Las paredes y sus secretos

Noviembre de 1952

1                                                     ******Anxo e Iago******

Al día siguiente llegarían  a Pontevedra y sus días en alta mar llegarían a su fin hasta la próxima travesía. Una vez  desembarcaran el patrón les abonaría su salario, algunos de ellos gastarían buena parte en divertirse, las putas y el juego eran cantos de sirenas para sus bolsillos llenos. No obstante, abundaba la honradez  en aquel grupo de hombres  y lo más habitual es que guardaran el dinero para sustentar a los suyos. La gran mayoría la única diversión que se permitían antes de partir a sus respectivos pueblos era tomarse unos vinos con la gente que habían compartido tanto en los dos largos últimos meses. .

Roxelio, Anxo  y los demás vecinos de Combarro cogerían un autobús de línea de los de  Santiago Castromil . Si les tocaba un  chófer simpático los acercaría lo más posible a la villa marinera. En el peor de los caso  los dejaría en Bordons y ya de allí, si no tenían suerte de que pasara un granjero con un carro, harían el resto de camino a píe. Circunstancias por la que habían llenado de sus alforjas de comida, por si el periplo hacia su hogar les tomaba más tiempo del necesario.

La alegría se respiraba en el ambiente. Ya les quedaba poco que faenar  y todos suspiraban por la proximidad de ver pronto a sus familias, sus amigos. Sin embargo, Anxo no se podía hacer partícipe del júbilo reinante entre sus compañeros de travesía.

Regresar a casa, aunque volviera a ver a sus seres queridos, significaba el fin de aquello que lo animaba a levantarse cada mañana y enfrentar la vida con optimismo.

Lo que para los demás significaba calor y cariño, para él era frialdad y soledad. Pasaría de dormir junto a la persona que era el motor de su vida a hacerlo en una habitación donde el único fuego reinante sería  el de una mariposa de aceite.

Intentaba disimular como podía  la tristeza que le consumía por dentro y, como si el dicho de ojos que no ven corazón que no siente fuera una verdad absoluta, evitaba a su compañero de camarote en un intento vano que su ausencia dejara un vacío menos doloroso. Como si no tenerlo al alcance de su mirada, fuera a propiciar que dejara de quererlo del modo que lo hacía.

Era consciente de que aquella noche sería la última que compartirían. . Con un poco de suerte, si el patrón del San Telmo  contaba con ellos dos  para la próxima travesía en busca de caladeros de bacalao, existirá la posibilidad de poder  reiniciar sus prácticas perversas. Quizás para entonces habría ganado confianza en sí mismo y encontraría el valor necesario para a manipularlo para que terminara penetrándolo.

Con su compañero de dormitorio únicamente había llegado a practicar el sexo oral y a besarlo Un sendero corto por el que caminó despacio, temiendo que cualquier urgencia pudiera terminar asustando a su amante.

El sexo que compartían siempre le resultaba poco. Por muy satisfactorio que fuera besarlo, abrazarlo y chuparle la polla hasta que se vaciaba en su boca, no era suficiente para él. Precisaba tener su virilidad clavada en sus entrañas y  que sus cuerpos compartieran aquel vínculo especial que él pensaba que terminaría uniéndolos más. 

Le quedaba todavía una última  bala  con la que tenía la posibilidad de  embaucarlo en su sensual juego. Sin embargo,  la calentura y las ganas de tenerlo pesaba menos que el miedo a perderlo para siempre. Valoraba demasiado su amistad y no quería que se llevara una mala opinión de él. Al fin y al cabo, como era bien sabido por todo el mundo, los únicos que encontraban placer al dejarse encular eran los mariquitas afeminados.

Tenía claro que él no tenía nada que ver con los depravados que se vestían de mujer, no obstante, también era obvio que el sexo con hombres, por mucho que los curas calificaran a  la sodomía  de pecado mortal, le gustaba enormemente.

No tenía un concepto de la felicidad muy amplio, lo habían educado para trabajar, casarse y formar una familia, tres ingredientes de su porvenir que no le agradaban demasiado. Solo había conocido carnalmente a dos, su primo y Roxelio, pero tanto con uno como con otro, había pasado los momentos más dichosos de su vida y a los que se negaba a renunciar.

Había cenado con su amante que, al igual que él, no estaba demasiado hablador. Supuso que su silencio se debía a que tenía unos sentimientos parecidos a  los suyos, pero estaba equivocado. En la escueta conversación que mantuvieron, le contó lo mucho que echaba de menos a Eleonor, su novia, y las tremendas ganas que tiene de abrazarla.

Aquel puñetazo en la boca de su orgullo le dejó claro que no debía correr riesgos, que si esa noche veía que su entrepierna crecía con su sola presencia, se limitaría a practicarle una buena mamada. Ni siquiera lo besaría. Vestiría aquel acto de despedida con el significado que tenía para Roxelio, un desahogo temporal, un sucedáneo de lo que realmente deseaba su cuerpo, sexo con una mujer.

Con las inseguridades apagando su valentía, lo de manipularlo para  que se lo follara lo dejaría para otro momento, para otro tiempo en alta mar.  Por muy revuelta que tuviera sus hormonas juveniles, lo quería tanto que deseaba que siguiera formando parte de su día a día en el pueblo. Aunque fuera como un simple amigo con el que conversar de vez en cuando.

Tras devorar la manduca, los marineros se apoderaron de un vaso de vino y se pusieron a celebrar  la dicha de no haber contado con ninguna enfermedad, ni ninguna baja durante el largo periplo. A pesar de que no tenía el cuerpo para demasiadas fiestas,  Anxo brindó con ellos en un primer momento. Le había cogido cariño a todos y cada uno de los miembros de la tripulación. Por respeto al sentimiento que los unía, sonrió y se dejó llevar por la alegría que flotaba en el ambiente.

En el  punto álgido  que el alcohol les llevó a la exaltación de la amistad, como tenía claro que no era una buena compañía aquella noche y temiendo que estando ebrio pudiera hablar más de la cuenta,  decidió retirarse. Sin que nadie se percatara de su marcha, dejó a sus chispados camaradas y se dirigió hacia la zona de los ranchos donde estaban los aposentos de la tripulación.

No sabía muy bien si se debía a que  la mar no estaba en demasiada calma o por la poca costumbre que tenía de beber alcohol, pero en más de una ocasión se tuvo que agarrar a los asideros de la pared pues el cuerpo se le iba para los lados.  

