Diciembre 2010
Aquellas navidades estaban siendo todo lo aburrida y triste que pueden ser unas fiestas para los que no tenemos demasiada familia. Sin padres, ni hermanos y con la única compañía de mi abuela Asunción, las cenas de Nochebuena y demás jolgorios navideños tenían el deprimente sabor de la añoranza. Echar de menos a los que no estaba era el gran significado que para mí tenía aquellas fiestas.
Aunque nunca llegué a conocer a mi madre pues murió al nacer yo, mi abuelo y mi abuela me habían hablado tanto de ella que siempre he tenido la sensación de que siempre había formado parte de mi vida. Al ser dos personas mayores, no asimilan del todo lo de que mi madre se quedara embarazada sin estar casada, sin embargo, solo tenían palabras de cariño y de admiración para ella.
Si recordar a mi madre me era doloroso, más lo era hacerlo con mi abuelo que fue para mí como un padre y que hacía casi diez años que nos había dejado. Circunstancia que hace que haga todo lo posible por aprovechar cada momento que paso con mi yaya y, siempre que tengo ocasión, intento estar con ella el máximo de tiempo posible. No se sabe nunca, cuando no voy a poder estar con ella.
Tras cenar con mi abuela, ella estuvo viendo un poco el especial navideño de Canal sur y se acostó.
Sin embargo que valorara el cariño de mi abuela, no quería decir que fuera suficiente para apaciguar mi soledad. Como el buen gilipollas que solía ser, confundía tener sexo con estar en compañía de alguien. Así, que una vez se quedó dormida, decidí salir a dar una vuelta a ver que me encontraba en una noche de navidad en el mundo del ambiente de Sevilla.
A pesar de que estaba bastante cachondo, no lo suficiente y solo sopesaba la idea de irme con un pasivo. Me apetecía la idea de un polvete donde yo fuera quien llevara la voz cantante. Algo que no era muy difícil para alguien como yo, un treintañero deportista, peludo y con aspecto de oso machote, en un sitio como la discoteca Ítaca.

A pesar del frio, me había puesto una camisa azul que marcaba de manera descarada mis hombros, mi pectoral y mis brazos. Si a eso se le sumaba unos vaqueros que me hacían un buen culo y mejor paquete, fue quitarme el pluma para dejarlo en el guardarropa y sentí como las miradas de más de uno se clavaban en mí.
Con la vanidad por las nubes, me adentré en la zona de la pista de baile con la intención de ir a la barra para pedirme una copa.
Tal como suponía, aquello estaba hasta las trancas. Entre tanta peña había de todo: gente que bailaba como si no hubiera un mañana, gente que iba muy puesta de todo, gente como yo que iban buscando allí alguien con la que echar un polvo y de camino despistar un poco a la soledad…
Una vez tuve la copa en la mano, me dediqué a dar unas cuantas vueltas en busca de alguien con quien pasar el rato. No iba buscando otra cosa que un agradable polvo con un tío que me molara, poco más.
Una hora más tarde, solo había felicitado las fiestas a cuatro conocidos y me había quitado a cuatro niñatos súper pasados de encima. No había visto nadie que mereciera la pena.
Como estaba claro que de seguir tan exigente, no iba a encontrar a ningún tío que colmara mis expectativas. Decidí bajar el nivel y nada mejor para ello que pegarse otro gin-tonic.
No me había pedido el lingotazo de ginebra, cuando me lo encontré de espaldas sobre la barra, con los codos apoyados sobre esta y con un cubata en la mano. Su postura me recordaba a la de los pijos de barrio de mi instituto, prepotente y seguro de sí mismo.
Lo había visto alguna vez que otra por el ambiente gay sevillano, era un tío que me parecía mono, pero bastante soso y muy pijo. No sé porque me dio la neura de pensar que estaría guay enrollarme con él. Fue imaginarme petándole el culo a alguien tan arrogante y el rabo se me puso duro.

Lo miré y no me respondió, siguió inmutable en su pose de “mirad lo bueno que estoy”. Una vez el camarero me sirvió la segunda copa, decidí comprobar hasta qué punto pasaba de mí. En el fondo me la sudaba si me contestaba con una negativa y cuando no se tiene nada que perder, no se arriesga nada.
Me coloqué al lado de él y adopté una pose de “aquí estoy yo” que no le tenía nada que envidiar a la suya. Lo que en principio pasaba por ser una provocación de su ego, resultó agradarle. Tanto que me respondió con una sonrisa chulesca.
Una vez conseguí llamar su atención, intenté que fuera él quien diera el primer paso. Unos minutos más tarde vi que esto no sucedía. Dado que cuanto más lo miraba, más ganas tenía de tirármelo. Me la jugué toda a una carta y le entré de la manera más boba:
—Mucha gente para ser Nochebuena, ¿no?
