Seducido por su entrenador

1.El mirón de las duchas

Javier siempre había estado obsesionado con el sexo. Desde que tenía uso de razón se había visto atraído por las redondeces de las mujeres: sus pechos, sus nalgas…Todo lo que las hacia distintas del genero masculino llamaba su atención y su curiosidad por saber que escondían debajo de las ropas era mayor cada día.

Su infancia transcurrió durante los años sesenta,  en una España donde la censura de una dictadura en decadencia y una ciudadanía ignorante se dejaba alimentar por  unos dogmas retrógrados. Circunstancia que propiciaba que, los críos como él, se educaran en la creencia de que todo lo que tenía que ver con la sexualidad  era pecaminoso y quienes sucumbían a los placeres de la carne tenían comprado su pasaje de ida al infierno.

La atracción que, de natural,  ejerce lo  prohibido en la mente humana, acrecentó el empeño del muchacho por experimentar  todo aquello que tachaban de tabú. Para él los sermones de los curas estaban de más, pues  consideraba que cualquier cosa relacionada con la religión y con quienes la impartían, tenía poco de cierto y mucho de superchería.

En la adolescencia, y a pesar de vivir en un pueblo de la provincia de Huelva donde el comadreo local estaba a la hora  de con quien salía menganita y a quien se arrimaba fulanito, consiguió  tener sus primeros escarceos amorosos.   A ello ayudo  su gran atractivo físico y su buena parla. Practicar el juego de la seducción se le daba tan bien y le producía tanta satisfacción  personal que en cuanto obtenía su premio, su presa dejaba de interesarle y buscaba otra que supusiera un reto mayor.

De los cinco años que pasó obteniendo el título de técnico electricista, raro era el mes que una de las alumnas de la Rama Administrativa no terminaba sucumbiendo a sus encantos y enrollándose con él.  Aquella gran promiscuidad le hizo obtener una fama de chico malo y no recomendable, que en vez de repeler a las chicas, lo convertían en un individuo de lo más tentador.  

Lo malo de ser guapo y tener un físico potente,  es que terminas atrayendo a quien no te apetece que se fijen en ti.  A las tías cardos  del pueblo no le importaba tenerlas revoloteando a su alrededor pues, en cierto modo, alimentaban su más que enorme ego. Lo que no soportaba era que los maricas se fijasen en él.  

Había un tío de Isla Cristina que estudiaba delineante, un tal Alfonso, con más pluma que una manada de pavos reales y al que Javier no podía ver ni en pintura. Cada vez que lo veía se le quedaba mirando como si tuviera monos en la cara. Era más que obvio que al chaval le ponía mogollón, cosa que a él le indignaba. Era como si su hombría se viera mermada al sentirse deseado por lo que él consideraba una rareza de la naturaleza.

Un día, junto con dos colegas más, le tendieron una trampa. Aunque lo que pretendían darle un escarmiento para que lo dejara en paz con tantas miraditas y tanto rollo como se traía. En el transcurso de la pesada broma, en la que tras desnudarlo lo sometieron a las peores de las humillaciones,  Javier sintió como su pene se hinchaba. Imponer su voluntad a otra persona, aunque fuera del mismo sexo, le excitaba cosa fina, luego estaba lo mucho que le atraía las redondeces de un culo, daba igual que  este fuera peludo y en la parte posterior, en vez de un chocho, luciera un nabo. Pese a que el castigo solo fue vejatorio y lo sexual no tuvo cabida, a él le pareció de lo más estimulante. Tanto que aquella noche terminó pajeándose con la imagen del trasero del afeminado chico.

Lejos de sentirse mal consigo mismo por aquel increíble descubrimiento sobre sus apetencias carnales, hizo lo que hacía siempre: calmar su curiosidad experimentando lo desconocido. En cuanto tuvo ocasión, y a espaldas del resto de sus amistades,  hizo todo lo posible por ganarse la confianza de Alfonso. Follárselo le resultó una sensación de lo más placentera. Introducir su cipote en un orificio más estrecho de lo normal,  someter a sus antojos a una persona de su mismo sexo,  percibir sus huevos colgando a escasos centímetros de su miembro viril y escuchar sus jadeos de placer cada vez que su masculinidad perforaba su ano.  Le agradó tanto o más que hacerlo con una tía. Conseguido su cometido, y a diferencia de las chicas a las que una vez se tiraba abandonaba como botellas vacías, prosiguió viéndose con el chaval durante un tiempo, ¡eso sí!, a escondidas de todos y con un absoluto secretismo.

Quizás porque  Ayamonte y sus alrededores se le iban quedando pequeño para sus correrías sexuales o porque estaba ansioso por probar cosas nuevas, buscó trabajo en una empresa de Sevilla y se mudó a vivir allí. Lejos de los cotilleos de la plaza del pueblo y con el anonimato que da no tener un pasado conocido, prosiguió haciendo alarde de sus dotes de depredador sexual.

Con el paso de los años conoció a  María José,  una sevillana con la que formalizo una relación que acabó en boda. Como todo matrimonio que se precie terminaron trayendo hijos al mundo. Al año de casado vino Laura y dos años más tarde Asier. De ser una bala perdida pasó a ser todo un padre de familia responsable.

Que hubiera sentado la cabeza no  quiso decir que abandonara sus flirteos tanto con un sexo, como con otro. Para sus relaciones con hombres, no precisaba frecuentar lugares de ambientes como saunas, zonas de “cruising”… Por lo que era bastante improbable que algún conocido pudiera descubrir su sexualidad oculta e ir a su mujer con cualquier chismorreo.

Para alguien que estaba siempre al acecho, no tenía ninguna complicación  saber en qué momento alguien había sucumbido a sus encantos. Eso podía pasar en el trabajo,  en el gimnasio, tomando un café en un bar o simplemente mirando un escaparate. Desde muy joven estaba acostumbrado a sentirse deseado y le era facilísimo detectar cuando esto ocurría.

