
Las dudas de Ramón
Episodio seis
La historia hasta ahora: Después de echar un tremendo polvo, Mariano comienza a contar una “infidelidad” a Ramón con un catalán que conoció una noche en la sauna de Nervión.
Ante la sorpresa del policía, su amigo empieza a narrar lo lanzada que va la gente en el local y como se ponen a follar en cualquier sitio sin pudor. Ramón aunque cabreado por todos los detalles que su amigo le da sobre el sexo con el catalán, no puede evitar excitarse.
Tras arreglarle los papeles de Hacienda que había llevado como excusa, vuelve a su vida hogareña. Donde a pesar del cariño que le profesa a sus hijas, cada vez se siente más atrapado.
Por la tarde, como Mariano no quiere verlo, queda con sus amigos que tienen planeado irse a un puticlub y, aunque no es lo que más le apetece, se une a ellos.

21/08/12 08:30
A pesar de que no pueda parecer muy ético que un miembro del cuerpo de Policía, frecuentara aquellos antros, era una práctica de lo más habitual entre mis compañeros y ante la que se hacia la vista gorda, es más sabía de algún que otro inspector y subinspector, que hacían uso de su cargo y se ahorraban pagar en ciertos garitos. Por lo que a nivel laboral, me la traía floja que algún conocido me viera allí.
Mi única preocupación era descubrir si me seguían gustando las mujeres, o me había vuelto bujarrón del todo. El polvo de esta tarde con Elena, tan falto de pasión como ella acostumbraba no había servido para dejarme claro nada (Sino todo lo contrario).
El local no era diferente del resto, una especie de pub de diseño hortera, en el cual el personal masculino cataba con la mirada a las diversas vendedoras de sexo que pululaban por él, en espera de que alguna fuera la musa de sus fantasías libidinosas.
Las chicas, en su mayoría extranjeras, intentaban por todos los medios que los bebedores de whisky, gin-tonic y demás mezclas alcohólicas, cayeran en sus voluptuosas redes y las invitaran a una copa. La conversación que acompañaba al trago, en la mayoría de los casos, era una especie de preludio a los veinte minutos de sexo.
Al mismo tiempo que nos acercábamos a la barra para pedir las copas, un grupo de tres chicas, de etnias bien distintas, se aproximaron a nosotros sin ningún sigilo.
Una de ellas, la más joven y la única que parecía Europea, en un español macarrónico nos dijo: “¿Qué pasa machotes? ¿Nos invitáis a una copa?”. Era casi tan alta como yo y, por el color excesivamente claro de su piel y lo rubio de sus cabellos, intuí que era rusa o de cualquiera de los países del antiguo bloque soviético.

Sus dos compañeras eran el reverso de su moneda. Una era negra como el carbón y su tarjeta de presentación consistía en una blanca dentadura y dos enormes tetas, las cuales apenas tapaba con una especie de top de rayas chillonas. Es oírla hablar y su país de origen me quedó cristalino: Brasil.
La tercera, y la que más me gustó, se trataba de una cubanita de veinte y pocos años, sus grandes ojos oscuros parecían una especie de faro que consiguieron que mi mirada se posara en su rostro, en una naricita pequeña y porrona que reinaba sobre unos carnosos labios y en una melena rizada que caía sobre sus hombros de modo sensual.
Su delgado cuerpo se me antojó una fruta a saborear. No poseía unas tetas grandes, pero su vientre plano y sus voluptuosas caderas despertaron en mí una amalgama de sensaciones, en la que se mezclaban el deseo y la satisfacción que me dio corroborar que las mujeres me seguían gustando cantidad, pues de manera inconsciente mi polla comenzó a crecer bajo el pantalón.
El “flechazo” fue mutuo y la atractiva muchacha, una vez le sirvieron su copa, dirigió toda su atención a mí. La brasileña había elegido como presa a Manuel y “Ervivo” no tuvo más remedio que contentarse con la que quedaba libre: la “rusa”.
—¡Papito, ¿que “hase” un tipo tan guapo como tú aquí?, ¿acaso la parienta no sabe “apresia” lo que tiene en casa?
Dicen que la gente acude a un burdel no tanto por el sexo, sino en busca de alguien que sepa valorarlo y los escuche. Una especie de terapia, con el añadido de un gratificante orgasmo. Aunque mis motivaciones aquella tarde-noche eran bien distintas, la cubanita que tenía ante mí parecía tener un sexto sentido y con su primera frase había abierto las puertas para que no solo quedara saciado mi cuerpo, sino también mi espíritu.

