Las mejores mamadas son en familia

VERANO DEL 88

Atrás quedaba el internado y la nota obtenida en selectividad me abría un sin fin de posibilidades. Despedirme de los compañeros me había dejado sumamente triste pues ya no volvería a ver más a Benito, a Raimundo, a Ignacio y a tantos otros. Pero con quien más pena me daba perder el contacto era con Óscar, mi compañero de cuarto.  En fin, había que regresar al pueblo, lo cual me atraía y aterrorizaba por igual.

Desde el “acontecimiento terrible”(a mí me gusta llamarlo así, pues suaviza un poquito la realidad de lo que pasó) mis paisanos me miraban como a un bicho raro y  aunque intentaban ser “modernos” y no criminalizarme por ser maricón, sus ademanes y reacciones lo traicionaban… Si algunos no me negaban el saludo era por respeto a mis padres, no por falta de ganas.

Hasta el momento el internado me había mantenido lejos de las lenguas viperinas del pueblo, regresando por períodos de una semana o, como mucho, quince días de vacaciones. Pero la Universidad no empezaba hasta Octubre y aunque debería viajar en más de una ocasión, por aquello de las pre-inscripciones, matriculaciones y demás. De coincidir, en más de una ocasión, con los “buenos cristianos” de mi pueblo, no me salvaba ni Dios…

Menos mal que siempre me quedaba la familia de mi tío Paco y mi tía Enriqueta. Allí siempre me sentía apreciado, salvo por la estirada de mi prima Matildita, quien compensaba su falta de belleza y de humildad, con un altivo rechazo a todo lo que no se adaptaba a sus  clasistas cánones sociales y cómo por aquel entonces  no existía Telecinco, ni Boris Izaguirre era lo más “in”, no estaba de moda tener un amigo Gay y mucho menos un primo maricón.

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Aguardé que llegara el fin de semana para llamarlos, pues sabía que durante la semana tenían bastante trabajo en la granja y mi visita, más que agradarles, les podría resultar un engorro.

Quien cogió el teléfono fue mi primo Francisquito (Francisco, que si no se me cabrea). Me contó que estaba sólo en casa, que su hermana y su madre habían ido a visitar a un familiar enfermo a la capital y sus hermanos y su padre estaban en una feria de ganado. En un principio me desilusioné un poco y mi primo se tuvo que percatar de ello, pues en ese tono encantador que lo había caracterizado desde niño, me dijo:

—Pero Pepe, no te apures y te vienes a pasar la noche aquí. Entre hoy y mañana regresan todos…

Durante unos segundos miles de recuerdos de la infancia recorrieron mi mente y sin dudarlo le dije:

—Sí, cojo el autobús y en unas dos horas estoy en tu casa.

—¿El autobús? ¡Y una mierda! Mi primo favorito, no coge el autobús, teniendo yo un coche en la puerta. En media hora paso a recogerte.

Veinticinco minutos más tarde apareció por mi casa; tras los saludos y conversaciones de rigor.  Francisco, un pequeño macuto con todo lo necesario para pasar una noche fuera y yo salimos hacia la casa de mi primo.

Fue montarme en su coche y con una sonrisa que reflejaba su nobleza interior, comenzó a darme conversación.

—Me dijo tu madre, que aprobaste selectividad con un ocho ¿Era la nota que querías?

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—Sí, aunque todavía no me he decidido si por Derecho o Ciencias empresariales… Para lo que quiero hacer las dos me valen.

—¿Hasta cuando tienes para echar la matricula?

—La pre-inscripción hasta mediados de Julio,  pero no  tengo claro todavía es  si estudiaré en Granada o en Badajoz…

—Conociendo a tu padre, te va a aconsejar que te vayas a Granada.

—Todo sea por quitarme de su vista. —Mis palabras, aunque intentaban mostrar impasividad ante el rechazo de mi progenitor, reflejaban una profunda amargura.