Javier estaba tan enamorado de sí mismo que si a algo le dedicaba horas era a  cuidar su cuerpo. A las muchas horas que pasaba en un gimnasio levantando pesas, había que sumarle las que dedicaba a entrenar a un equipo de Rugby de su barrio. Aquel deporte le había fascinado durante toda su vida, de joven lo practicó e incluso llegó a estar federado, sin embargo una lesión de rodillas acabó con su prometedora carrera. Del mismo modo que los padres intentan que sus hijos triunfen donde ellos han fallado, aquel grupo de jóvenes que entrenaba le servía a Javier como sucedáneo de su sueño incumplido.

Con tanta actividad extra curricular le quedaba poco tiempo para su familia. Por lo que, ante una especie de ultimátum de su esposa, tuvo que reducir las horas que dedicaba a su cuidado personal. Como no estaba dispuesto ni  a renunciar a su puesto de entrenador, ni a seguir alimentando su vanidad con las horas dedicadas a levantar pesas. Optó por los tres días a la semana que pasaba preparando al equipo de rugby, hacer los mismos ejercicios que sus pupilos. No era lo mismo que los tutes que se pegaba en el gimnasio, pero al menos podía seguir puliendo su escultural físico.   

Aquel grupo de adolescentes para otro tipo de depredador sexual sería un campo de cultivo, para él no era así. A él le gustaba despertar el deseo en los demás, no forzar a que este surgiera. Por lo que nunca se planteó tener rollo  con alguno de los jugadores, máxime cuando  no imaginaba que  a  ninguno le  pudiera ir como él decía: “la carne en barra”.

Sin embargo, por estadística, siempre que hay más de diez hombres juntos por lo menos a uno le va la marcha. Cosa que constató un día mientras se duchaba,  después de una dura sesión de entrenamiento. Uno de aquellos corpulentos jugadores, al descubrir su voluminoso y marcado cuerpo desnudo bajo la cortina de agua, no pudo reprimir lanzarle miradas furtivas. Aquello le pareció insólito, pues el chaval estaba lejos de lo que él pensaba que debía ser el prototipo gay. No obstante, a sus treinta y ocho años había aprendido que no siempre las cosas son lo que parece y que existían muchos corderos con piel de lobo.

Arturo, pues así es como se llamaba su admirador,  era un tío grande, de casi metro noventa. Poseía una espalda ancha, unos enormes bíceps a juego con sus gigantescos hombros y unas musculadas piernas peludas  que le conferían un aspecto de tipo rudo. De piel morena,  con un cabello negro como el azabache y  ojos grises, su aspecto estaba lejos de ser el del típico afeminado. Pero, por lo que había podido intuir su entrenador, el viril joven se sentía atraído por su desnudez y, sobre todo, por lo que le colgaba en medio de las piernas.

Vislumbrar la posibilidad de poderse follar un culo joven, y seguramente por estrenar, como el de aquel chico, hizo que no pudiera reprimir una leve erección. Circunstancia que no pasó desapercibida por el joven mirón, quien aterrorizado ante la posibilidad de ser descubierto, apartó la mirada de manera fulminante, se terminó de vestir y se largó como alma que lleva el diablo.

Aquella noche mientras le hacía el amor a su mujer, dejó que su mente vagara entre sus fantasías más recónditas. En ellas se veía sometiendo al muchacho, sodomizando su culo prieto de un modo tan salvaje que Arturo no podía parar de gritar, cuanto más imaginaba sus quejido, más excitado se sentía y con más frenesí penetraba a su esposa. Cuando alcanzó el orgasmo y tras dedicar unos  cariñosos minutos de cortesía a María José, se tumbó a su lado y comenzó a idear un plan para embaucar a su nueva presa.

El siguiente día de entrenamiento, tras hacerlos sudar de lo lindo, los muchachos pasaron al vestuario del polideportivo para darse su merecida ducha. Con perspicacia  y firmeza por igual, comenzó un arriesgado juego de seducción con Arturo. Se colocó junto a él y se fue desnudando con serenidad, charlando e intercambiando bromas  con los demás jugadores para distraer la atención sobre el pequeño  y sutil striptease que estaba dedicando a su joven admirador.

No contento con ello, una vez se quitó los slips siguió chanceando con los demás chicos, dejando su largo y moreno rabo a la altura de la cabeza de su admirador, a quien los nervios, dado lo tensa de la situación, no lo dejaban ni desanudar  correctamente los cordones de sus botines.

Para seguir encendiendo  el deseo del muchacho, Javier se colocó en una de las duchas que quedaba más visible desde la posición de Arturo. Con el resto del equipo transitando por los vestuarios,   el entrenador comenzó a hacer alarde de sus habilidades incitadoras de un modo que solo era evidente para el muchacho, quien mantenía una fuerte lucha interior entre bajar la mirada o  dejar que sus ojos se  deslizaran hacia donde se encontraba el fornido treintañero.

Consciente de la pasión que despertaba en Arturo, el hombre se enjabonó copiosamente los  genitales y el tórax. Dejó que una abundante cantidad de espuma  cubriera su pecho, su barriga y su pelvis, para después restregarla de un modo que se aproximaba peligrosamente a lo sensual. Se acariciaba la areola de las tetillas, jugueteaba con los vellos de su pecho, paseaba los dedos por las marcadas líneas de su abdomen y se tocaba la verga de una forma casi impúdica.

Como tampoco quería ser muy descarado y no quería que nadie se percatara de su pecaminoso juego, una vez comprobó que sus sospechas eran más que ciertas, se colocó debajo del chorro de agua caliente, borró cualquier muestra de jabón sobre su piel, se secó y se vistió con su rapidez habitual.