—Es de los pocos sitios que están abierto, la mayoría de los bares y tal, cierran esta noche. Me habían invitado a una fiesta particular en el Salvador, pero había resultado ser un muermo y me he venido para acá.
—Pues esto tampoco está muy animado. Hay mucha personal, pero pocos que merezcan la pena.
—Llevas razón, yo hasta que te has sentado a mi lado, no había visto nadie que me gustara.
Lo directo de su afirmación me dejó claro que aquel tío no le hacía ascos a un revolcón conmigo. Estuve tentado de ponérselo un poquito difícil, para bajarle un poquito los humos, pero cuanto más tiempo pasaba a su lado, más duro se me ponía el rabo y con unos pantalones tan estrechos como los que llevaba, era algo que comenzaba a ser doloroso.
Los dos teníamos tan claro lo que queríamos que solo fueron necesarios unos escasos minutos en la que nos presentamos y contamos un poco que hacíamos allí aquella noche, para tener claro que los dos queríamos lo mismo: un polvo directo y sin complicaciones.
—Si te apetece, podemos ir a mi casa. Está cerca.
Me fijé en él, estaba bueno y era bastante guapo. Sin embargo, no tenía ganas de salir del local para llevarme un chasco porque él no me ofreciera lo que yo iba buscando. Así que no me corté un pelo y se lo planteé directamente.
—Me gustaría que supieras que soy activo.
Albert cabeceó levemente, como si le cortara un poco el rollo que yo llevara la iniciativa. Me miró de arriba abajo, de un modo tan frio e impersonal que me sentí molesto. Estuve a punto de mandarlo al carajo, pero él me respondió con la mejor de sus sonrisas diciendo:
—No importa, soy versátil y no me importa que un chico tan machote como tú me dé por culo. Es más, creo que con todo lo que llevo metido en el cuerpo, tampoco estoy yo para mucho ejercicio.
No sé porque supuse en aquel momento que lo que “llevaba metido en el cuerpo” era que se había bebido unas cuantas copas. Si hubiera sabido a que se refería, seguramente no habría ido a su casa con él. No obstante, no me arrepiento de nada, porque gracias a lo pasado que estaba eché uno de los polvos más morbosos y guarros de mi vida.
Estuve tentado de sellar nuestro pequeño acuerdo con un beso, pero me apartó suavemente. En aquel momento llegué a la conclusión de que era un reprimido de cojones. Cosa que tampoco me importó mucho, pues lo único que pretendía era un rollo de una noche. Con lo que tenía claro que ni le haría de psicólogo, ni le tendría que pagar uno.
Le pegamos un par de tragos a nuestras copas y nos apuramos por salir de allí. Por la forma de actuar comprendí que ambos estábamos locos por empezar a meternos mano.
Tal como me dijo su casa estaba bastante cerca. Nos subimos al ascensor y, tras el palo que me pegó en la barra del Ítaca, no quise hacerle ninguna carantoña, pues me dio la sensación de que no era mucho de besos y abrazos.

Fue marcar el número de su planta y se vino para mí. Tras meterme mano al paquete y comprobar que el tamaño de mi rabo era de agrado. Se abrazó a mí y me metió la lengua hasta la campanilla. El sabor de sus labios me dejó claro que iba un poquito mamao, cosa que me dio igual cuando le metí mano al culo y comprobé lo duro que lo tenía.
Vivía en la tercera planta, por lo que el apasionado muerdo duró poco. Salió del ascensor sigiloso, miró para un lado y otro, como si esperara que a las tres de la mañana hubiera haber alguien esperando que él pasara con su ligue nocturno, cuando no vio a nadie (cosa que era de lo más lógico), me hizo una señal para que lo siguiera.
Entramos en su piso. Bastante pequeño, con un mobiliario caro y una decoración sofisticada. El salón de la casa parecía una especie de exposición que se le enseña a las visitas, para que alaben tu buen gusto. A pesar de lo caliente que iba y de las ganas que tenía de comerse mi rabo, no desaprovecho para preguntarme:
—¿Qué te parece donde vivo?
—No está mal —Le dije con cierta desgana, dejándole claro que me traía sin cuidado y que mi único interés en él pasaba por echar un polvo.
Me volvió otra vez a meter la lengua, esta vez no solo acarició mi polla, sino que, tras quitarme el pluma y dejarlo sobre el sofá de cuero que había tras de mí, me desabrochó el cinturón y los botones del pantalón. Una vez me tuvo el cipote fuera, se agachó y comenzó a lamerlo.
—¡Joder, que buen pollón y qué duro lo tienes! —Me dijo mientras lo acariciaba y lo contemplaba como si fuera el nabo más grande que hubiera visto en su vida.