En las ordenanzas del barco estaba establecido que para evitar las enfermedades propias de la falta de higiene tales como la sarna, tenían la obligación de lavarse diariamente antes de ir a la cama. Sabía que se le podía saltar porque  el contramaestre, al igual que el resto de sus compañeros,  estaría ya en la parte de los cantos alegóricos,  aun así, dado que no quería acostarse sin asearse, decidió seguir la rutina habitual.

Encaminó sus pasos hacia la zona de las duchas, que no era otra cosa que  un habitáculo de cuatro metros de largo por tres de ancho, donde había varias regaderas de metal de la que salía un pequeño chorro de agua. Su ritual para combatir la suciedad era abrir unos segundos para mojarse, se enjabonaban  rápidamente con el grifo cerrado y dejaban correr otros segundos más para quitarse la espuma. Si en alta mar  debían hacer algo, era  no escatimar el agua dulce.

Al llegar a las estancias de madera donde estaban los pequeños habitáculos que servían como baños, no se extrañó al verlos vacíos.  Todos estaban en la cantina, empapando el gaznate y, con la voz caliente por el alcohol, intentando entonar a gritos desafinados   las notas de una canción marinera. 

Ver aquel bullicioso lugar  desierto de cuerpos desnudos aguardando en una ordenada cola que una ducha se quedara libre, le  produjo sensaciones encontradas. Se sentía libre de poder actuar como su corazón le exigía, pero al mismo tiempo una triste nostalgia infló  su pecho y no pudo evitar suspirar por como añoraría los momentos que, tras asearse,  había compartido con Roxelio  entre las cuatro paredes de su camarote.

Se desnudó deprisa y dejó la ropa sobre uno de los  gastados bancos de madera. Se metió en uno de los compartimento y abrió la regadera el tiempo reglamentario.

Una vez humedeció levemente su piel, pasó el basto jabón por ella para que formara una capa de espuma. Quizás porque no se sintiera observado por nadie o porque el alcohol lo había desinhibo un poco,  prolongó aquel momento más de lo habitual. Se deleitó tanto en acariciar cada resquicio de su cuerpo, que sintió una especie de placer prohibido en aquel acto solitario.

Mientras paseaba sus manos por su pecho, imaginó estar en la compañía de Roxelio y, preso del frenesí, se la llevó al culo. Comenzó a tocarse de un modo que nunca lo había hecho, deslizo uno de sus dedos por su raja.

 Durante unos intensos segundos la yema de sus dedos pasearon por su ojete, de un formo y modo que no lo había hecho nunca. No sabía si lo que le excitaba era el placer que se proporcionaba o las imágenes que se formaban en su mente. Notó como la polla se iba endureciendo por momentos. La lujuria  se apoderó de el hasta el punto de que estuvo tentado de meterse un dedo en el recto y fantasear con que Roxelio se lo follaba.

Estaba tan absorto en su aseo personal,  que no se percató de que alguien entraba en el aposento comunal.

—¿Cómo vaí, rapaz?

Sobresaltado, buscó al dueño de aquella voz y no era otro que su deseado Iago, el Colgón.

Ben —Contestó tímidamente el muchacho mientras se quitaba la mano del trasero y se tapaba disimuladamente la tremenda erección. En un intento de dar naturalidad a sus actos, siguió enjabonándose.

—¿ Ya terminó el jolgorio? —Preguntó tratando de desviar la atención del recién llegado, que no sabía hasta donde había visto y por cuanto tiempo.

—No, ya han empezado con “Galicia patria querida”.

—Será Asturias, ¿no?

—No ves como  también tú te has dado cuenta que están muy borrachos.

Anxo soltó una carcajada y, quizás porque los nervios se habían apoderado de él, siguió restregándose el jabón  como si su piel fuera la cubierta del barco. Deseaba que su polla dejara de estar hinchada, pero la presencia del pelirrojo, en vez de aflojarla, la ponía cada vez más dura.

—Cómo sigas así, rapaz,  te vas a gastar el pellejo—Las palabras del Colgón estaban cargada de chulería y condescendía a partes iguales.

El joven marinero se quedó un poco cortado ante la forma de dirigirse su compañero a él,  pero acostumbrado a disfrazar sus emociones de falsedades soltó la primera mentira que se le vino a la cabeza.

—Mañana, nada más llegue a Combarro, quiero ir a ver a la novia y no quiero oler a pescado.

—La peste a mar no se quita por mucho jabón que te pongas —Respondió el cuarentón a la vez que se iba desnudando con cierta parsimonia y sensualidad. Anxo tuvo la sensación de que lo estaba haciendo para el —Habrás cometido el mismo error que todos los novatos, lavar la ropa de calle con agua salada para tener un aspecto presentable y  no habrás caído en la cuenta que tus prendas, cuando se sequen, olerán igual que el bacalao que llevamos en la bodega. ¡Inocente juventud! ¡Cuánto os queda que aprender!

Anxo, achispado como estaba, estuvo tentado de decirle que no era tan inocente, que sabía los secretos que encerraban las paredes de los camarotes. No obstante, el inesperado striptease que le estaba regalando  aquel cuarentón lo tenía completamente ensimismado. Tenía  claro que el hombre que hacia latir su corazón era Roxelio, pero no pudo evitar sentir como se le aceleraba el pulso ante la posibilidad de verlo completamente desnudo y poder deleitarse sin cortapisas con cada resquicio de su cuerpo.

Sabía que si lo pillaba mirando, transgrediría la norma no escrita de lo que pasaba en el dormitorio, no se aireaba fuera. Más era tanto lo que aquel semental gallego le ponía que se sintió libre de las  restricciones y perjuicios que la tripulación imponía. Tragó saliva y siguió enjabonándose si, de vez en cuando,  dejar de lanzar una disimilada visual al fornido marinero.  Dedicó una pequeña mirada a la bestia de su entrepierna y estaba completamente firme, mirando al techo de la regadera.

Consideraba al Colgón uno de los tipos más guapo del barco. Le encantaba su melena y su barba roja, le encandilaba sus ojos verdes. No era de los más fornidos de la tripulación, pero su aspecto  era de lo más seductor. Un poco de barriga que le daba apariencia de maduro deseable. Anxo consideraba que  no  tenía  nada que envidiarles a los marineros más jóvenes. Incluso a Roxelio.