Aquella noche llegó a casa tan caliente que mandó a los niños a la cama  un poco antes de tiempo y, una vez consideró que estaban dormidos, volvió a follar con su mujer de un modo bestial y desmedido. En sus pensamientos no era María José quien soportaba los envites de su cuerpo contra el suyo, sino que  era Arturo a quien poseía hasta llegar al paroxismo. Del mismo modo salvaje que la penetró, su cuerpo llegó a la cumbre del placer. De nuevo, después de cumplir con  las protocolarias muestras de  afecto hacia su mujer, comenzó a maquinar  un plan que le permitiera convertir en realidad su deseo de taladrar el culo del  joven jugador.

El sábado fue más estricto de lo corriente con el equipo. Por cada falta  individual que cometieran,  al final del entrenamiento les obligaría a dar una vuelta al campo. Hizo acopio de sus habilidades manipuladoras y procuró poner a Arturo,  de por sí ya bastante nervioso y distraido, en las zonas de ataque más conflictiva  para que terminara cometiendo multitud de  “knock-on”  y dos “line-out”, con lo que fue de los quince jugadores quien tuvo que correr durante más tiempo.

Uno a uno los demás miembros del equipo fueron abandonando el pabellón deportivo y el chaval seguía dando vueltas. Cuando concluyó su “castigo”, agotado, fue a darse una más que merecida ducha. Sin nadie en los vestuarios, solamente él y su víctima,   Javier comenzó a llevar a cabo el plan que tan minuciosamente había gestado.

Lo primero que hizo fue desnudarse a escasos centímetros del muchacho. La lentitud con la que se quitó las botas de deporte, los calcetines, la camiseta… Una vez tuvo el tórax al descubierto, al igual que hiciera la vez anterior, comenzó a hacer círculos sobre sus tetillas, a juguetear con el rizado vello que cubría su abultado pecho…

Miró de reojo a Arturo y en la cara de este se pintaban reacciones contradictorias, por un lado estaba asombrado ante el proceder de su acompañante, por otro lado una expresión de pánico no se borraba de su rostro, al tiempo que una lujuria desmedida brillaba en el iris de sus ojos.

Javier, sabiéndose dueño absoluto de la situación, se quitó los pantalones de deporte con desidia, dejó su miembro viril pendular ante la atenta mirada de su acompañante y, sin prestarle aparentemente demasiada atención, caminó hacia una de las duchas que estaba más escondidas. Provocando con ello a que el chico tuviera que mover ficha si quería seguir disfrutando del espectáculo.

Como supuso, y escondido al amparo de una de las columnas del edificio, Arturo prosiguió espiándolo. La sensación de sentirse la diana del deseo de alguien era para Javier una de las emociones más gratificantes,  el añadido de la juventud de aquel chico hacía esa sensación más  satisfactoria aun.  Saber que aquel corpulento joven anhelaba acariciar su cuerpo propició que comenzará a excitarse. Tal como si fuera un ritual largamente ensayado, tras lavarse bien el ano y las axilas,  envolvió su pelvis, su tórax y sus piernas en una nube de espuma.

Se sobó los huevos de un modo soez, a la vez que borraba cualquier rastro de suciedad de ellos. Notó como su verga se llenaba de sangre, pero no se la tocó con impudicia, simplemente se limitó a limpiarla bien, esmerándose más en el glande el cual mostró  sin pudor alguno. Arturo vio el enorme capullo en todo su esplendor y no pudo evitar que su polla se empinara levemente.

La situación para el muchacho era de lo más preocupante, nunca antes había estado con un tipo de la edad de Javier. Sus experiencias homosexuales se limitaban a  hacerle alguna paja a uno de sus compañeros del instituto y aquella vez, que con tres cubatas de más, se la mamó a Oscar, el capitán del equipo, quien  iba también tan pedo que no se enteró de nada de lo sucedido. Pese a que tenía claro que le gustaban los tíos y no podía apartar la mirada de aquel semental madurito, estaba aterrorizado por cómo pudiera acabar todo aquello.

El entrenador tras pasear sus manos de un modo insinuante por su duro abdomen, se la llevo a las tetillas. Dibujo círculos con sus dedos sobre sus areolas, para después terminar pellizcando contundentemente la punta de sus pezones. Aquello le ponía cantidad y para exteriorizar su satisfacción se mordía la punta de la lengua de un modo morboso.  Parecía que  quisiera envolver cada movimiento en un halo de intimidad, como si quisiera hacer creer al chaval que no se sabía observado, por lo que se abstuvo de dirigir la mirada  hacia donde creía  que se había ocultado su mirón particular.

Arturo excitado ante la  libidinosa exhibición que se desarrollaba a escasos metros de él, se metió mano a la polla la cual se erigía como una daga punzante que quisiera escapar de la prisión de algodón que lo envolvía.

Volvió a mirar al colosal semental que tenía ante sí y llegó a la conclusión que su entrenador estaba para hacerle la ola. Su imagen y sus movimientos eran de lo más sugerente: Su cipote moreno surgía de entre medio de la manta de espuma como un leviatán imparable y  la testosterona fluía por cada uno de los poros de su enorme amasijo de músculos de una forma bestial. Ansiaba tocar aquella enorme pértiga de sangre que se mostraba orgullosa ante sus ojos. Una de sus manos se refugió bajo el pantalón de deporte y comenzó a masturbarse.

Javier parecía tener un sexto sentido para estas cosas, pues  en el momento que creyó advertir que el muchacho había caído de pleno en su red, dio paso a la siguiente parte de  su elaborado plan. Dejó de juguetear con sus pezones y se enjuago de manera fulminante, sin secarse ni nada camino con paso firme en dirección a donde se encontraba el caliente jugador.

Pasó por su lado, casi sin prestarle atención. Fue hacia la puerta de entrada y cerró su pestillo interior. Dejando que la arrogancia y la chulería impregnaran cada uno de sus movimientos, se dirigió hacia Arturo, quien a pesar de la incertidumbre y el nerviosismo, seguía tocándose la polla de forma descarada, como si actuara con el piloto automático puesto.