—¿Todavía no te ha perdonado aquello que pasó?

—¡Es que no tiene que perdonar nada…!—Contesté con cierta agresividad—Te recuerdo que yo era un niño…

—Sí, lo sé… y a mí no me tienes que convencer, pero no se te olvide que vivimos rodeados de ignorantes.

—Sí, asquerosos y malintencionados ignorantes. Todo aquello que no entienden o es pecado, o está tocado por el diablo.

—Pues por lo menos no te pasó lo que al  Genaro, el butanero de tu pueblo…

—Sí, encima tengo que estar agradecido, ¡no te jodes! —Francisco sin saberlo estaba removiendo una herida la cual ya creía encallada pero por lo que se deducía de mis palabras, ni de lejos pues a la vez que  más avanzaba el dialogo, mayor  era la rabia que  bullía en mi interior.

—Lo que te quiero decir es  que algo se ha conseguido…

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—Sí, pero si he de esperar que estos bestias me traten como una persona normal y corriente, me puedo morir de viejo. —Acompañé a mis palabras con una fulgurante sonrisa, pues mi primo no tenía culpa alguna de mis circunstancias personales, él todo lo decía porque se preocupaba por mí.

—Entonces… ¿Te vas a Granada? —Clavó sus ojos en mí y me regaló una tierna sonrisa. ¡Qué encantador era mi primo!

—Pues sí… ¡Qué remedio! —Dije yo adoptando un gesto de circunstancia.

Nos miramos y soltamos una tremenda carcajada, por un momento dejamos de ser dos adolescentes y  nos habíamos convertido en dos traviesos niños que hacían de su  vida en común una atractiva complicidad.

—¿Sabes de lo que me estoy acordando, Francisco?

—Si por  entonces yo tenía diez años, me parece que sí.

A  pesar tener fija  la mirada de la carretera, aquel muchacho de veinte años no perdía detalle de todos y cada uno de mis movimientos y gestos, prueba de ello fue lo que dijo a continuación:

—A mí tampoco se me olvidan aquella época, — A la vez que hablaba, en su semblante se mostraba una profunda felicidad— la verdad que la inocencia de aquellos años es algo digno de recordar.

—Yo más que inocencia, diría desconocimiento puro y duro.  Por cierto… ¿De dónde carajo te sacaste que tus hermanos jugaban a los médicos? ¡Eso aquí y en Pekín  es follar como descosidos!

No sé si porque hice mención a las prácticas homosexuales de sus hermanos de forma tan abierta o por lo borde de mi comentario. Francisco  de pronto se puso muy serio. Demasiado serio diría yo.

—¿Tú eso no lo habrás comentado con nadie?

—No, porque me castigan sin tele… —Conteste jocosamente, intentando quitarle importancia al tema tan espinoso que había tocado.

—Te creo hombre… ¡No sé ni por qué coño te he preguntado!

—¿Para no contestar a mi pregunta quizás?—A decir esto le hice burla.

Mi primo permaneció en silencio unos segundos.

—La verdad es que no lo sé, pero desde que descubrí lo que se traían entre manos mis hermanos. Me dio por llamarlo el “juego de los médicos” y sin querer busqué paralelismos entre aquello y las cosas que me hacían cuando me ponía enfermo.

—Pues yo me lo creí todo a pies juntillas,  pues para mi eras un espejo donde mirarme.

—Y yo lo sabía.  No quería dejar de ser tu primo preferido por nada en el mundo. Máxime, cuando eras el único que me considerabas alguien importante y me hacía caso.— Francisco no pudo evitar emocionarse —No tengo que recordarte que en la escuela por lo torpe que era con los estudios y por aquello de vivir en el campo, me tenían por una especie de baturro. Eran tan crueles que hasta me tenían puesto el mote de “Macario”.

—Sí, los hay que para sentirse mejores necesitan demostrar que los demás son peores que ello— Dije de forma tajante e intentando no ponerme muy serio.