Si a eso se le sumaba su simpatía natural, su generosa sonrisa con la que adornaba cada conversación y esa alegría natural que compartía con todo el mundo. No era raro que el muchacho se sintiera tan encandilado, como intimidado por su recia presencia.

Le parecieron espectacular su hombros, sus brazos, su vigoroso pecho cubierto de una especie de pelusilla roja, su hinchado vientre…No obstante, nada fue comparable al momento en que  se quitó los calzones y dejó al descubierto su herramienta sexual. Pese a que las había contemplado en otras ocasiones,  nunca había tenido la oportunidad  de observarla con detenimiento.

El joven rubio intentó desviar la mirada, pero sus grandes ojos azules le traicionaron y, como si tuvieran voluntad propia, se clavaron insolentemente en el miembro viril del cuarentón. No sabía si era la excitación o la inhibición por el alcohol, se sentía capaz de confrontar cualquier reproche que su compañero le pudiera hacer.

Iago se percató de aquella falta de decoro por parte del muchacho, pero en vez de recriminarle su descaro, se pasó la palma de la mano por la bestia de su entrepierna. Algo que, en vez de achantar al joven pescador, pareció darle alas a su atrevimiento pues tuvo la sensación de que se le estaba insinuando. Abriéndole las puertas hacia un momento que nunca consideró posible.

Al ver que Anxo seguía escudriñando con su mirada el tamaño de su virilidad, soltó una fresca tan impropia de él, como de la época.

—Puedes mirar todo lo que quieras, no se gasta.

—Perdón… No quería… —Respondió tímidamente el muchacho al darse cuenta todas las reglas que había transgredido con su comportamiento.

—No mientas, si querías… Estoy acostumbrado a que la gente se me quede mirando la churra  y quiera comprobar si las habladurías sobre la herencia familiar son ciertas.

Anxo no pudo evitar sonrojarse. Algo que al Colgón le resultó de lo más tierno. Imaginó como sería tener aquel muchacho entre sus brazos e, irreflexivamente, sintió como su polla se llenaba de sangre. No había bebido tanto, pero se sentía libre de cualquier perjuicio que le hubiera inculcado.

 Nunca había sacado la lujuria fuera  de las cuatro paredes de su camarote y cuando había estado con algún hombre en alta mar,  habían sido  tipos con los que el intercambio de roles era lo que primero  se establecía.  No había una pasión, ni un deseo previo, solo unas ganas de desahogar la calentura de muchos días en la mar. Luego estaba, como le pasaba con Xenaro, que habían conectado en su forma de entender el sexo y llevaban varias travesías compartiendo dormitorio.

Sin embargo, las emociones que aquel chaval despierta en él, no las había sentido nunca. Era contemplarlo y lo único que podía pensar era en follárselo, tal como si fuera una de las maricas que lo habían buscado en su juventud  para verificar la autenticidad de los rumores sobre el tamaño de la verga de los miembros de su familia. 

Aquel muchacho no se parecía en nada  a la Silvidos, a la Emperatriz Sissi, a  Paquita la Culona o a la Trotona. Desviados que le gustaba vestirse de mujer y  acostarse con hombres.  Unos individuos quienes, por pertenecer sus familias a la alta sociedad, no se les aplicaba la ley de vagos y maleantes del régimen. Unos tipos adinerados que, por lo bien que la chupaban, lo mucho que tragaban sus culos y lo bien que sabían pagar los favores, había seguido frecuentando más de lo que era capaz de reconocer.

Con una facilidad pasmosa y como si fuera algo de la más normal, había montado en su mente una escena sexual con el muchacho.    En ella se metía en el pequeño habitáculo, empujaba al atractivo rubio contra la pared, para terminar clavándole su virilidad de la forma más salvaje y violenta. .

La inocencia del joven rubio lo excitaba, así que probó a ponerlo otra vez contra las cuerdas. Necesitaba comprobar cuánto había de deseo en la mirada del chaval y cuánto de curiosidad.

—¿Te parece tan grande como la gente cuenta que es? —Dijo sin dejar de tocarse la verga y mostrando una sonrisa seductora y embaucadora a partes iguales.

El joven pescador, que no había dejado de darse lustre en la piel con el jabón durante todo el tiempo, se detuvo un momento y se volvió para contestar. Estaba tan ensimismado por el caliente espectáculo que le estaban brindado, que se le olvidó la erección que sufría y la mostró sin percatarse lo más mínimo de su indiscreción.

—Es bastante grande —Respondió con voz vacilante.

—Pues se pone más grande aún, ¿quieres verla? —El Colgón al ver el estado de excitación del muchacho, hizo una pausa al hablar y tragó saliva — No solo aumenta de tamaño, sino que se pone dura como una piedra. Si eres bueno, hasta te dejo que la toques para que lo compruebes. ¿Qué me dices?

El muchacho se dispuso a contestar , pero unos estridentes cantos le hicieron ver que tenían compañía. Saber que habían dejado de estar solos favoreció a que la respuesta muriera en su garganta, pero no sucedió lo mismo con el gesto afirmativo de su cabeza.  

Antes de que el desafinado coro hiciera su entrada triunfal, el  cuarentón se apresuró a meterse en la ducha contigua a su joven compañero. Anxo  había abandonado la parsimonia con la que  se enjabonaba e intentaba quitarse toda la espuma lo más rápido posible.

El pánico a que los descubrieran propició que la calentura de ambos se esfumara de golpe y porrazo. En unos segundos la pollas de ambos mostraba un estado de reposo total.

Sin dejar de vigilar que ninguno de los borrachos entraba  en las estancias de la ducha, Iago le susurro:

—Me debes una respuesta, si no me la contestas  en este barco, tendrás  que hacerlo fuera.

Anxo lo miró, sus palabras lo excitaban y lo asustaban por igual, tras comprobar que no había nadie que pudiera escuchar sus palabras,  le dijo:

—¡Cuenta con ello!

15 de agosto del 2010 (Durante la cena).

2                                               ******Roxelio y German******

Roxelio mira a su German. Sonríe hasta con los ojos. Ignora que le ha podido dar Mariano, pero hace un montón de tiempo que no lo ve  tan feliz. Aunque se alegra, no  puede evitar sentirse un pelín celoso por la química existente entre el sevillano y su hermano.