—¿Pero que tenemos aquí? —Su voz sonaba grandilocuente —. Pero si es Arturo con los huevos duros. ¿Te pone ver el cipote de tu entrenador?

Preso de la perplejidad ante la teatral reacción del viril treintañero, el mirón no supo ni qué decir, ni qué hacer.

—¡¿Qué pasa?! ¡¿Se te ha comido la lengua el gato?! —Las preguntas no cuestionaban nada y estaban pronunciadas con un tono autoritario.

El entrenador al ver que los labios de su admirador seguían cerrados a cal y canto, recorrió su robusto cuerpo con la mirada. Al comprobar que tenía una erección del quince, se sonrió por debajo del labio y añadió en un tono burlesco:

—Tu boquita no dirá nada, pero no hace falta, ya tu polla responde por ti. ¿¡Te pone mirarme la polla?! ¿Te gustaría tocármela?

El enorme jugador estaba absorto ante el cuerpo desnudo de su entrenador, verlo como su madre lo trajo al mundo y con una babeante  verga mirando al techo lo tenía exultante, no obstante, la agresividad que emanaban sus palabras lo mantenían como petrificado y era incapaz de tomar ninguna decisión.

Javier estaba eufórico ante el comportamiento de su víctima, nunca antes se había encontrado con alguien tan manejable. Ver como el chico, a pesar de su madurez, era tan inocente como un colegial, propició que su polla vibrara de excitación. Alargó una mano hacia la muñeca del muchacho, la agarró con fuerza y la llevó hacia su entrepierna.

—Pues si te gusta mirar, también te gustará tocar.

Fue posar sus dedos sobre la erecta pértiga y el jugador notó como una electrizante sensación recorría  vertiginosamente su columna vertebral hasta llegar a su cerebro. El vigor de aquel vibrante musculo encendía sus sentidos cosa mala y no podía evitar de agarrarlo con mas fuerza. Cerró los ojos plácidamente y se dejó llevar.

El entrenador no podía estar más satisfecho con el modo en que se estaba desarrollando todo. El adolescente  a pesar de ser un catálogo de  fuerza y vigor, estaba demostrando tener una personalidad débil y moldeable. Poder jugar con aquel contraste era mucho más de lo que el dominante individuo esperaba encontrar en aquel vestuario, por lo que decidió tensar más la cuerda y subir un escalón más en sus exigencias.

Cogió la barbilla del intranquilo chico y, forzándolo a que sus ojos se encontrara con los suyos, le dijo en un tono autoritario:

—Pues ahora que la has tocado, tendrás que probar su sabor.

La contundencia con la que fueron pronunciadas las palabras fulminó cualquier atisbo de dignidad que le quedará al ocasional mirón. Estuvo a punto de negarse, pero notar como aquel rabo palpitaba entre sus dedos lo tenía pletórico. Era tan inexperto en aquello que le pedía que temía equivocarse y podría terminar despertando la furia de Javier. Se agachó de un modo que rozaba la sumisión, miró el violáceo capullo, las venas que recorrían su tronco, los enormes  huevos peludos  y supo lo que debía hacer.

Agarró la vibrante pértiga entre sus dedos y acercó sus labios hasta su parte superior. Olisqueó levemente el enorme glande y posó la punta de la lengua sobre él. Su sabor era muy diferente al que recordaba de su primera y única vez. El regusto que quedó en su paladar le agradó cosa mala, sin más preámbulos envolvió el brillante capullo entre sus carnosos labios.

El treintañero al notar el calor de aquella caliente boca sobre su miembro viril, no pudo reprimir un largo bufido. Había deseado tanto someter al muchacho a sus caprichos, que al ver sus anhelos hechos realidad no se tenía en sí. Por la torpeza que demostraba, aquel niñato no se había comido muchas pollas, en un par de ocasiones le rozó levemente con los dientes y, aunque no le hizo daño, encontró una excusa perfecta para seguir con su ritual de adiestramiento.

—¡Ten cuidado y no me muerdas! —Gritó propinándole una contundente bofetada en la mejilla.

La reacción del obediente jugador no pudo ser más acorde con lo que esperaba el treintañero de él,  en lugar de protestar o poner alguna pega como era lo normal ante un acto tan violento, abrió más la boca y procuró que su dentadura no rozara el caliente falo.

Comprobar como su víctima accedía a sus caprichos sin rechistar, hinchó el voluminoso pecho del depredador sexual que no podía estar más complacido por sus logros. Su forma de chuparla pasó de ser una vulgar mamada a estar  muy próximo a lo excelente, con un poco de práctica sería una putita tragapollas de categoría.

El corpulento adolescente había adoptado una postura tan dócil que, aparentemente, se había transformado en una criatura mansa con la que Javier podía hacer y deshacer a su antojo.

Forzó de nuevo la situación y dio un paso más en su afán de subyugarlo. Impetuosamente, apresó su nariz entre sus dedos índice y corazón y, simulando asfixiarlo, lo obligó a tragarse su tranca al completo.

Unos lagrimones brotaron de los grises ojos del muchacho, sentimientos contradictorios florecieron en el interior de Arturo. Aquello le excitaba una barbaridad, sin embargo, el pánico de poder ahogarse con  aquel oscuro carajo taponando su garganta le hacía sentirse mal. Comprobar que solo le produjo unas leves arcadas y que estas iban a menos cada vez, le empujó a seguir devorándolo con más ganas. En unos minutos había pasado de desconocer como chupar una polla, a devorarla con la misma maestría que un artista cérquense se tragaba un sable.

