Barrigas llenas, barrigas vacias

Hoy es sábado. Mi día favorito de la semana, no tengo que levantarme temprano y me puedo acostar a la hora que quiera. La sensación  de felicidad que me invade por tener, para mi disfrute personal, desde la mañana hasta la noche,  no tiene parangón. Mi merecido descanso ha llegado. Es hora de aparcar temporalmente las obligaciones profesionales y abrir la puerta de par en par a eso que llamamos aficiones.

Para que la jornada no sea completamente improductiva, empiezo corriendo un poco por el parque, que hoy no trabaje no quiere decir que deba relajarme en mi constante batalla con esos gramitos de más que se niegan a marcharse de mi zona abdominal.

Tras una más que gratificante ducha, dedico lo que resta de mañana a cocinar para toda la semana. Intento que todo sea muy nutritivo y bajo en grasas, todo sea por intentar mantenerme delgado y atractivo por siempre jamás.

Llamo a unos amigos para tomar unas tapas de diseño en un bar cuqui  y salir de la agobiante rutina de estas cuatro paredes.  Por desgracia todos tienen planes o mejores cosas que hacer que lo que yo propongo, con lo que la intención de acabar con mi aislamiento social se queda en una triste prueba no superada.

No me apetece nada quedarme en casa, consumiendo  como un tonto algún programa de televisión, viendo una serie que podré ver en cualquier otro momento  o malgastando el tiempo delante de la pantalla del ordenador, así que  me pongo mis ropas más “cool” y me subo a mi coche. Mi destino: un atestado centro comercial donde una no deseada soledad se pierda entre el estrepitoso bullicio consumista.

Elijo para almorzar una factoría de comida preparada donde el mimo y el cuidado a la hora de elaborar los alimentos brillan por su ausencia. Eso sí, como maniático de la buena alimentación, saco a relucir mis excelentes conocimientos nutricionales y me pido el plato con menos calorías. La ensalada trae una bolsita de salsa de la casa para condimentarla. Su etiqueta identificativa informa de que contiene una buena parte de grasas saturadas (quizás aceite de palma), por lo que me limito a sazonarla con un poco de aceite, vinagre y  sal (de esta última unos pocos granos solo, que abusar de ella es perjudicial para la tensión arterial  y a partir de los treinta hay que cuidarse).

Con el estómago engañado por unas horas, me doy una vuelta por la zona de tiendas de moda. Pese a que tengo el armario atestado, nunca pierdo la ocasión de comprarme las últimas tendencias  y ser siempre de lo más “fashion”. Muchas prendas las he adquirido  por el  impulso consumista inicial, luego no me han terminado de convencer lo suficiente y nunca me las he puesto. Esta ropa lo único que han  hecho es ocupar un sitio en mi armario hasta que, como buen solidario que soy, he decidido donarlas a una ONG que se dedica a reciclar ropa usada.

En mi mente no estaba hoy hacer uso de mi fatigada tarjeta de crédito, pero los cantos de sirena del materialismo han terminado seduciendo a mi vanidad. La tentación se llama unos “D&G jeans” color gris ceniza, de cintura baja, cinco bolsillos, lavados a la piedra y  con costura reforzada que, desde que los he visto, no han parado de gritarme que los haga míos.

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Mientras el servicial  dependiente busca mi talla en el almacén, veo el precio en la etiqueta y descubro que no son precisamente baratos, pero fiel al lema de “para eso me harto de trabajar y un día es un día”, no me cuestiono lo excesivo de mi absurdo capricho.

La talla cuarenta no me entra más allá de las rodillas. La cuarenta y dos otro tanto.  El vendedor me dice muy educadamente que está fabricado para gente con piernas menos musculosas que las mías. Le ha faltado decir que el diseñador pensó en gente más joven y más delgada que yo cuando lo diseñó.

El amable joven intenta sacarme algún otro modelo que se adapte a mi cuerpo, pero yo me niego en redondo argumentándole que el único pantalón que me había gustado era el que me había probado. Visiblemente enfadado abandono el local.

Saco el coche del parking y vuelvo para casa, con más dinero que si me hubiera agenciado los putos vaqueros, pero con muchísima más mala leche que  cuando entré en el puñetero centro comercial.

Por el camino, al parar en un semáforo, se me acerca un chico negro, seguramente un emigrante ilegal, para venderme pañuelos de papel. Mientras le doy un euro y le pido que se quede con los pañuelos, no puedo evitar pensar en las penurias que ha debido pasar  para llegar a España, lo doloroso que tuvo que ser separarse de su familia y mal vivir en un país que imaginaba como un paraíso, pero que por el aspecto del muchacho,  puedo suponer que ha terminado siendo  para él un verdadero infierno.

Me figuro que una buena parte de los euros que consigue irán a parar  a la mafia que lo introdujo en suelo europeo, que difícilmente podrá hacer tres comidas diarias y donde duerma será un sitio de lo más cochambroso.

Me quedo pensando mientras lo veo acercarse al coche de al lado que lo despide con un gesto casi de desprecio. Me siento mal porque mi gran problema hoy sea que no me entran unos pantalones que alguien ha diseñado para chicos con piernas de alambre. No tengo claro si sus preocupaciones diarias serán más numerosas que las que yo tengo o no, de lo que si estoy seguro es que son reales y no inventadas, como la  gran mayoría de las mías.

Como decía mi abuela en su inmensa sabiduría: «Dios le da pañuelo a quien no tiene mocos».

El semáforo se pone en verde y dejo atrás al desgraciado vendedor de pañuelos. En la radio el presentador anuncia un tema de Madonna, pero previamente mete una cuña publicitaria de los «Ocho días de platino» en unos grandes almacenes. Como me coge de camino a casa, me voy a pasar a ver si consigo algo guapo, a buen precio  y que me quite la mala leche que tengo por no haberme podido comprar los putos vaqueros.

♫♫’Cause we’re living in a material world

And I, I’m a material girl

You know that we are living in a material world

And I, I’m a material girl♫♫

3 comentarios sobre “Barrigas llenas, barrigas vacias

  1. No está mal pero, tristemente, eso es algo que sucede todos los días. No está tampoco en mano de alguien de clase media en que la vida de estas personas sea mejor, tristemente. Lo único que se puede hacer es colaborar con asociaciones y ONG, tanto de forma directa como indirecta.

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    1. Hola Miguel:
      Evidentemente la solución no está en manos de la gente de clase media como tú bien dices, es más no sé en manos de quien podrá estar la solución, ni sé si alguien lo sabrá. Lo que sí está en nuestras manos es no hacer de cosas pequeñas un gran problema, ni creer que nuestra libertad consiste en tener y hacer cosas que podamos pagar.
      Muchas gracias por leer y comentar esta pequeña reflexión en forma de historia.

      Le gusta a 1 persona

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