Tuvimos una breve pero intensa conversación, en la que entre otras cosas descubrí que se llamaba Flori y que trabajaba como “jinetera” con el único propósito de reunir el dinero suficiente para traerse a su familia a España. Poco después cerramos aquella especie de transacción económica y pasamos a las habitaciones del interior del local. Mientras no desnudábamos me habló de un modo, que era a la vez, tan cálido como impersonal:
—Papi, si me quieres besar lo puedes “haser”. Normalmente los que vienen aquí son tembas y me limito solamente a singar con “ello”, pero contigo con lo guapo que eres no me importa.
La tía era buena en lo suyo, no solo estaba poniéndome la verga como un leño con su improvisado strip tease, sino que estaba alimentando mi ego para que me sintiera mejor, pero sin querer el niño preguntón que habita en mí, estropeó la magia del momento.
—¿Tembas que es eso?
—¡Ay perdona mi “amol”!, —dijo posando una mano sobre mi pecho de forma delicada, a la vez que gesticulaba con la otra —mira que “yevo” años aquí ya, pues todavía sigo usando las palabras típicas de mi Cuba…
—Eso no es malo —le dije mientras acariciaba su pecho y al tiempo me desprendía de la camisa —las raíces son lo que a uno lo hacen autentico.
—… un tembas —prosiguió la muchacha— es lo que aquí “yamáis carrossa”, viejo…
Envolví con mis brazos aquel pequeño cuerpo desnudo y uniendo su pecho a mi tórax, pegue mi barbilla junto a la suya y le regalé un diminuto piquito. Ella metió la punta de su lengua entre mis labios, tras pasearla entre mis dientes, esta se entremezclo con la mía, al principio de un modo suave y después nos adentramos, estrepitosamente y de lleno, en el terreno de la pasión.
¿Cuánto tiempo hacia que no saboreaba el sabor de unos labios? Durante un tiempo, mis contactos sexuales se habían limitado a mi mujer y a Mariano. La primera era más de besitos cortos que de muerdos pasionales y al segundo, todavía no había tenido cojones de besarlo, seguramente porque irónicamente en mi fuero interno siguiera pensando que aquello era de maricones (Y yo no lo era).
Los labios de la putita dejaron un gustillo agridulce en mi paladar. Tras el intenso muerdo me desvestí por completo, fue desprenderme de los calzoncillos y mi acompañante no pudo reprimir una descarada observación:
—¡Ay “amol”, vaya “rabaso” que os gastáis! —Tras la jocosa observación una mueca de preocupación se pintó en su rostro—Lo que no sé es si tengo gorro de tu “taya”.
—No te preocupes, yo traigo un par de ellos —dije buscando la cartera y sacándolos de su compartimento secreto.