En un momento determinado, el entrenador soltó su apéndice nasal y atrapó su cabeza entre sus manos. Empujó su nuca contra su pelvis, como si todavía pudiera meter una porción mayor de su virilidad en la boca del chico y al notar como una electrizante sensación de placer recorría todo su cuerpo, aplastó la cara de su acompañante contra su entrepierna. Arturo sintió como la cabeza de aquella bestia  babeante se clavaba en su garganta,  un sabor amargo empapó sus papilas gustativas al tiempo que sus oídos se llenaban  con el quejido seco de su entrenador.

—¡Me coooorrooo!

2. Estrenando un culito muy delicioso

Esta última afición de su progenitor la conoció de golpe y porrazo durante la celebración de la Primera Comunión de su hermano pequeño en el chalet familiar de Tomares.  Su padre había empezado a beber desde muy temprano y después de comer estaba un poquito pintoncente, aunque lo vio charlando con una chica rubia que, por su forma de andar, también daba muestras de haberse pasado con el alcohol, ni remotamente sospechó que pudiera estar flirteando  con ella.

Si el chaval, al pasar un buen rato sin verlo,  se tomó el trabajo de  buscarlo, fue porque creía que iba muy ebrio y temía porque le hubiera sucedió algún percance. Como no lo encontró por los jardines, intentó localizarlo por las habitaciones colindantes con la vivienda principal.  Estaba en el cuarto de la plancha en compañía de la rubita, a quien tenía  apoyada de espaldas contra la pared y se la follaba salvajemente. Por la cara de satisfacción de  la muchacha,  llegó a la conclusión de que quizás su padre no fuera  tan borracho como él había supuesto.

Su progenitor, en lugar de intentar disculparse o preocuparse por haber sido descubierto en su infidelidad, se limitó a seguir moviendo su culo peludo ante la pelvis de la desvergonzada joven, quien ni se alteró por su presencia  y continuó gimiendo como una perra en celo. No ver en  su padre ningún atisbo de culpa lo hizo sentirse peor. No sabía ni que decir ni qué hacer ante aquella situación. Se quedó como parado en el tiempo hasta que una voz ebria  lo sacó de su ensimismamiento:  

—Arturito, o te vas por dónde has venido o te quedas y aprendes cómo se debe comportar un hombre con una buena hembra como esta…—El alcohol que llevaba en el cuerpo hacia que arrastrara un poco las silabas al hablar —  ¡Pero hagas lo que hagas, cierra la puta puerta!

El adolescente obedeció la absurda orden y se marchó. Mientras tiraba del pomo metálico, pudo escuchar  la desagradable risa de su progenitor y no pudo evitar pensar que  se burlaba de él. Aquel gesto egoísta de desprecio le rompió el corazón. Sin pensárselo, sin importarle estropear  la fiesta de su hermano, ni  si los invitados lo oían o no,  con una expresión llena de estupor,  contó  con pelos y señales todo lo que había visto a su madre. No sabía si delatar a su padre era  lo correcto, de lo  que sí fue consciente con el tiempo,  es que aquello marcó un antes y un después, tanto  en la relación con su familia, como su forma de ver la vida.

Su hermano José María, a diferencia de los demás niños, no recordaría aquel día por lo bien que se lo pasó con sus amigos, ni por los regalos que recibió, para él su Primera Comunión sería el día en que comenzaron las peleas en casa. El día en que de vivir en un hogar feliz, pasó a vivir en un contenido infierno. Un infierno donde no había ni  fuego ni demonios como en las películas, solo dos padres que se gritaban constantemente, reprochándose cada minuto de su vida en común.  

Cualquier mujer con una chispa de dignidad habría abandonado a su marido, pero su madre no. Natalia Torres Espejo había sido educada, para ser una buena esposa, para soportar carros y carretas.  Soportó el escándalo y los cuchicheos a sus espaldas en los eventos sociales a los que asistía. Soportó las miradas recriminatorias de sus dos hijos mayores, Natalia y Arturo,  cada vez que la veían llorar tras una fuerte discusión. Soportó saber que el hombre con el que compartía su vida ya no tenía que fingir que no la deseaba, por lo cual nunca después de aquello se vio en la obligación de tener sexo con ella y sus noches pasaron a ser desiertos de afecto.

Si aguantó tanto no fue por el miedo de verse sola y desamparada, pues su familia siempre la acogería y a sus hijos no les faltaría de nada. Si siguió viviendo al lado de un hombre que no la amaba fue por su apego al dinero y por no perder su  inmejorable estatus social,  algo que con un divorcio a la larga perdería. Mientras él no decidiera lo contrario, ella seguiría siendo su esposa a los ojos de Dios y de la Ley. No le importaba tener que vivir una pequeña batalla de reproches diarios, en él que cada uno le echaba en cara al otro lo triste de su existencia. No le importaba que sus hijos tuvieran que ser testigos de discusiones donde las palabras malsonantes salían a relucir en una frase sí y en la otra también. Mientras ella siguiera siendo la esposa de Arturo Hernández Llorente, todos la respetarían y nadie la miraría por encima del hombro, del mismo modo que habían hecho siempre todos antes de casarse con él.

El amor de aquella mujer a las cosas materiales superaba de largo  al que le inspiraba sus hijos. El “escándalo” de la Primera Comunión del pequeño de la casa se olvidó en cuanto alguien de su círculo de amistades hizo algo  todavía más criticable, por lo que al poco tiempo su “interesante” vida social volvió a ser la misma de siempre.

Los desastres de aquel matrimonio fueron erosionando el carácter de sus hijos. Natalia, la mayor, con el único fin de llamar la atención y de rebelarse ante la vida que le había tocado en suerte, comenzó a frecuentar malas compañías y a dejarse seducir por el alcohol y la drogas; José María, el más pequeño, se encerró en sí mismo, convirtiéndose en un  tímido  y debilucho chico.