—Cómo no quería que tú  terminas pensando  lo mismo que los demás, cuándo no sabía algo me lo inventaba. —Se excusó mi primo, dejando entrever cierto matiz de culpabilidad.

—Sí,  de eso de que  cuando no sabías algo te lo inventabas, no me cabe la menor duda —El retintín de mi voz era evidente—. Si casi me causas un trauma con lo de las dichosas pajas…

El rostro de mi acompañante se iluminó con una inmensa sonrisa, la alegría brillaba hasta en sus ojos.

—¡Ahí estuve “sembrao”! —Mi primo no podía contener la risa—No tenía ni puta idea de que era una paja pero como yo veía al “Facu” hacer esas cosas en el pajar, asimilé  lo de la paja con el pajar y ni corto ni perezoso, fui y te lo enseñé.

—No veas tú, la empanada mental que me monté cuando creí que los niños de mi pueblo lo que hacían era eso. “¿Dónde metían la oveja?” me preguntaba.

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—Lo mejor fue cuando creíste que se podía practicar con cualquier animal y pensaba que tu hermano cogía a tu perrita para hacer esas cosas.

Nuestras carcajadas llenaron el aire por un momento tras el cual mi primo, con esa generosidad inherente, cambió su semblante y me dijo con una actitud bastante más seria:

—¿Tuve que ver algo en cómo eres?

Sus palabras fueron como un jarro de agua fría. Me quedé pensativo sin saber que decir, tras unos eternos segundos de reflexión, lo miré con mi talante más formal  y le dije:

—¿No pensaras eso en serio?

Una leve afirmación con la cabeza fue la única y simple respuesta de mi primo.

—¿Tú estás tonto? No soy psicólogo, ni tengo idea que es lo que lleva a una persona a tener unas predilecciones u otras. Pero está claro que nuestros juegos infantiles fueron simplemente eso: juegos.  Nunca tuvimos sexo, ni se nos pasó por la cabeza y, ¡si yo te contara lo que  alguna  gente  llega a hacer a esa edad! Fue solo curiosidad pura y dura, y si algo hicieron esos juegos  fue mostrarme una puerta, que de una manera u otra, yo hubiera cruzado más tarde o más temprano… ¡Así que deja de hacerte pajas mentales! ¡Pues tú no eres culpable de nada! —Aunque estaba alzando un poco la voz, no estaba enfadado ni mucho menos. Simplemente asombrado por la enorme nobleza del corazón de mi primo, quien nunca dejaba de sorprenderme.

Aunque el cometido de lo que dije era tranquilizarlo y quitarle esa culpa  con la cual parecía cargaba desde hacía unos años pareció no tener efecto pues, de manera incomprensible, un frío mutismo se enredó  entre los dos.

Fue tan tensa la situación que mi primo la única solución que vio para salir del paso, fue subir el volumen de la música.

♫♫ Y con los brazos en cruz

       Te me haces transparente

        Y eres como una balanza

        Con las pesas colgando por dentro♫♫

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Nos adentramos en el camino de tierra que llevaba hacia la granja y según avanzábamos los recuerdos me fueron asaltando, entre ellos el enorme cariño que  siempre le había tenido a Francisquito, mi primo favorito.

—Tío, ¿se te ha comido la lengua el gato?

—Estoy pensando —Sentenció de modo solemne.

—¡Ah! ¡Tiene  muchos cojones la cosa, te toca  pensar una vez al año y tiene que ser cuando estás conmigo! —Dije con total sarcasmo.

Mi acompañante me miró frunciendo el ceño levemente y, a la vez que movía la cabeza con cierta resignación, no pudo reprimir una sonrisa.

—¡No has cambiado cabrón! ¡Sigues siendo el mismo tocapelotas de siempre!

Lo miré, le hice una mueca tonta de las mías y al final terminamos riéndonos como dos idiotas.

