prometieron, lo acercaron a su casa en coche.
Mientras se intercambiaban los números de teléfono para verse otra vez, Ignacio no pudo evitar pensar que ser tratado como una mujercita de vez en cuando, no estaba nada, nada mal. Lo mismo la próxima vez que se vieran, le mangaba unas ropas a su hermana y sería por unas horas la putita que sus machos precisaban.

No hay segunda parte?? Qué bueno y excitante !!
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De momento no. Es una historia autoconclusiva.
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Y no hay más historias guarras de Ignacio??
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No, hay ninguna escrita. Pero se me ocurre alguna que otra. La pena es que tendrás que esperar.
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