De los tres quien parecía llevarlo mejor era Arturo. Se había adaptado a la problemática del hogar  a las mil maravillas. Se convirtió en el chico estudioso que todos esperaban que fuera,  su gran afición era el deporte, no era mucho de salir de marcha, y a lo sumo, muy de tarde en tarde se cogía una cogorza con los colegas del equipo de rugby. Se enfrentó al drama de sus padres sacando lo mejor de él y se había transformado en un chico modélico.

Si algo trajo la decadencia de la convivencia familiar, fue que sus ojos se asomaron al mundo de un modo distinto. Al igual que hacía su madre, comenzó a hacer alardes de riqueza. Vestía ropas  de las más caras, presumía del móvil más novedoso, de la última videoconsola, del último diseño de botas de deporte…Aunque no era excesivamente arrogante, si gustaba de hacer saber a sus amistades y conocidos a qué nivel de la escala social pertenecía. Era amigo de sus amigos y enemigo jurado de los que le gastaban una putada. Era rencoroso, vengativo y, sobre todo, muy envidioso. Envidiaba a todos los que tenían aquellas cosas que el dinero no podía comprar.

Luego estaba su poca afición al género femenino, por el que no sentía una especial atención. Hasta la fecha no se le conocía ninguna novia, no es que le faltaran oportunidades, no solo era agradable y  bastante guapo. El muchacho poseía un cuerpo escultural fruto de los entrenamientos del equipo de rugby o de las pequeñas palizas que se pegaba corriendo  cada mañana antes de ir al instituto. Metro noventa de fibra y musculo era algo al que pocas chicas se pudiera resistir. Él solía dar largas la mayoría de las veces y si salía con alguna era por socializar más que por deseo. Aquella inaccesibilidad lo hacía aún más deseable.

Al joven lo que realmente le gustaban eran las pollas. Lo tuvo claro desde el primer día que se hizo un pajote viendo una película porno, su mirada no se deslizaba por las redondeces, las turgencias  y  las curvas de la chica, sus ojos se clavaban en el pectoral, en el culo y, sobre todo, en el enorme falo  del actor. Aunque él se decía que no era marica, en su imaginación se vio chupando aquella verga y alcanzó un solitario orgasmo con esa escena en su mente.

De fantasear pasó a experimentarlo con alguno de sus compañeros de clase. Una paja mutua no lo hacía de la cera de en frente y al otro chico le convenía tener la boca tan cerrada como la de él. El siguiente avance en su camino hacia la homosexualidad lo dio con Oscar, el capitán del equipo de Rugby. El chico le gustaba bastante, aunque Arturo se lo negara a sí mismo, prueba de ello eran las numerosas miradas clandestinas que en más de una ocasión había  dirigido a su entrepierna cuando se quitaba los pantalones de deporte y es que   aquella alargada protuberancia que lucía el atractivo jugador, le agradaba más de lo que gustaría reconocer.

Un día después de un partido, lo embaucó para tomarse unas cuantas copas en un local que tenía su padre en las inmediaciones del polideportivo. Para alguien como Oscar,  que no acostumbraba a beber, cuatro wiskis fueron suficiente para perder el control y caer en un estado somnoliento.  Arturo, al igual que  las putas de los clubes, había cargado  a posta en menor medida sus cubatas,  por lo que, al final de la noche, consiguió estar bastante más fresco que su acompañante.

Aprovechándose de la buena papa que llevaba su colega y de que se había quedado dormido en el sofá,  se las ideó para sacarle la  polla fuera de sus pantalones. Una sensación de júbilo lo embargo, lo que estaba haciendo era tan inapropiado como prohibido, la simple posibilidad de que Oscar se despertara  y lo descubriera hacia que se excitara más, aunque no por ello el pánico dejó  de atenazar su pecho durante todo el rato.

Tocó la flácida verga y el corazón le palpitó tanto que pareciera que se le fuera a salir del pecho. Hizo un amago de masturbarlo pero aquello no se enderezaba ni a la de tres. Por último, sin dejar de  comprobar que su capitán seguía sumido en un plácido sueño, acerco su nariz al rosáceo glande. Un imprégnate olor, mezcla de jabón y de orín, empapó su olfato, pese a que no era un aroma agradable, su curiosidad por experimentar el sabor del sexo masculino le pudo más y se la metió entre los labios.

Solo unos segundos fue los que tuvo valor para retener la debilitada masculinidad de Oscar en su boca. Unos segundos que le bastaron para aclarar sus dudas sobre si le gustaban los tíos o no, pues fue comenzar a chupar la dormida verga y sintió como la bestia de su entrepierna vibraba como nunca antes lo había hecho.

Por temor a que su embriagado acompañante abandonara los brazos de Morfeo, o porque ya había conseguido su objetivo o por ambas cosas a la vez. Volvió a meter el pájaro en la jaula y rezó porque el atractivo, pero bruto jugador, no se hubiera percatado de nada de lo ocurrido.

Mientras se cambiaba de ropa, el desconcierto se apoderó del joven jugador, pese a que la ingenuidad no era una de sus peculiaridades, se había hecho ilusiones con  que tras aquel entrenamiento sucedería algo parecido a lo de la semana anterior y pudiera volver a mamar el colosal cipote de Javier. Cosa que por el curso de los acontecimientos, parecía que no iba a suceder.

Javier había estado muy distante durante la semana, había evitado por todos los medios hablar con él, no obstante, en su soberbia juvenil  Arturo estaba seguro de saber  lo que le pasaba: no es que estuviera arrepentido o no tuviera ganas de que le volviera a comer su oscuro pollón, lo que sucedía es que el entrenador temía que  él  no supiera guardar el secreto y lo metiera en un lío con su familia.

Si algo no soportaba es que los demás presupusieran cosas sobre él. “¿En qué momento él había demostrado ser un chivato?”, pesó bastante ofuscado.  Aquella desconfianza le indignó y aunque sabía que enfrentarse a él le podía costar su puesto en el equipo, decidió esperar por los alrededores a que se marcharan el resto de sus compañeros para cantarle las cuarenta.