Observa disimuladamente a JJ, el tío le gusta para reventar. Físicamente le atrae un montón, pero lo que lo tiene más encandilado es su explosiva y divertida forma de ser. Era lo que le atrajo de él cuando chateaban en la red de contactos y, aunque le  pareció muy arriesgado invitarlos a su casa sin saber apenas nada de ellos,   ahora sabe que ha sido todo un acierto.

Dada la relación incestuosa  que mantiene con su hermano, se puede decir que sus necesidades sexuales están cubiertas al cien por cien.  A él le va asumir el rol dominante en el sexo duro y German no tiene ningún problema por mostrarse como una perrita sumisa.

Pero, como en toda convivencia de pareja,  el cariño y la pasión con la vida hogareña de por medio, se topó  con la rutina y los momentos de pasión se comenzaron a convertir en lentejas. No fue raro que  un tío, tan caliente y ávido de nuevas emociones como él, terminara buscando nuevos caladeros  donde arribar el ancla y volver a encender el faro que guiara a buen puerto su lujuria. 

En un primer lugar, con la excusa de que su hermano se pudiera follar un culito, decidieron visitar  una sauna en Vigo. Un lugar que habían descubierto consultando en Internet y que, por lo alejado que estaba de  Combarro, le parecía idóneo para echar una canita al aire.

Descubrir lo bien que le sentaba el anonimato, les volvió más temerario y no tuvieron ningún problema en sacar  sus más bajos instintos a pasear. Estaban acostumbrados a esconder su relación delante de la gente de su pueblo y poderse mostrar abiertamente ante los demás, aunque fueran unos desconocidos, fue para ellos como un chute de adrenalina.

En las primeras visitas se limitaban  a follar de manera individual con quienes se ligaban  o  formaban tríos con algún tipo que les gustara los dos por igual. Para German supuso un cambio tremendo, con su físico nadie intuía que su rol fuera el pasivo y todos daban por hecho que, al entrar en la cabina con él, deberían poner el culo.

Conformen fueron perdiendo el pudor, fueron avanzando  en la morbosa búsqueda de lo prohibido. Se metieron en el cuarto oscuro donde tuvieron sexo con individuos a los que apenas podían distinguir en la penumbra. Participaron en orgias donde la mayoría de sus componentes no le atraían sexualmente, pero que resultaron ser una fiesta para sus sentidos.

Poco a poco fueron hundiéndose en la depravación del sexo, donde más cantidad no significaba mejor y cada polvo te seguía dejando igual de insatisfecho. No fue extraño que, sumidos en la vorágine que aquel lugar significaba para ellos, terminaran practicando la penetración no segura.

Eran tan esclavos de sus instintos que,  en más de una ocasión, cuando el interruptor de la pasión marcaba off, la sensación de ser los seres más perversos y sucios de la faz de la tierra no se esfumaba de su consciencia en unos días.

Pero, pese a ello, volvían a caer en la tentación.

En su última visita , como los adictos que saben que han tocado fondo, los excesos fueron a más. Ya no se trataba de compartir sus cuerpos con extraños, ni de ir probando nuevas experiencias sexuales, sino que habían convertido sus ansias de sexo en una carrera hacia ningún lado que los denigraba como personas.

De vuelta a casa, se sentían tan mal con ellos mismos que  dijeron de no volver más. Promesa que siguen cumpliendo.

No obstante, como no hay algo que ponga a funcionar más la mente que la lujuria, Roxelio encontró rápidamente otros mares en los que poder echar las redes, sin necesidad de salir de casa y no perjudicar más la relación con su  hermano, que se encontraba ya bastante resentida.

Dada su propensión por el sado y el bondage, se comenzó a aficionar a entrar a en páginas web de esta temática. Descubrió que sus gustos eran más habituales de lo que él suponía, pues cientos de personas confluían en aquellas charlas virtuales en cada ocasión que se conectaba.

De nuevo, amparándose en la libertad que le daba ir de incógnito, sin ninguna cautela, sacaba a pasear sus más bajos instintos. Más se comunicaba con aquella gente, más depravaciones y filias extrañas alcanzaba a conocer. Tanto se aficionó a intercambiar mensajes en aquellas páginas, que llegó a aceptar como algo normal las perversiones de las que allí se hacía gala.

Como no era de tener secretos con su hermano, lo tenía al día de sus travesuras en Internet. Algunas veces,   German lo acompañaba en la morbosa exploración de su lado oscuro, pero la  gran mayoría de ellas lo hacía en solitario.

 De charlar sobre sus filias, algunos pasaban a intentar ligar con sus interlocutores. Conversaciones que terminaban narrando lo que se harían mutuamente si estuvieran a su lado. Era tal el calentón que se provocaban que, una vez roto el tabú,  rara era la ocasión que no terminaba masturbándose,  sin dejar de chatear con la persona al otro lado.

Nunca le ocultó nada de aquellos escarceos a su hermano pequeño. Es más, rememorar algunas de las fogosas historias  que le contaron, propició que se ambos se pusieran tremendamente cachondo y acabaran  teniendo  una sesión de sexo duro  del que tanto le ponía a ambos.

La cosa no terminó ahí. En su constante ascensión en la búsqueda del placer, encontró una página de contactos sadomasoquista gay llamada “Tudueño”. Se dio de alta con el nombre de “Amo Marino” para comenzar a investigar todas y cada una de las posibilidades que ofrecía el portal.

Descubrió que en aquel  lugar virtual se  daban cita las más bajas pasiones y la mayoría de los usuarios, al igual que él, lo que buscaban era una inspiración externa para poder llevar a cabo su auto placer. Descubrió que había  un gran número de visitantes que lo usaban como puerta hacia los encuentros reales, cosa que no entraba demasiado  en sus planes.

En un primer momento se dedicaba  simple y llanamente a chatear, después, si la cosa seguía calentándose y había algo de feeling  con su interlocutor, mandaba fotos de su polla, de su pecho, de sus piernas… Cuando consideraba que la persona con la que conversaba era más o menos de fiar, intercambiaban fotos de sus rostros, pues algo que él precisaba para que su fantasía se siguiera fraguando, era ponerle cara a la gente. 

Todos hablaban de quedar para follar, pero era una promesa que la gran mayoría sabía que en pocas ocasiones se cumpliría. Sin embargo, imaginar que ese encuentro podría convertirse en realidad, era el único combustible que necesitaban para hacerse un buen pajote en la distancia.