Estéticamente lo que más llama la atención de mi rabo es su capullo grande y una vena ancha que recorre todo el tronco, algo que pone a mil a mis esporádicos amantes. En cuanto a su tamaño, no estoy mal despachado, pero tampoco tengo una polla de película porno. Lo justo para que a quien me folle se quede satisfecho, sin que haga falta que le reviente el culo. Eso sí se me pone muy dura y eso los vuelve locos de gusto.
Albert demostró saber mamarla muy bien, tras unas pequeñas chupaditas en la cabeza, se la trago casi entera y estuvo dale que te pego durante unos minutos.
Mientras se tragaba mi rabo, de vez en cuando volvía la mirada para arriba y sus ojos verdes buscaban los míos. A pesar de que el tío no cumplía los treinta ya, tenía unos rasgos muy juveniles que le proporcionaban un morboso aspecto de niño bueno que acababa de hacer una trastada.
A pesar de que mi único interés con él pasaba por petarle el culo. Tampoco me parecía correcto ser tan egoísta y no hacerlo disfrutar a él del mismo modo. Así que le pedí que se incorporara.
Para mi sorpresa, cuando le metí mano al paquete, descubrí que no estaba empalmado lo más mínimo. Algo que lo incomodo bastante, hizo un gesto con la mano y me dijo:
—Espera un momento.
Lo vi entrar en lo que parecía ser su dormitorio, una vez allí me hizo una señal con la mano para que lo siguiera.
La habitación era pequeña, pero con el suficiente espacio para una cama de dormitorio, una cómoda de tres cajones, una mesita de noche y un armario empotrado en la pared con una enorme luna donde se podía ver perfectamente todo lo que ocurría en la habitación.
Albert estaba sentado en el filo de la cama, junto a la mesita de noche. Sobre esta había una bandejita de plata, sobre la que echaba el contenido que había en un trozo de papel. No había que ser muy sagaz para darse cuenta que el catalán con carita de niño bueno, se estaba preparando una raya.
—¿Quieres un tirito? —Me dijo con cierta dejadez.
Miré la bandejita de plata, sobre ella había dos hilos de polvo blanco que me recordaban las líneas continuas de las carreteras, una carretera que no te lleva a ninguna parte, como mucho a perder el control de tus emociones.
Negué con la cabeza a su ofrecimiento. Algo que al catalán pareció traerle sin cuidado, pues cogió un pequeño rollito de cartón y tras meterse la suya, esnifó la que había preparado para mí.
Aquella actitud tan viciosa me recordó a Arturo, mi primer novio. En los últimos años, él también se había enganchado a todas estas mierdas y casi me empuja con él. Verlo con la nariz empolvada me recordó todo aquello y me cortó el rollo mogollón, sin embargo estaba tan caliente que tenía claro que no me iría de allí hasta que no me hubiera corrido.
Albert preso de la alegría momentánea de la coca, se quitó la ropa de un modo compulsivo. Antes de que me quisiera dar cuenta se había quedado completamente desnudo. Se puso de rodillas sobre uno de los laterales de la cama y con una voz que rozaba el histerismo me dijo:
—¡Venga fóllame, cabrón!
Me dispuse a ir al salón, para buscar en mi chaquetón de plumas unos condones que traía.
—¿Dónde vas? —Me preguntó en un tono que me sonó muy desagradable.
—A coger unos preservativos. ¿No creerás que te la iba meter a pelo?
Hizo un mohín de desagrado y me respondió:
—Por supuesto que no, pero no hace falta que vayas al salón. Yo tengo aquí. Abre la puerta derecha del armario. En el primer cajón hay una caja de la marca que yo uso.
La antipatía de aquel engreído me cortaba mucho el rollo, no obstante a mi polla no parecía importarle su desagradable actitud y seguía igual de dura. Como hacerme una paja cuando volviera a casa no entraba en mis planes, opté por hacer lo que decía. Cuanto antes soltara la leche, antes me iría.
Para mi sorpresa, en aquel armario no había solo preservativos. Sobre una repisa encima de los cajones, se podían ver unos cuantos juguetes sexuales. Entre varias pollas de látex, se encontraba algo que llamó fuertemente mi atención: unas bolas chinas negras de al menos cinco centímetros de diámetro.
Con total desvergüenza las cogí y se las mostré al catalán, como pidiéndole permiso para jugar con ellas.
—Sí, pero cógete un bote de lubricante que hay en el cajón de los preservativos—Dijo tendiéndose sobre la cama y levantando las piernas hacia arriba, mostrando su culo con ello de un modo de lo más provocador— Hace ya tiempo que no me follan y te va a costar un poco.