El último en abandonar las instalaciones fue Luis. Una vez aguardó el tiempo prudencial regresó sus pasos hacia los vestuarios. Al entrar en las instalaciones, y  para su sorpresa, se encontró a Javier sentado en un banco,  desnudo y con las piernas abiertas, mostrando con descaro su largo rabo. Tuvo la sensación de que esperaba a alguien. Al verlo, se levantó de un respingo, sonrió por debajo del labio  y dijo:

—¡Menos mal, creí que no venías! ¡Cierra la puerta, quítate la ropa y ven a ducharte conmigo!

La naturalidad y rapidez con la que Javier pronunció cada una de las ordenes, rompió por completo los planteamientos que el chaval traía en mente y  se quedó sin saber, ni que decir.

—¡Tío, a qué esperas! ¡Ve y cierra la puerta!  —Le apremió el entrenador chocando suavemente las palmas de sus manos.

El jugador obedeció todas y cada una de sus peticiones: cerró la puerta, se desnudó y se metió en el mismo plato de ducha que él. La emoción del momento era tan fuerte que ni se percató que  estaba teniendo una erección en toda regla.

Nada más se posicionó junto a su entrenador, él lo apretó fuertemente entre sus brazos. El muchacho medía unos diez centímetros más que el  robusto individuo y, al igual que él, era un amasijo de músculos. Aun así aquel afectivo gesto por parte de su acompañante propició que Arturo se sintiera pequeño, tan pequeño como su dominio de la situación.

Al primer abrazo siguió un apasionado beso, el primero de aquella índole que recibían los labios de un  chico. Ruborizado por su inexperiencia, cedió ante la frenética lengua que se metía entre sus dientes y dejo que  esta hiciera su  completa voluntad.

Si durante aquellos días había sopesado medianamente  si rendirse o no a su recién descubierta condición sexual, fue sentir el fuego de aquel hombre en su cavidad bucal y tuvo claro que, aunque no fuera lo que se esperara de él, estar con personas de su mismo sexo le gustaba más que comer con los dedos.

Javier enjabonó cada palmo de su piel, para después invitarlo a  hacer lo mismo con él.  En su  primer encuentro, la única parte de su anatomía que el muchacho consiguió tocar fue su polla, sus bolas y levemente el trasero. Tenía la oportunidad de tocar cada pliegue de aquel vigoroso cuerpo que se le antojaba casi perfecto.

Cubrió de espuma sus bíceps, sus hombros, su pectoral, su abdomen, sus nalgas, sus piernas…  La mesura con la que lavaba cada  parte de su fisionomía alimentaba el ego del madurito, que en un momento determinado, y en un alarde de vanidad, contrajo su cuerpo para endurecer más sus músculos. Aquel gesto gustó bastante al chaval, quien  seducido por sus encantos, se agachó ante él y tras besarle delicadamente ambos muslos, se dispuso a meterse el vibrante falo en la boca, pero, imprevisiblemente,   Javier se apartó levemente y se lo impidió.

Cuando se disponía a cuestionar aquel gesto por parte de su ocasional amante, una repentina cortina de agua lo envolvió a ambos y terminó enmudeciendo cualquier replica.  Tras quitarse el jabón que cubría su cuerpo, el entrenador salió de la ducha  e invitó al chaval a que hiciera lo mismo.

De nuevo la confusión se apoderó del entendimiento del adolescente “¿Acaso no le moló cómo le comí la polla?”, se preguntó inocentemente.

La rabia que bullía en su interior  antes de entrar en los vestuarios se había apagado, no obstante aún quedaban las cenizas y aquel extraño proceder por parte del entrenador  terminaron por encender los rescoldos. Mientras se secaban, Arturo se encaró con él.  

—¿A qué viene este juego? —Preguntó con cierta descortesía.

—¿No te gusta acaso? Me pareció que los jueguecitos te gustaban ¡y mucho!

—Llevas toda la semana evitándome —La contundencia con la que el jugador pronunció cada silaba dejaba claro que no estaba para bromas.

—¿Qué quieres que hiciera? Darte un beso en los morros cada vez que nos viéramos.

—No, pero te podías haber enrollado un poco por lo bajini. No sé, haberte duchado disimuladamente como la primera vez.

—Sí hubiera hecho eso, me hubiera empalmado como una mala bestia —La ronca voz de Javier se empapó de tal lascivia, que sonó hasta seductora.

—Es que creí que…

—…¡que pasaba de ti! ¡Pues no! —Al decir esto una sonrisa de complicidad alumbró en el rostro del atractivo treintañero —Lo que pasa es que yo también tenía mis dudas.

Un mohín de sorpresa se dejó ver en el rostro del adolescente, quien no tuvo que decir nada  para obtener respuestas a sus preguntas.

—Tenía la sensación que con la mierda de los jueguecitos me había pasado tres pueblos. Casi te violé la boca y sin tu permiso te hice tragar la leche.

—Pero me gustó… —Musitó el chico.

—Eso lo sé ahora, pero me he estado comiendo el tarro con ello  durante toda la semana.

—¿Y por qué me has quitado la churra de la boca?

Javier cabeceó y sonrió por debajo del labio.

—Porque me tenías muy cachondo, campeón. Si me la chupas, aunque hubiera sido una mijina, me hubiera terminado corriendo…

—Es eso en lo que consiste esto, ¿ein? —El tono del adolescente oscilaba entre lo despreocupado y lo arrogante.

—Sí, pero no tan pronto, campeón —Respondió el hombre sonriendo generosamente y haciéndose el interesante concluyó —Además hoy quería correrme de otro modo.

—¿Cómo?

—Follándote.

La convicción con la que aquella palabra salió de la boca del entrenador, hizo que el chaval negara con la cabeza repetidamente en señal de perplejidad. Desatendiendo su silencioso ruego, el entrenador prosiguió hablando.