De entre todos sus “amantes” en la web. Con quien mejor se lo pasaba era con un tío sevillano, con el Nick de “Pepito el del Palote”.  El tío no solo  tenía un desparpajo al contar sus vivencias intimas que lo ponía cachondo a más no poder, sino que era simpatiquísimo y muy divertido.

Ese halo de libertad que emanaban sus palabras, como aceptaba su sexualidad sin convertirlo en algo sucio y perverso, a diferencia del resto de los que se enchufaban en la página, lo tenía completamente encandilado. En parte porque le gustaría tener esa poca vergüenza de la que él hacia alarde, en parte porque le hacía sentirse mejor consigo mismo.

No tardaron en mandarse fotos por privado y siempre que estaba activo en el chat lo buscaba. Le cayó tan bien que se sinceró con él como no lo había hecho con nadie en el chat. Entre las cosas que le confesó, fue la de que tenía pareja , nunca le dijo que se trataba su hermano, y en más de una ocasión chatearon los tres.

Fue tal la cordialidad que encontraron en el sevillano que hasta transgredieron las normas que ellos mismos se habían auto impuesto de no inmiscuir a ningún tercero en su relación.

Pese a que lo único que hicieron fue tener sexo entre ellos mientras conversaban con él por el chat, ambos tuvieron la sensación de estar rompiendo la promesa que se habían hecho.

Se limitó a una especie de emisión de partido futbolístico, poniéndose énfasis en las mejores jugadas y donde el gol se convertía en las veces que los huevos de Roxelio, chocaban con el perineo de German. Fue tan buen partido que, de ser una competición,  el mayor de los hermanos se habría convertido en el mejor de los pichichis.

Como la inmensa mayoría de la peña, Pepito el del Palote, le aseguraba que iría a verlo en cuanto tuviera vacaciones. Algo que consideró  que sería  una fútil promesa y no le prestó demasiada atención. Una opinión que cambió cuando a finales del mes de Julio le preguntó por las fechas que le venía bien de Agosto para poder pasarse por su casa y hacer realidad la fantasía que llevaban tanto tiempo planificando.

Por un lado la oportunidad  de conocerlo en persona le parecía de lo más sugerente, por otro sabía que German no llevaba bien lo de incluir más personas en su relación. Así que, como si fuera la secretaria de un importante directivo, se limitó a escribir  de manera fría e impersonal que lo consultaría en su agenda y en cuanto supiera algo le daría una respuesta.

Antes de despedirse, JJ añadió que no iría solo que lo haría acompañado de un amigo, sin darle tiempo a reaccionar, le añadió que era versátil como él, que no tenía problema en hacer de pasivo y que estaba de un bueno que te cagas.

Pese a que había barajado la opción  de decirle que no. La posibilidad de tener dos culitos tragones en su casa para German y para él lo puso tremendamente cachondo. Por lo que, nada más que tuvo ocasión se lo comentó a su hermano.

—¿Me estás diciendo de traer a dos descoñecidos  a casa?

—Sí —Respondió Roxelio sin inmutarse ante la ira que reposaba en la voz de su hermano.

—¿Sabes lo que nos pasó la derrareira vez?

—Aquello fue porque se nos fue de las manos y no supimos reaccionar ben.

—Sabes que no fue así, la causa es que tenemos una mente moi sucia y cuanto más guarro es el sexo más lo disfrutamos.

Roxelio se quedó callado por unos segundos, sabía que German tenía toda la  razón en su argumentación. Sin embargo, como si obviarlo lo fuera a convertir en falso, pasó de puntillas por la afirmación de su hermano pequeño  y volvió a insistir con la pregunta.

—Entonces, ¿cuál es tu respuesta?

—¿Cuál espera que sea?

—La que quieras, pero quiero que lo pienses detenidamente. Hace mucho tiempo que no le rompes el culo a nadie y si he montado todo esto es para que te puedas desahogar. Tú también te lo mereces.

—No me desahogo porque tú no me dejas —Respondió incisivamente el más joven de los hermanos.

—Sabes que no me gusta.

—Pues con papá sí que te dejabas.

—Era distinto…

Un muro de profundo silencio se hizo entre los dos hombres. Lo que había comenzado como una sugerencia para practicar sexo con unos desconocidos, había abierto la caja de Pandora de los mayores secretos de las paredes de aquella casa.

De lo que vivieron con su padre, los dos hombres nunca hablaban. Pese a que les inculcó una fuerte auto estima, la forma de entender el sexo de su progenitor les dejó una huella muy profunda. Piensan que por eso han llegado a ser tan depravados, porque la semilla que su padre plantó en ello no podía dar otro tipo de fruto.

El mayor de los hermanos algo molesto por el reproche recibido, frunció el ceño y volvió a reiterar su pregunta:

—Entonces,  ¿le digo que no?

German sopeso lo que le había dicho Roxelio. Le volvía loco follarse un culo y, por lo que él le había contado,  sería el de un tío que estaba bastante bueno. Si a eso se le sumaba que no le podía negar nada a la persona que lo era todo para él. Tras quedarse unos segundos pensativos, le dijo:

—Dile que sí, pero si la cosa se sale de madre mandámolos coa puta de su madre. 

Roxelio se sintió tan feliz que se fue para él y lo estrechó con fuerza entre sus brazos. Fue pegar su cuerpo contra el suyo y, con cierta sorpresa, exclamó:

—Cabrón, tanto rollo con que no querías y estás empalmado como un caballo.

German bajo la mirada y sonrió picaronamente.

—Me pones contra la espada y la pared, me echas en cara que no te doy el culo y  la posibilidad de estar con los dos sevillanos te tiene caliente como una perra. ¿Sabes que vas a tener que pagar prenda?

Mientras decía esto sus manos se metían debajo de la camiseta de su hermano y le sobaba el pecho. Le encantaba palpar su tórax peludo y sobre todo acariciar sus pezones que, dada la circunstancias,  se encontraban duros como una estaca.

German se desembarazó de la camiseta como buenamente pudo y, unos segundos más tarde, le quitó a su hermano la suya.

Con el torso desnudo los dos hombres se volvieron a unir en un fogoso abrazo, tras restregar lascivamente el cuerpo del uno contra el otro, se besaron con tal vehemencia que daba la sensación de que quisieran devorarse mutuamente.