La morenita sacó uno de los condones de su envase y envolvió mi polla con él, a continuación, de una manera que me pareció tan ceremonial como automática, se agachó ante mí y comenzó a hacerme una soberana mamada.
Al principio, sus carnosos labios envolvieron mi glande al tiempo que con su lengua daba pequeños golpecitos sobre él. A pesar de no haber un contacto directo de su boca con mi piel, un placer desmesurado comenzó a recorrer mi cuerpo. La cubanita sabía lo que se hacía y a pesar de su aparente juventud, daba muestras de poseer una muy dilatada trayectoria “profesional”.
Una vez se cercioró de que mi nabo estaba duro a más no poder, se levantó y me dijo:
—Mi “amol”, ¿prefieres que siga con el chupa-chupa o nos ponemos a singar?
Dado que yo a aquel lugar más que a echar un polvo, había ido en busca de respuestas y la boca de aquella mujer en mi polla, estaba produciendo en mí un efecto parecido al de follarme el coño de mi querida esposa aquella tarde, opté por pedirle una práctica sexual que de soltero me volvía loco y que una vez me casé quedó relegado, en lo concerniente a mi vida marital, en el armario de lo prohibido.
—Flori, me gustaría saborear tu sexo —mis palabras, además de cursis, sonaron como apagadas, pues sabía que no era una práctica habitual para las prostitutas de aquel tipo de locales, más acostumbradas a dar placer que a recibirlo.
La joven cubana me miró con desconcierto, creo que no tanto por mi petición sino por la forma educada de pedírselo, tras guardar silencio unos segundos, me dijo con esa particular potente alegría que emanaba de ella:
—¿Por qué no papito? Así me lubrico “ante” de que me la metas, que una en los años de oficio no ha catado muchos rabos como el tuyo … Otra cosa mi “amol”, si lo quieres probar por saber si sabe distinto al de una blanquita, ya te digo que ni sabe ni a flores ni a fresas, sabe a chocho, chocho moreno, pero chocho.


El desparpajo de Flori me sacó una sonrisa pues a pesar de los euros que había de por medio, la tía, dentro de lo que cabe, se lo estaba pasando bien y yo por mi parte, iba a hacer todo lo que estuviera en mi mano para que se lo pasara aun mejor.
Se tendió sobre el camastro, abriendo las piernas de modo provocativo e invitándome a que me agachara ante ella. No me hice de rogar y coloque mi cabeza entre sus piernas, de manera intuitiva aspire el fuerte olor que emanaba de aquella oquedad, fue mi cerebro identificar aquel aroma y mi cipote comenzó a vibrar como un ente independiente.
Posé las palmas de mis manos sobre sus ingles para acceder al interior de aquella fruta sexual con mi lengua, no sin antes observar detenidamente lo que mi paladar iba a saborear, el contraste de colores entre la parte interna y externa de aquella primorosa gruta despertó en mi unos instintos que creía olvidados.
Di un lengüetazo sobre la rasurada y oscura vulva, impregnando con mi saliva cada resquicio de aquella rugosa piel. Olisqueé de nuevo la caliente hendidura y, sin pensármelo, metí mi lengua en aquella rosada cavidad.
Lamí compulsivamente aquel delicioso manjar, puse instintivamente la lengua sobre el clítoris y comencé con unos movimientos circulares, aumentando cada vez más la velocidad, tanto, que podía sentir como la entrepierna de Flori palpitaba, al tiempo que suspiraba de un modo que, quise entender, no era fingido.
No sé cuánto tiempo estuve sacando y metiendo mi paladar en aquel refugio de placer, solo sé que cuanto más me deleitaba en hacerlo más se enervaban mis sentidos. La miscelánea de olores y sabores que aquella caliente grieta me estaba regalando, había puesto mis sentidos a flor de piel, degusté sus fluidos como si se tratará del más exquisito maná.
Pero la bestia de mi entrepierna empezaba a dar muestras de dolor pues quería conocer de primera mano el calor de aquella cueva, sin decir nada aparte mí boca de aquella cálida fruta y me tendí sobre la morenita.

Aunque mi cipote le gritaba contundentemente a mi cerebro, que quería penetrar sin dilación la raja de la mulatita, vestí mis ademanes de ternura y, al tiempo que acariciaba sus hombros, hundí mi lengua en sus labios.
Sutilmente lleve mis manos hacia sus pechos, tenía los pezones duros fruto de la excitación, aquello alimentó mi ego pues supuse que a diferencia de los gemidos, era algo que no se podía disimular.
Aplasté de manera delicada las sensuales prominencias entre mis manos, a la vez que pegaba mi pelvis a la suya frotando mi erecto miembro contra su vientre. Sentir la calidez de su piel bajo mis dedos, hizo que un sin fin de sensaciones incontrolables recorrieran todo mi ser.
Resbalé mis manos hasta su abdomen, plano y firme, tan frágil y recio a la vez que no pude evitar pasear mis dedos por toda su superficie de un modo que tildaba más en la curiosidad, que en el obtener placer con ello.
Pese a lo tierno del momento, solo fue un momento dos bes: Bonito y breve. Pues el monstruo que vivía bajo mi cintura estaba loco por explorar la gelatinosa caverna de Flori y no estaba dispuesto a esperar de ningún modo.
Con un pequeño empujón metí la cabeza de mi verga en aquella caliente abertura, poco a poco, con un ritmo lento y acompasado, fui abriendo el camino hacia aquel lugar tan cálido como deseado, hasta que, de un modo pasmoso, los flujos que lubricaban las paredes vaginales le abrieron plenamente el paso. Acostumbrado como estaba a ir dosificando su entrada en la vagina de mi mujer, el que el coño de aquella puta se tragara casi de un golpe mi cipote, me puso como una moto, y los refinados movimientos de un principio dieron paso a mi estilo de follar más salvaje.