Roto el frío muro que se había levantado entre los dos, Francisco tragó saliva, carraspeó un poco y sin darme tiempo a reaccionar soltó algo, cuanto al menos, sorprendente:

—¿Lo has hecho con mis hermanos?

La poca diplomacia de la pregunta agujereó de pleno la carcasa de mi armadura, por unos segundos no supe  ni que decir, ni cómo reaccionar. Hice de tripas corazón y enfrenté la situación como suelo hacer siempre: sin  cautela de ningún tipo, ¡como un elefante en una cacharrería!

—Cuando dices “hecho”, ¿te refieres a “jugar a los médicos”?

Francisco asintió con la cabeza, a la vez que aparcaba el coche ante el portal de la vivienda de sus padres.

—Pues sí. —Dije con un patente   e irreflexivo descaro el cual  me había funcionado bastante bien en el internado, pues  había resultado ser como una especie de arma que dejaba a mis contertulios sin argumentos.

—¿Y?…

La conversación según fuera  mi reacción podía tomar muy distintos cauces. Mi respuesta podía ir  desde un “No te importa”  a un “Pues sí, no hemos pegado unos buenos lotes de follar”.  Pero, como había visto lo sensible que estaba mi primo con el tema del sexo y sus hermanos, opté por seguir bromeando y con bastante poca vergüenza le dije:

—Pues  lo normal en estos casos, nos hemos tomado la temperatura y después no hemos puesto un supositorio hasta que hemos echado los virus.

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Francisco me miró, sonrió y movió la cabeza con cierta perplejidad.  Se bajó del coche sin decir nada y una vez me apeé del vehículo. La imagen  que me ofrecía  mi primo me dejó un poco descolocado: lucía un vaquero levemente ajustado y con bastante descaro se acomodaba  con la mano el bulto de su entrepierna.  Debido a su envergadura, me hizo presuponer que no tenía la polla en situación de descanso, ni mucho menos.

Extrañado ante su ademán, lo observé detenidamente. Aunque el concepto que tenía de él era un niño regordete y bonachón y difícilmente podía pensar en él como  en un hombre, el robusto y atractivo chico de veinte años que tenía ante mis ojos  poco o nada tenía que ver con mis recuerdos.

Aunque en Navidades, lo vi menos obeso que en otras ocasiones, no me percaté del motivo: mi primo Francisco se había vuelto un adicto de las pesas.

Mi mirada recorrió minuciosamente todo su cuerpo. Su rostro, sin ser tan hermoso como el de sus hermanos, poseía unos rasgos varoniles que lo hacían deseable. Aunque su aspecto seguía siendo bastante aniñado, se dejaba entrever en el cierto aire de virilidad.  Se había transformado en lo que se suele decir: “un moreno de toma pan y moja”.

Pese a que su ancho pectoral parecía recordar todavía a su antigua constitución física, lo que antes era mera grasa ahora era puro musculo. Bajo la camiseta blanca se vislumbraba un hinchado y atractivo pecho que, irremediablemente, me aceleró el pulso.

Sus brazos y hombros, sin ser nada del otro jueves, aporrearon a mi libido (que por aquello de ser mi primo y tal, aún no la había puesto a funcionar), la cual terminó de despertarse cuando mis ojos  se pararon en su abultada entrepierna.

Moví la cabeza en señal de sorpresa y sin dar tiempo a reaccionar a mi primo le dije:

—¡Primito, te has puesto enfermo!

Francisco se puso como una amapola e instintivamente llevó sus manos a su paquete, en un intento vano de ocultar su calentura.

—¡Si es por mí, no hace falta que te tapes! — Dije de manera distendida, dando  a entender que lo que veía me agradaba.

Francisco buscó en mi mirada una pizca de complicidad y  encontró una montaña. Guardó silencio durante un breve instante y, sin reparo alguno, me lanzó una pregunta:

—¿Sabes, Pepe? Ya somos mayores. ¿Te gustaría jugar a los médicos conmigo?