Cuando las manos del mayor desabrocharon impetuosamente el pantalón de German,  él ya sabía que  acabarían internándose por el hueco de la parte trasera para sobarle someramente el culo.  En el momento que los ásperos dedos acariciaron sus glúteos, se  dio prisa por devolverle el favor. En unos segundo había desabotonado la  bragueta de Roxelio y había sacado  su hermoso nabo fuera.

—Me encanta cuando te pones estos suspensorios, tengo acceso a tu pequeño burato mucho más fácilmente.

Como si aquella barbaridad fuera lo más romántico que hubiera escuchado en su vida, los labios del más pequeño buscaron los de su hermano mayor y prácticamente, tras un leve piquito, terminó mordiéndoselos.

Aunque no era propio de él mostrarse salvaje, la simple idea de que su hermano iba a traer a un tío masculino y súper bueno para que lo penetrara, lo tenía como una moto. Sabía que a Roxelio le encantaba que se comportara como una perra salida y, como si fuera el pago por el inmenso regalo que le iba a hacer, se metió completamente en el papel. Algo que no le costó demasiado trabajo.

Sentir como hurgaba con los dedos en su ojete y llevárselos a la nariz para aspirar el olor que emanaba, consiguió que en su mente solo hubiera lugar para un pensamiento coherente: ser taladrado por la herramienta sexual de su amante.  No necesitó decir nada para que él, por lo mucho que lo conocía, supiera lo que realmente necesitaba. 

Tras olfatearlos, vio como los ensalivaba  contundentemente para proceder  a lubricar  con sus babas el peludo orifico. Notar el calor del viscoso líquido en la entrada de su ano, consiguió que se le acelerara el pulso. En el momento que Roxelio consideró que estaba preparado, le metió un dedo, luego otro.

—Apóyate en la mesa —Le dijo con cierto tono autoritario.

Todavía German no se había acomodado bien, cuando le clavó una estocada que le hizo gemir de pura satisfacción. Le gustaba portarse duro con él, que el placer  se mezclara  con el dolor en una amalgama de sensaciones de lo más gratificante.

—¿Y tú me la quieres meter? —Le preguntó mordisqueándole el cuello y empujándole la barbilla para atrás  para poder alcanzar su lóbulo para chupetearlo.

—Sí —Le respondió entre gemidos.

—Pero si a ti lo único  que te gusta hacer conmigo, es que te la empujé dentro hasta los huevos —Al decir esto, le mordía la parte inferior de la oreja— ¿ O acaso me vas a negar que no te gusta que te taladre hasta el fondo?

—Me encanta.

Las caderas de Roxelio se movían con frenesí, como si quisiera llegar pronto a la meta. Quizás la idea de poder hacer realidad las fantasías que había construido con JJ lo tenían más caliente de lo normal. No obstante, cabía la posibilidad de que descargara  en el sexo la furia que sentía por lo que su hermano le había reprochado… Fuera lo que fuera, sintió que  subía la pendiente del placer más rápido de lo normal y que más pronto que tarde eyacularía.  Clavó sus dedos en la cintura de su hermano y le dijo:

—¡Córrete ya que no me aguanto nin  un segundo mais!

German no precisó tocarse demasiado, la idea de poder penetrar a un desconocido lo tenía sumamente cachondo. En el momento que la esencia vital de su hermano invadió sus esfínteres, notó que llegaba al orgasmo.

3                                                     ******Xenaro e Iago******

Por costumbre,  la última noche no tenían sexo y aplazaban el momento para la vuelta. La excusa que se daban era siempre la misma, querían ir cargado de leche para sus respectivas.

No obstante, algo había cambiado en el interior de los dos cuarentones durante el transcurso de aquella travesía. Cada vez, a posteriori,  los ratos que compartían le causaban  menos asco y los remordimientos que sentían más escasos.

Las mentiras que se contaban  para justificar sus actos, cada vez se la creían menos. Solo había que fijarse un poco en ellos  para entender que no cometían aquellas depravaciones simplemente como sucedáneo del sexo con una mujer, las hacían porque las disfrutaban plenamente.

El deseo hervía en el pecho de Xenaro.  Anhelaba  con todas sus fuerzas sentir, de nuevo,  la estocada de su compañero en las entrañas. Un placer que ni el mejor de los coños le podía proporcionar y que, aunque le hiciera sentir muy sucio, sabría que echaría de menos todos y cada uno de los días que estuviera en tierra.

Iago seguía  turbado por lo sucedido en las duchas con el rubio de Combarro. No entendía que le había llevado a insinuarse al chaval. Tampoco sabría que explicaciones habría dado a sus compañeros de trabajo si lo  hubieran cogido cometiendo alguna indiscreción.

Nunca antes se había fijado en el cuerpo de un hombre. Había follado con ellos, pero los había considerado simple receptáculos para que le proporcionara placer. Sin embargo el hermoso físico  de aquel chaval le habían despertado unas sensaciones desconocidas para él.

No se sentía distinto, pero actuaba diferente a como lo había hecho siempre. Circunstancias que le daban cierto pánico, pero se creía con el suficiente valor para enfrentarlas. En su mente, la idea de cabalgar al joven pescador se había convertido en un reto personal. Un desafío que se le antojaba de lo más morboso.

El desconcierto que reinaba en él, no había disminuido el fuego de su interior.  Todavía seguía cachondo, era simplemente volver a imaginar al joven rubio desnudo y su polla se llenaba de sangre. Necesitaba desahogarse como fuera y, como no era un adolescente que se la meneara a la primera de cambio, la única forma que veía de hacerlo era follando con Xenaro.

Fue entrar en el dormitorio, buscar la mirada de complicidad de su compañero y tuvo claro que, como tantas otras veces, tendrían jarana de la buena. La última en mucho tiempo y que degustarían como el mejor de los vinos, saboreando cada gota hasta el final.

Se podía decir que aquella noche sus instintos tenían la suerte de cara. Su compañero de camarote y él se turnaban a la hora de ejercer los roles sexuales. En esta ocasión, a quien le tocaba poner el culo era a Xenaro. Sus nalgas no eran igual de duras, ni tan redondas, ni tan lampiñas como las de Anxo. Sin embargo, la sangre le hervía tanto que llegó a la conclusión de que, echándole un poco de imaginación, follarse aquel calvo cuarentón sería tan gustoso como cabalgar al chaval.