La actitud de la cubanita me sorprendió, pues buscó mis labios como si fueran el complemento idóneo para aquel libidinoso momento. El subconsciente me volvió a gastar una mala pasada y, de sopetón, se vinieron los recuerdos de todos los momentos vividos con Mariano y de lo adecuado que habría sido un beso en algunos de ellos.
Evoqué los polvos con mi amigo al tiempo que mi lengua zigzagueaba con la de la prostituta y, de pronto, sentí como mi polla perdía parte de su rigor. En un acto lleno de egoísmo, reseteé mi memoria por completo y me centré en lo que tocaba en aquel preciso instante: follarme un rico “chochete”.
Doblé su rodilla hacia atrás, hasta colocarla casi a la altura de mi pecho, acomodé mi cintura entre sus muslos y, como empujado por una furia animal, comencé a cabalgarla.
Embelesado por la fricción de nuestros sexos, entraba y salía de ella con una facilidad prodigiosa, inculcando la máxima presión en mis glúteos, como si con cada envite pudiera introducir una porción más de mí en su cuerpo, y dejando que el desenfreno fuera mi dueño absoluto.
En una de estas la mujer paseó sus uñas por mi espalda, sin arañarla pero poniendo el suficiente mimo en cada movimiento para que mi mente transformará aquellas sensaciones en una especie de parafilia sexual reprimida. Si mi libertad llevará aparejada la soltería, le hubiera pedido que de un modo felino clavarás sus zarpas en mi espalda, pero como todavía quedaba unas gotas de cordura en mi mente, reprimí la realidad y la sustituí por fantasía.
Imaginar cómo las afiladas uñas rasgaban la piel de mi espalda y hacia brotar la sangre a borbotones bajo ella, fue el estímulo justo y necesario que mi mente necesitaba para llegar al orgasmo.
Mi cara se contrajo en un sinfín de muecas, de forma compulsiva mis caderas bajaron el ritmo y un mar de vida muerta inundó el látex que envolvía mi pene.
Por unos segundos el mundo se detuvo, más fue sentir la presencia de Flori que pugnaba por zafarse de mí y el sitio de mi recreo dio paso a una especie de sentimiento de culpa.
—¡Ay papito, qué bien sabes “hase” el “amol”!

Si hasta el instante anterior, la muchacha me había caído simpática y tal, fue desprenderme de mis miedos por estar perdiendo mi hombría y haber descargado toda mi testosterona, y su charla me pareció vacua y sin sentido. Intenté seguir siendo amable con la mulatita, pues ella no era la culpable de mis empanadas mentales. Me sentía igual de mal que las primeras veces que lo hice con Mariano, con la salvedad de que en aquellas ocasiones quien tintineaba en mi cerebro junto a la palabra culpa era el nombre de mi esposa, y en aquel instante, a quien creía que estaba traicionando era a mi amigo.
En aquel entonces no entendía el porqué de aquello, aunque el tiempo me daría la respuesta. Una respuesta que me costó mucho aceptar, pero con la que no me quedó más remedio que aprender a vivir.
Sin darle mucha conversación a la cubanita (Más bien ninguna). Me terminé de vestir, abandoné el pequeño cuarto y me encaminé hacia la zona de la barra.

Continuará en: Cuernos, vida familiar y mucha amistad.
Un comentario sobre “¿Me estaré volviendo maricón?”