—No pongas esa cara. Ya sé que no te han enculado todavía, pero confía en mí, te prometo que no te va a doler mucho. Solo lo justito.

Dedicó una mirada el enorme pollón y una sensación de miedo pareció trepar por la boca de su estómago. “¿Cómo podía decir que aquella tranca no le iba a doler mucho?”, pensó al tiempo que se llevaba  con preocupación las manos al trasero. Tuvo la intención de  decirle un no tajante, sin embargo aquel hombre le inspiraba confianza y si él había dicho que no le haría daño, quería creer en sus palabras.  Fue sopesar la posibilidad de tener el oscuro mástil en su interior y su churra pareció vibrar como si tuviera vida propia.

Javier bajó la mirada hacia su entrepierna, vio su miembro viril cimbreando libremente y dijo sarcásticamente:

—¿Eso es un sí?

El muchacho asintió con la cabeza y sonrió, pero la preocupación no se marchaba de su mirada. Estaba deseando y temiendo ser perforado por el moreno cipote de su entrenador. Tenía el presentimiento de que le dolería, pero también sabía que le echaría dos cojones y lo soportaría como buenamente pudiera.

Su entrenador le pidió que se colocara de rodillas sobre el banco y el accedió de buenas ganas. Sacó un preservativo y un bote de vaselina  de la bolsa de deporte. Se colocó el condón y unto con la trasparente crema el orificio anal del chaval. Una vez lo consideró oportuno, introdujo un dedo en el virginal agujero. Un bufido, mitad placer, mitad dolor, escapó de los labios de Arturo.

—¿Te duele? —La pregunta fue más por cortesía que por preocupación, porque el atractivo treintañero siguió perforando con su dedo índice las entrañas del corpulento joven, sin importarle mucho cuál fuera su respuesta.  

—No… mucho…—Musitó entre jadeos.

La respuesta fue el acicate que precisaba Javier para invitar a otro dedo a visitar los  esfínteres del adolescente, el cual  entró  sin  aparente dificultad.

Estuvo varios minutos preparando el ojete del muchacho, quien no paraba de jadear, pero a su vez le pedía que no parara. Antes de comprobar la facilidad que tenía para dilatar, tenía sus dudas si aquel culo se podía tragar su polla, tanto más friccionaba su dedo contra el caliente orificio, más claro le quedaba que se lo iba a follar, sí o sí.

Una vez considero que aquel agujero estaba preparado para albergar la bestia de su entrepierna, le golpeó suavemente en la zona lumbar y le pidió que la bajara un poco. Con el culo en la posición correcta, colocó  debidamente su ariete en la entrada de su ano y empujó levemente.

Al principio costó un poco. El recto del chico estaba dilatado, pero el cipote que le estaban intentando meter era excesivamente ancho. Lo intentó forzar un poco, lo que dio como resultado que el muchacho tuviera una sensación de ardor que nacía en el centro del  profanado orificio  y terminaba recorriéndole toda la espalda. Como si supiera lo que debía de hacer, aspiró fuertemente hasta llenar su barriga de aire y lo fue soltando poco a poco. Aquel improvisado ejercicio, propició que sus esfínteres se fueran relajando y dejaran pasar, poco a poco, la gruesa estaca a su interior.

Sentir el calor que emanaba el ano de Arturo en la punta de su polla, era una sensación muy distinta a follarse un coño. Las paredes de aquel recto  aprisionaban a su miembro viril de un modo y forma como nunca otro culo lo había hecho. Lo cierto y verdad es que nunca había desflorado ninguno antes y le pareció lo más satisfactorio que había hecho en muchísimo tiempo.

—¿Cómo estás, campeón?

—Muy bien… me duele un poco… pero es soportable.

—¿Quieres que  te de caña de la buena?

El jugador se quedó pensativo unos segundos, para terminar diciendo:

—¿Por qué no? … Si me vas a petar el culo, ¡que sea dandolo todo!

Comprobar la absoluta permisividad del chaval, hizo que el treintañero se pusiera aún más cachondo. Sin pensárselo comenzó a mover sus caderas con más brío. Aquel ano se había acomodado por completo a las dimensiones de su cipote y le fue fácil iniciar un salvaje mete y saca. Paulatinamente fue introduciendo más porción de su rígida tranca en el ardiente ojal y cuando se quiso dar cuenta eran sus cojones los que hacían de tope.

Estaba tan a gusto con aquel chico que cuando sintió que el placer se aproximaba, cogió su erecto pene y comenzó a masturbarlo al ritmo de sus empellones. Era la primera vez que pajeaba a otro tío, pero consideraba que era el pago justo por concederle ser el primero que entrara en él.

En el momento que oyó como el muchacho jadeaba sin poder contenerse, aceleró el ritmo de sus caderas y casi al mismo tiempo que el dorso de  su mano se llenaba de la esencia vital del joven, notó como de la punta de su miembro viril brotaba unos tremendos trallazos de esperma.

Tras expulsar todo el semen que había generado su cuerpo, las piernas le temblaron y lo invadió un leve mareo. Se sentó al lado del muchacho y acariciando su espalda le dijo:

—¡Campeón, creo que nos vamos a tener que duchar otra vez!

Se metieron bajo la misma ducha, reiniciando  su interrumpido juego de caricias y besos. En esta ocasión la pasión había abandonado sus mentes y solo quedaba la ternura.

Unos diez minutos más tarde se secaban y se ponían la ropa de calle.

—¿Cuántas vueltas me vas a hacer dar la semana que viene al campo? —Pregunto Arturo con cierta picardía.

Javier se fue para él, atrapó su rostro entre las manos y le dijo:

—Las que tú quieras… Las que tú quieras…

Y dicho esto lo besó en los labios con toda la ternura de la que era capaz.

FIN

Un comentario sobre “Seducido por su entrenador

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