En sus relaciones íntimas primaban más los gestos que las palabras, como si no hablar de algo pudiera hacer que no existiera.

Le bastó cerrar la puerta tras de sí, colocarse debidamente la endurecida verga bajo el calzón, para que su compañero entendiera cuales eras sus intenciones.

El barbudo calvo, sin apartar la mirada de la abultada entrepierna, fue retrocediendo sus pasos  hasta llegar a la cama litera. Se sentó en la de la parte inferior y se dejó resbalar de manera que solo la mitad de su culo reposara sobre el duro colchón.  Estiró levemente la espalda y giró el cuello como si relajara las articulaciones. Tras adoptar una postura cómoda, abrió las piernas en uve a modo de invitación.  

El pelirrojo miró al calvete y sonrió tímidamente. Era obvio que pensaba seguir el ritual a rajatabla. Dejaría que lo enculara, pero antes le tendría que dar un buen lavado de polla. Pese a que lo único que deseaba era metérsela hasta los huevos y reventarle el recto, se arrodilló de forma sumisa entre sus piernas y se dispuso a cumplir su parte del trato.

Paseó suavemente sus manos por  las recias piernas que lo rodeaban, hasta llegar a la zona de la pelvis. Una vez allí, de forma parsimoniosa, fue avanzando hasta alcanzar sus genitales. Notó bajo las yemas de sus dedos la carne hinchada de la verga de su amante y la acarició con cierta furia. Unos ahogados gemidos escaparon de la boca de Xenaro de manera incontrolada.

Sin más preámbulos, sacó la empalmada churra de su encierro y la llevó a su boca. Le encantaba saborear aquel vibrante cilindro, notar como crecía bajo el influjo de su paladar y apretar los hinchados huevos para que consiguiera entrar una mayor porción en su cavidad bucal.

No obstante, no estaba mucho por la labor. Lamía aquel cincel de carne como si fuera una obligación, una especie de peaje por introducir su polla en la cueva de placer de su compañero. Su comportamiento estaba carente de la pasión de otras veces y chupaba de un modo mecánico.

Succionó durante unos minutos el brillante capullo, se la tragó hasta llegar a los huevos y contuvo la respiración todo lo que pudo, con la única intención de mantener la polla del calvo barbudo el máximo de tiempo dentro de su boca. Cuando notó que le faltaba el resuello, se puso a lamer  el tronco hasta los huevos.  Separo la cabeza del aparato genital de Xenaro, le lanzó una mirada que dejaba claro que hasta ahí llegaba su turno y se puso en pie como si un resorte empujara su cuerpo.  

El calvo se levantó también  y se desprendió del calzón con cierta premura. Busco los ojos de Iago y agachó la cabeza, dejando claro con aquel  gesto sumiso que estaba a su entera disposición.  De un modo que resultó hasta un poco ceremonioso,  se puso de rodillas sobre la cama. Estaba ansioso porque el Colgón le taladrara el culo con su gorda y larga caña, pero le avergonzaba tanto tener aquellos sentimientos que se limitaba a fingir que lo afrontaba como un suplicio.

Se mordió el labio, por las muchas veces que aquel enorme cipote había atravesado sus entrañas conocía el dolor que le causaba al inicio. No obstante, lo consideraba un insignificante canon para el inmenso placer que le aportaba. Ignoraba si Iago experimentaba lo mismo que él cuando lo penetraba. Había estado unas cuantas veces por preguntárselo, pero le daba tanto pánico  descubrir que el único que disfrutara de la sodomía fuera él, que prefirió quedarse con la duda.

Un espeso escupitajo, cual catarata de babas, escapó de los labios de Iago y chocó contra su cipote.  Impregno su capullo con el caliente líquido. Una vez  consideró que estaba bastante extendida, se echó otro lapo en la palma de la mano y, cuidadosamente, lo dispersó  por el peludo ojete de Xenaro.  

La sensación que el calvo tuvo al percibir las vastas yemas de los dedos de su amante alrededor de su orificio anal, le resultaron de lo más agradable. Aquel preludio del acto sexual conseguía acelerarle el pulso y le ponía los nervios a flor de piel de un modo que nada lo conseguía.

Estuvo tentado de gritarle cualquier obscenidad que consiguiera poner aún más cachondo a su amante, pero no lo hizo. A pesar de la evidente confianza que debían tener por intimar del modo que lo hacían, la falta de franqueza y los secretos eran el leitmotiv de su relación.

Temía la reacción negativa que pudiera tener el  Colgón si se comportaba como la putita que no debía ser. Luego estaba la imposición no escrita de mantener oculto lo que sucedía en los camarotes, por lo que el silencio era una máxima entre aquellas cuatro paredes. Reprimido por la  loza de la hipocresía reinante, se limitó a gruñir por lo bajini, dando a entender que lo que sentía era la peor de las molestias.  

Mientras lubricaba el orificio peludo, una pregunta asaltó la cabeza de Iago. «¿Cómo sería hacerle lo mismo a Anxo? Su culo  sin demasiados pelos, será prácticamente como el coño de una jovencita. Pero más estrecho. ¡Va a ser una gozada follármelo!»

Fue suficiente recordar el trasero de aquel muchacho por unos instantes, para que su polla cimbreara con fuerza. Impulsado por sus instintos más oscuros, se agarró el miembro viril y lo masajeo con fuerza como si sus manos pudieran conseguir algo que parecía imposible, endurecerlo más aún.

Si hubiera sabido a que su amigo, al igual que él,  disfrutaba con el acto de ser penetrado, que     no era, ni mucho menos, ningún martirio para él, seguramente se habría sentido mal por aquella pequeña traición.  Estaba tocando su culo, mientras pensaba en un chico por el que, aunque el estómago se le revolviera un poco, se sentía atraído hasta la obsesión.

Tenía el nabo como una roca y la calentura nublaba su raciocinio. No obstante, todavía era consecuente con sus actos. Tenía claro que, aunque tuviera cuidado, le ocasionaría un poco de daño a su colega. Así que, para amortiguarlo en la medida de lo posible, dejó lo que estaba haciendo y se fue para pequeña repisa de madera que tenían junto a la litera. Cogió   la botella de preparado de aceite  de oliva que usaban para protegerse del sol , se hecho una ingente cantidad en los dedos y untó  el peludo ojete con él.