Por unos segundos permanecí sin decir palabra alguna, ni siquiera hice un mero gesto. Las palabras de mi primo me habían cogido fuera de juego. Pues a pesar de haber superado el miedo a mi realidad con sus hermanos y a pesar de las buenas calificaciones obtenidas en materia sexual en el internado. Francisco era mi “Francisquito”, la persona de mi infancia a la que más cariño guardaba.  Acceder a follar con él, era destrozar un  dulce recuerdo, negarme era poner un ladrillo más en el muro de sus múltiples complejos.  Sabía que hiciera lo que hiciera, mi relación con él se resentiría.

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« ¡Qué coño, un polvo siempre sería mejor recuerdo que  el de sentirse rechazado!», me dije, mientras le devolvía una picarona sonrisa.

Cómo no soy de dejar pasar la vida sino de disfrutarla intensamente, alargué mi mano hasta su paquete y le dije arrastrando mis palabras de un modo sensual:

—Pues si no recuerdo mal lo primero que se hacía era tomar la temperatura, ¿no? —Mis dedos acariciaron su tranca, la cual no tenía ningún parecido con las delgadas pollas de sus hermanos, más bien me recordaba al regordete y enorme cipote de su padre. El cual permanecía clavado en mi memoria desde aquella vez que lo pillamos masturbándose bajo la ducha.

Al sentir como mis dedos se aferraban a sus genitales, mi primo cerró sus ojos y dejó escapar un prolongado suspiro de sus labios. Su caliente respiración cayó como un pequeño vendaval sobre mi rostro y  si por casualidades de la vida no me hubiera puesto cachondo aún, aquel gesto hubiera terminado haciéndolo.

—Pasemos dentro. No hay nadie, tenemos la casa para nosotros —Me sugirió con una voz entre amable y autoritaria. `

Al adentrarme en la vivienda, una desorbitada nostalgia me invadió, lo rústico de aquel lugar evocaba en mí sensaciones que creía olvidadas y durante unos instantes sentí como el ayer golpeaba mi hoy. El protagonista de mi vida no era un joven de dieciocho años pues me sentía como un niño, a quien el “listísimo” de su primo Francisquito iba a explicarle todas aquellas cosas de los mayores  que él no entendía.

Pasé la mano por el tórax de mi primo, como me figuraba estaba duro como un leño. Su abdomen era también un lugar donde dejar crecer los deseos. Volví a apretar su polla y de manera impersonal le comenté:

—Para mí que usted tiene fiebre. Va a haber que tomarle la temperatura.

Francisco me sonrió con ese encanto natural que le salía por las orejas y me dijo:

—Sí, pero mejor pasemos a la consulta.

Me cogió la mano de manera fraternal y me invitó a que lo siguiera. La supuesta “consulta” era su dormitorio, el cual una vez no adentramos en él, cerró con llave.

—Por si las moscas —Me dijo guiñándome un ojo y sonriendo desvergonzadamente.

Observé la estancia y de nuevo la niñez volvió a mí. ¿Cuántas veces había dormido en una de aquellas dos camas?  En las estanterías, junto a los discos de vinilo y algunos libros, todavía se podían ver algunos juguetes de la infancia. Aquella habitación me devolvía a una época donde la ingenuidad y la ignorancia parecían la misma cosa.

Contemplé el rostro de mi primo, estaba rojo de excitación (Creo que le sudaban hasta las manos). Por su forma de comportarse, aquello que nos disponíamos a hacer no le parecía ni mal ni bien, sino todo lo contrario. Posé mis manos sobre sus hombros en un intento de tranquilizarlo. Lo que sucedió a continuación, me volvió a dejar descolocado por completo.

