La invasión Zombi

El aparato que el coronel Naillim tiene colocado sobre los oídos, lo protege de cualquier onda sonora  y le impiden oír cualquier cosa,  aun así puede ver a través del sensor del radar como las  huestes infectadas se van acercando al puesto de control. Está aterrorizado, el noventa y nueve por ciento de la población mundial ha sucumbido bajo el virus extraterrestre  en poco más de una semana y son ya poco los que escapan a su influjo. En la ciudad de Wen Kroy solo resisten un centenar de personas, todas resguardadas del peligro que se cierne sobre ellos en el interior de unas instalaciones gubernamentales que están demostrando no ser todo lo segura que debieran.

Hace varios días que no tiene noticias de las otras ciudades de la resistencia, por lo que han llegado a suponer que ellos son el último baluarte de los cincuenta estados que conforman su país. Las últimas noticias que habían recibido es  que el continente de  Acirema había sucumbido a la plaga  casi por completo y solo quedan pequeños focos de contingentes como el suyo. Unos bastiones que cada vez son menos numerosos,  pues la mayoría de los efectivos militares habían terminado contaminándose con el virus extraterrestre.

Las señales sonoras fueron prohibidas a raíz de que se descubrió  que el virus se propagaba a través de las ondas. Un virus biológico enviado por seres extraterrestres con el único objetivo de  someter a la población de su planeta a su control mental. Conforme el maquiavélico sonido fue propagándose a lo largo y ancho del planeta Arreit, mayor era el número de sus habitantes que terminaban transformados en  zombis descerebrados. Unos muertos vivientes cuya única misión no era otra que propagar su enfermedad, mientras se movían de forma convulsiva y proferían, una y otra vez, el endemoniado salmo que era la génesis de su metamorfosis.

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Del resto de los continentes al otro lado del mar: Aisa, Acirfa y Aporue, llevan días sin recibir mensajes en la central de comunicaciones, por lo que han llegado a la fácil conclusión que el viejo mundo ha perecido bajo el influjo de los invasores del espacio exterior.

Uno de los mayores temores del congreso de las Naciones Unidas del planeta Arreit siempre había sido una invasión extraterrestre. Todos sus avances tecnológicos y armamentísticos fueron concebidos con la intencionalidad de defenderse de este tipo de ataques,   lo que nunca previeron es que la conquista llegara a ser  tan rápida, ni que el virus usado para dominar a su población sería de una naturaleza tan inusual como la sonora.

Cuando la pequeña nave extraterrestre aterrizó en un indómito descampado de Ailartsua, fue inspeccionada por los científicos del programa espacial de las Naciones Unidas. Era de naturaleza pacífica, estaba libre de cualquier tipo de virus biológico,  no contenía otra cosa que libros, fotografías y un aparato reproductor de sonidos.

Los primeros en padecer la extraña enfermedad que acababa con su voluntad fueron  los miembros del excelente grupo de investigadores. Las mentes más prodigiosas de Arriet vieron como su voluntad se hacía pequeña al escuchar los sonidos que encerraba la extraña caja.

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El contagio, según habían podido observar,  tenía dos fases. La primera: tras escuchar el mensaje ininteligible enviado por los invasores de otro planeta, los afectados  perdían su voluntad por completo y comenzaban a moverse compulsivamente. La segunda fase era la más  peligrosa, pues era la que había conseguido que el virus se propagara de manera exponencial a lo largo y ancho del planeta, los zombis asimilaban los sonidos emitidos por la capsula del invasor y lo repetían hasta la saciedad, contagiando a todo aquel que lo escuchara.

La única manera de evitar convertirse en unos descerebrados muertos en vida  era con unos cascos que consiguieran inhibir la entrada cualquier sonido del exterior. Una medida que cada vez servía de menos, pues los contaminados por el virus habían aprendido a inutilizarlos y cada vez les era más fácil destrozar los aparatos protectores.

Mientras los ve avanzar paso a paso por los pasillos hacia la sala en que se encuentra, no puede evitar comparar sus movimientos estrambóticos con una especie de coreografía macabra y, aunque sabe que terminará sometido bajo el yugo invasor, venderá cara su derrota. Mientras dispara a la cabeza de los contagiados,   el teniente Naillim dedica sus últimos pensamientos a  su madre, su mujer, su hija… todas posiblemente victimas del maldito virus sonoro.

La puerta no es impedimento alguno, sobrepasan la zona de peligro y provocan los gritos de aquellos que los acompañan. Mira el cañón de su arma, aquel ataque se le antoja como un rompecabezas, pero sabe que para montarlo en su mano tiene la pieza.  Él no tiene prisa, empieza lento y después salvaje, aun así  las balas para parar su avance se van agotando.

Un chico de unos veinticinco años más alto y más robusto que él consigue arrancarle el casco protector.  Antes de que se quiera dar cuenta tres atractivas chicas, bastante ligeritas de ropa empiezan a contonearse sensualmente alrededor de él, paso a paso se van pegando poco a él, hasta conseguir que olvide su apellido.   Sin querer cae preso del maldito sonido y comienza a moverse al compás de las tres chicas infectadas. La segunda fase no tarda en llegar y, como si fuera un cantico infernal,  comienza a repetir a coro con los demás zombis la letra de la contagiosa  canción:

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♫♫

Des-pa- cito
Vamos a hacerlo en una playa en Puerto Rico
hasta que las olas griten Ay Bendito
Para que mi sello se quede contigo

Pasito a pasito, suave suavecito
Nos vamos pegando, poquito a poquito…

♫♫

Post data: Hasta sin canción del verano nos ha dejado esta maldita pandemia.

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