Probó a meter un dedo y se deslizó con facilidad al interior. Tras unos segundos metiendo y sacando el índice del ajustado agujero, comprobó que la estrecha cueva se iba amoldando a su tamaño. Por lo que consideró que era el momento de probar con algo de mayores dimensiones.

Sin más preámbulos, pues ansiaba experimentar algo parecido a follarse al muchacho rubio. Acercó su pelvis a las peludas y duras nalgas,  volvió a enderezar su trabuco, apuntó con él hacia la caliente grieta y empujó de forma violenta.  

Xenaro resistió como pudo la brutal punzada.  Apretó los dientes para no hacer ningún sonido, pero no pudo evitar que sendos lagrimones se le escaparan y resbalaran por su cara, hasta empapar su barba.

Enmudecido y casi cegado por el dolor, tuvo la sensación que el ancho cipote, tan duro como estaba, lo iba a reventar por dentro. Tiró como pudo de la manta de la cama, se la llevó a la boca y la mordió con fuerza. Pero el pinchazo  siguió siendo igual de intenso.

Iago parecía tener  más prisa de lo normal  por cabalgarlo, no le estaba dando el tiempo necesario para  que  su ano dilatara.  Siempre era menos doloroso cuando  ralentizaba el momento de la penetración y su recto se iba amoldando, poco a poco, al proyectil extraño que lo invadía.

En aquella ocasión, la poca delicadeza que estaba poniendo a la hora de encularlo estaba propiciando que las entrañas le escocieran como si le estuvieran metiendo un hierro hirviendo. Volvió a apretar los dientes, volvieron a resbalar las lágrimas por su rostro y, durante unos segundos, rezó para que aquella punción fuera lo más breve posible.

Estuvo  tentado de decirle que parara, pero dos razones se lo impidieron: no quería quedar como un blandengue y sabía que una vez su cuerpo admitiera al intruso que lo profanaba, sería víctima de un placer incomparable con cualquier cosa que hubiera sentido anteriormente. Una sensación que lo volvía loco y le hacía olvidar rápidamente el martirio al que lo estaba sometiendo.  

El Colgón, preso de una furia animal, agarró la cintura de su compañero y cerró los ojos.  Le fue fácil imaginar que quien tenía delante era Anxo. Alguien que, a diferencia de su compañero que soportaba aquel tormento en silencio, sospechaba que disfrutaría con tener su virilidad bombeando sus entrañas y le pediría que se la clavara más fuerte, más hondo.

Preso de las ensoñaciones, siguió clavando con más fuerza su asta en la estrecha grieta. Dejando que su mente, con cada envite, viajara a un lugar en el que no había estado e imaginara sensaciones que  nunca había experimentado. Por una extraña razón suponía que el sexo con Anxo sería más satisfactorio que con su compañero. Un placer que solo habitaba en su cabeza.

Por su parte, Xenaro estaba asimilando el dolor que cada vez era menos intenso y  comenzaba a disfrutar con el salvaje entrar y salir del gordo cipote. Había dejado de apretar los dientes y la comisura de sus  ojos ya no rezumaban lágrimas.

Nunca antes, aunque había estado con otros pescadores en diferentes travesías, había experimentado   sensaciones como las que Iago les proporcionaba. No sabía si se debía al descomunal tamaño de su  polla o por lo mucho que le gustaba follar. Fuera lo que fuera conseguía que aquel semental dejara huella en sus amantes.

Era tan gratificante para él que, aunque añoraba enormemente a estar con su mujer y sus hijos, le daba pena que aquel viaje llegara a su fin. Pues una vez pisaran la tierra, todo lo sucedido en los camarotes quedaría enterrado junto a los más oscuros secretos. Aquellos que no se contaban ni a ellos mismos.

Iago tensó la espalda,  clavó los dedos sobre la cintura del calvo y comenzó  a mover la cintura de forma circular. La sensación de la polla zigzagueando levemente en sus esfínteres le hizo tocar el séptimo cielo. Tanto se relajó que hasta soltó un bufido de placer  que pasó desapercibido para el Colgón quien estaba allí en cuerpo, pero no en alma.

El pelirrojo se había dejado llevar al mundo onírico e imaginaba que el joven Anxo, al igual que habían hecho algunas maricas a las que frecuentaba, se había subido en su grupa y cabalgaba sobre su cipote como si fuera un potro desbocado. A diferencia de aquellos tipos, que se comportaba como parodias de mujeres, el chaval le gustaba físicamente y no le producía ningún asco metérsela hasta el fondo de sus entrañas.

Era complicado para su mentalidad  católica asimilar la amalgama de deseos, sensaciones y placer que su cuerpo experimentaba en aquel momento. No obstante, por mucho que aquel pecado lo  terminara condenando al peor de los infiernos, no entraba en sus planes inmediatos evitar la tentación.

Xenaro estaba como en una nube. Cualquier molestia que aquel cilindro de carne le hubiera proporcionado en un principio se había esfumado y sentir como se clavaba en sus entrañas era de lo más gratificante. La punta del cipote no paraba de chocar contra su próstata y, cada vez que lo hacía, creía tocar el cielo con la punta de los dedos.

En la mente de Iago la fantasía con Anxo seguía creciendo. Ya no se lo follaba, sino que se limitaba a acariciar su cuerpo como si fuera una estatua griega. Paseaba la punta de sus dedos por cada resquicio de aquel cuerpo que le parecía perfecto, un reflejo de la juventud que se le escapaba.

Mecido por la lujuriosa escena que se había montado en su psique, impregnó de mayor energía a su cintura. Dejó de marcar tiempos cortos y curvos para sacar y meter con fuerza su carajo del ojete de su compañero. Un agujero que cada vez estaba más abierto y se tragaba con mayor facilidad su virilidad.

La velocidad que aplicó a sus caderas obligó a que Xenaro tuviera que volver a apretar los dientes. No quería que su compañero descubriera lo mucho que gozaba con su masculinidad taladrando su recto. Sin embargo, por mucho que quisiera fingir, la respuesta de su cuerpo no podía ser más sincera, sin ni siquiera tocarse, eyaculó.

No había concluido de expulsar todo el esperma, cuando notó que el Colgón se detenía en seco. La sensación de la caliente corrida inundando sus esfínteres fue la evidencia firme de que también había alcanzado el paroxismo.  

Continuará en: Perversiones de las partes nobles

2 comentarios sobre “Las paredes y sus secretos

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