Sus labios se posaron sobre los míos, su lengua como una  ardiente culebra se internó entre mis dientes y comenzó a bailar con la mía. Sus manos se aferraron a mi espalda y cuando me quise dar cuenta me había quitado la camiseta que llevaba. ¡Y es que Francisquito, por muchos masters de relaciones furtivas que yo hubiera hecho en el internado,  aún seguía dándome veinte vueltas en todo!

Poco después yo le había quitado también la prenda que cubría su torso y aunque  no soy mucho de creer en Dios. No pude evitar pensar que  el pecho de mi primo era digno del mayor de los pecados. Una pequeña mata de pelo negro rizado cubría su parte central de la que brotaban dos abultadas y duras tetas, en el centro de cada una de ellas, dos oscuros pezones regados por unos rizados y oscuros bellos te gritaban cómeme, muérdeme y mil cosas parecidas, pero que acababan todas con mi boca resbalando por su tórax.

Abandoné sus labios y con tesón comencé a lamer las dos pequeñas prominencias, mi primo, al sentir mi fogosa lengua sobre sus tetillas, volvió a suspirar de ese modo que  tan cachondo me ponía.

Al poco me encontraba agachado ante él, desabrochando la hebilla de su cinturón. Tras la portañuela se dejaba entrever un abultado slip que servía de cárcel a un  trabuco  que pedía  que lo empuñaran y lo masajearan repetidamente.

—Por lo que se ve estás muy malito… —Dije sorprendido ante el descomunal hinchazón que se marcaba bajo la ajustada prenda interior—  Te tomaré la temperatura para ver cuanta fiebre tienes.

Bajé la prenda de algodón y me llevé una de las mayores sorpresas de mi vida. El cipote de mi primo, evidentemente no se parecía a las pollas delgadas y largas de sus hermanos gemelos, pero tampoco era como la polla regordeta de su padre; lo que Francisco tenía entre medio de las piernas, siguiendo con las payasadas de mi infancia, era tamaño morcón. ¡Morcón de los grandes!

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La boca se me hizo literalmente agua cuando la vi.  Pese a que mi boca y mi culo ya habían dado buena cuenta de unas cuantas pollas de talla XL, por lo que ya no me sorprendía lo que ningún tío pudiera tener entre medio de las piernas. Aquel  enorme embutido rosado era como maná caído del cielo y no estaba dispuesto a desperdiciarlo por nadita del mundo.

Baje su prepucio para ver el glande en todo su esplendor y, al hacer esto, una película de líquido pre seminal empapó mis dedos. Sin recato de ningún tipo, me los lleve a la boca.

—¡Primo que está la cosa muy chunga y no se puede desaprovechar nada! —Exclamé mientras los terminaba de relamer.

Francisco sonrió  para a continuación morderse el labio inferior de un modo sumamente provocativo. Entendiendo ese gesto suyo como una especie de pistoletazo de salida, introduje el grandioso miembro en mi boca. Si su aroma me había puesto como un coche de fórmula uno, su sabor empujó a que mi polla gritará que la sacaran a pasear.

Paseé la lengua por la cabeza de aquella erecta bestia de manera similar a la que lo haría sobre un Chupachup. Miré los ojos de mi primo, esté estaba disfrutando como un enano. Bajé sus calzoncillos hasta la rodilla e instintivamente posé mis manos sobre sus glúteos. ¡Joder, qué duro tenía el culo el cabrón! Se veía que el muy cabrón le había cogido el gustito a eso de las sentadillas del gimnasio y se le habían puesto duro como una piedra.

Sin esperar respuesta por parte de mi pariente, me saqué de cuajo el vibrante cincel de la boca y  como si mi primo fuera un muñeco, le di la vuelta y coloqué su vigoroso trasero frente a mi cara.