Meter aquellas enormes bolas por el ojete de Albert alimentó mi morbo cosa mala, mientras untaba la crema sobre la superficie de goma el nabo se me puso tan duro que hasta me dolía un poco.
Coloque la bola en la entrada de aquel culo prieto que me tenía a mil por mil. Empujé para introducirla, a pesar de lo lubricado que estaba, costó algo de trabajo que entrara. Aun así, fue súper morboso ver cómo se la fue tragando poco a poco.
Satisfecha mi curiosidad, hice el ademán de sacarla y sustituir el objeto de plástico por mi rabo.
—¿Qué haces? Ya que estás méteme las cuatro.
—¿Te entran? —Pregunté extrañado.
—Sí, no va a ser la primera vez que las tengo dentro.
Su descarada confesión me dejó claro que aquel tío, tras su apariencia de chaval de familia bien, escondía un vicioso de tomo y lomo.
Dejándome llevar por mis más oscuros instintos, procedí a hacer realidad los deseos de mi acompañante. La segunda bola no me dio más problemas que la primera. Antes de proceder con la tercera lo miré, por si le estaba haciendo daño. No sé si por los efectos de la coca o no, pero su cara me decía que se lo estaba pasando de puta madre.
Mientras le metía la tercera me empecé a tocar la polla. Aquello de rellenar su culo con aquellas bolas me ponía cantidad, de buenas ganas me hubiera hecho un pajote y le hubiera echado la corrida encima. Pero lo que realmente deseaba era penetrarlo, así que me contuve y dejé de masturbarme.
La cuarta bola costó un poco, pero expandió su abdomen llenándolo de aire y lo que, en un principio, me parecía imposible se convirtió en realidad.
Busque los ojos verdes del catalán y estos parecían que se le iban a salir de las cuencas. Volví a tocarme el rabo, mi erección se volvía cada vez más dolorosa. Como no estaba allí para hacer amiguitos, sin pedirle su opinión siquiera, procedí a sacar las bolas.
Ignoraba que lo más placentero de las bolas chinas era su extracción, si mientras las había tenido dentro había disfrutado una barbaridad, fue empezar a sacársela y ponerse a gemir como una perra.
Observé su ojete y parecía expandirse para dejar pasar el juguete sexual de un modo que me pareció propio de una película porno. Era más que obvio que el cabrón tenía el culo más que entrenado en estos menesteres, pues a pesar de que no puse excesivo cuidado, tampoco le produje ningún desgarro.
Con su culo dilatado como estaba, me puse un condón y me lo follé del tirón. No sé si después de haber tenido el enorme juguete sexual en su recto, fue capaz de notar mi nabo. Pero en aquel momento me importaba poco, había salido con la intención de follarme un culo y era lo que estaba haciendo.
He de admitir que no fue ni de mis mejores polvos, ni de lo más largos. Estaba tan tremendamente cachondo por el mamoneo de las bolas chinas, que eyaculé antes de que me quisiera dar cuenta.
Miré la churra de mi acompañante, estaba tan pasado con todo lo que se había metido que no había empalmado en todo el rato, por lo que consideré que no se querría correr.
En el mismo momento que me comenzaba a vestir, me entro unas ganas enormes de orinar.
—¡Oye, Albert!¿Dónde está el baño? ¡Me meo como una perra!
El catalán que seguía todavía un poquito ido por las emociones de la noche, se levantó de la cama y se puso a caminar. Una vez salió del dormitorio, me hizo una vaga indicación con la mano hacia la derecha.
Incapaz de contener por más tiempo mis ganas de orinar, corrí hacia el baño. Mientras vaciaba el contenido de mi vejiga, y para mi sorpresa, el pijo catalán entró en el baño tras de mí.
En un principio, pensé que también tenía ganas de mear también, pero no fue así. Sin darme tiempo a reaccionar, se agachó al lado de la taza del wáter y metió la cabeza delante de mi polla, tragándose el chorro de orín como si fuera la más exquisita de la bebida.
Ver como el nauseabundo líquido empapaba su cara y su pelo, me pareció un espectáculo tan lamentable, como asqueroso.
Terminé de orinar, me vestí y salí de allí sin siquiera despedirme. Estaba claro que los excesos son capaces de sacar lo peor de nosotros, pero en el caso de aquel tipo lo convertían en una puta de lo más guarra. Una puta que poco o nada tenía que ver con la imagen de niño bien que vendía a los demás.
Aunque había disfrutado del polvo y lo de las bolas chinas me pareció muy morboso. Que el catalán perdiera tanto los papeles no me molo demasiado y mientras bajaba por el ascensor tenía más que claro que, a pesar de lo bueno que estaba, no volvería a repetir con él.

Un comentario sobre “Sexo, droga y bolas chinas”