¡Aquel culo merecía  esculpirlo en mármol y ponerlo, por lo menos, en el Coliseo griego! Su redondez y dureza era fuera de lo común, carente de pelo a excepción de una pelusilla negra que brotaba de su agujero a modo de pequeñas hormiguillas. Apoyé mis manos sobre los dos pequeños balones de carne e introduje mi lengua en el oscuro agujero. Mil sensaciones bulleron en mi interior al tiempo que  mis sentidos se dejaban llevar por la pequeña orgia de olores y sabores de aquel beso negro. Los gemidos acompasados de Francisco me animaron a apremiarme más en la tarea.

Sin dejar de lamer aquel caliente hoyo, mis manos sacaron  mi polla, la cual estaba dura y caliente como una piedra al sol.

No sé cuanto tiempo estuve lamiendo aquel ardiente orificio, de vez en cuando paraba y  observaba por unos segundos como escurría, tras su paso por el perineo,  la caliente saliva al suelo. La excitante visión me impulsaba a seguir pasando mi lengua por aquella hendidura con mayor pasión si cabe.

Hubo un momento en que Francisco se volvió y mostrándome su tremendo pollón,  me pidió  en silencio que  se lo volviera a chupar. Antes de meter aquel poste en mi cavidad bucal lo contemple minuciosamente; podría medir entre veinte y veintidós centímetros (el ojo de buen cubero nunca fue lo mío) y de ancho lo suficiente para que para practicarle una mamada tuviera que abrir mi  boca en toda su plenitud. Pero lo que más me gustaba era su piel oscura y las diversas venas moradas que recorrían su tronco. ¡Y sus huevos, sus enormes y peludos huevos me encantaban! ¡Qué bien había servido la madre naturaleza a mi primo Francisquito!

Comencé chupando delicadamente su sonrosado capullo, pasando la lengua por los pliegues de este.  Supuse que lo debía estar haciendo de escándalo pues sus suspiros sólo  cesaban de vez en  cuando y  para decirme, entrecortadamente,  que no parara.

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Me la tragué entera hasta que mi campanilla sirvió de tope. Soporté las pequeñas arcadas como pude.  La saqué durante unos segundos, un pequeño río de babas brotaba se su punta y de una manera indecorosa lamí y me tragué la libidinosa mezcla de sus fluidos con los míos.

Reanudé la mamada y esta vez con más ímpetu. Hice por momentos de mi boca, el hábitat de su verga. Mi mano derecha se aferró a mi polla y mi izquierda vagaba entre su trasero y sus testículos.  El frenesí se apoderó de mí. Mis labios friccionaban aquel enorme cipote a la vez que acariciaba su cuerpo y me hacía un pajote de mil demonios. Cuando mi primo dijo la consabida frase de “me corro”, en vez de rehuir sus trallazos, aferré mis labios alrededor del vigoroso miembro.

Unas pequeñas convulsiones después mi boca se inundaba de un amargo sabor, me tragué sin contemplaciones aquel pequeño mar de pasión….Aunque ya había probado su sabor, era la primera vez que me tragaba plenamente una corrida  y por el  largo tiempo que estuvo eyaculando, comprendí  que conocería muy  pocas pollas que inundaran mi garganta,  de una manera tan  generosa y abundante como aquella.

Al mismo tiempo que el blanco líquido cruzaba por mi faringe, mi mano acabó lo que había empezado y unos chorros de semen bañaron el suelo de la habitación.

Durante unos instantes el tiempo pareció detenerse y el mundo dejo de existir tras aquellas cuatro paredes.

—¿Cómo me encuentro Doctor?— Preguntó mi primo siguiendo con nuestro particular cachondeo.

—Treinta y siete grados. Estabas muy caliente pero no tenías fiebre. —Contesté en el tono solemne que lo haría un profesional de la medicina.

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—Pues tendrá usted que seguir haciendo pruebas, pues aún sigo enfermo — Al decir esto último señaló su pene, el cual, lejos de volver a su estado de flacidez, seguía tieso como una estaca.

Concluye en: ¡Qué bien folla mi primo Francisquito!

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