Tan cabrón, tan pillo, tan discreto, tan difícil de reconocer que no lo vimos llegar. «Son cosas de crías», nos dijimos, considerando que el asunto no tenía mayor transcendencia. Sin embargo, eran los primeros síntomas de algo más grave y que, por nuestra inexperiencia, por nuestra torpeza, fuimos incapaz de detectar.
A mi marido y a mí nos pareció normal que dos chiquillas que eran intimas desde el jardín de infancia, al llegar a sexto de primaria y comenzar a madurar como personas, se separaran un poco y ampliaran su círculo de amistades… «Son cosas que pasan», nos dijimos.
Lo que ya no nos pareció tan corriente es que comenzaran los roces entre ellas, primero por tonterías sin importancia, pequeñas cosas que se hicieron más grandes, hasta convertirse en un muro infranqueable. Tendríamos que haber abandonado el papel que nos autoimpusimos de ser unos padres comprensivos y tolerantes, deberíamos haber sido más estrictos, pero no supimos o no quisimos darnos cuenta de lo que se nos venía encima. Una pequeña bola de nieve que si no se la paraba a tiempo, se convertiría en un alud que aplastaría el hábitat seguro que habíamos construido para nuestra familia.
Un día, Andrea me dijo que no se pondría más la ropa que le regaló su amiga Marta por su cumpleaños. Una camiseta y un pantalón que el día que los estrenó le parecieron lo más genial del mundo. Me extrañó, pero no le di mayor importancia.
Es mi única hija y mi escasa experiencia previa con los preadolescentes del siglo XXI, habían hecho nacer en mí la opinión de que los milenials eran los seres más caprichosos e irritantes del universo. Más preocupada por lo que se me venía encima con esa nueva etapa de su vida, que por su incomprensible forma de actuar, le dije que no había ningún problema, que ella estaba en su derecho de tomar sus propias decisiones y debía ponerse solo aquello que quisiera.
Sé que debería haberme parado a pensar los motivos que había detrás de su repentino cambio de parecer. Sin embargo, acostumbrada a hacer dos y tres cosas al mismo tiempo, el escaso minuto que disponía para aquel pequeño conflicto, terminó disolviéndose entre mis muchos quehaceres diarios. Las malditas prisas y el estrés de esta vida urbanita me impidieron ser la buena madre que las circunstancias hubieran precisado.
Unos días más tarde, mientras preparábamos la cena, y con total indiferencia, nos confesó que ya no le apetecía ser más amiga de Marta, a lo que mi marido y yo le respondimos que nos parecía muy bien, que ella era libre de elegir sus amistades. «Nuestra niñita se está haciendo mujer y ya no le gusta las cosas que le gustaban de más cría», le dije satisfecha a mi marido, una vez nos quedamos a solas.
Lo que desconocía en aquel momento, es que aquella iniciativa por parte de nuestra pequeña Andrea respondía más a la necesidad de ser aceptada por el grupo, que a sus propios deseos… Una verdad que ella no me iba a contar, pues, inmersa en la mecánica absurda de no ser una fracasada, desconocía su realidad y se limitaba a vivir la mentira que los “populares” habían fabricado para manipularla de la mejor manera.
Un sábado por la mañana, estando de compras en un centro comercial de los que a ella tanto le encantan, nos dijo, de repente y sin venir a cuento, que había muchas más niñas que ya no querían jugar con Marta. Lo que más me horrorizó: la mueca de satisfacción que se pintó en su rostro al mencionarlo, como si fuera una especie de victoria persona.
Mi marido y yo siempre habíamos estado muy concienciados con el tema del “bullying”, por lo que, al observar esa actitud tan frívola en nuestra pequeña, todas nuestras alarmas de peligro se pusieron en funcionamiento, nos pusimos muy serios y se lo recriminamos sin dudarlo un segundo.
—Nada de dejar a nadie de lado, ¿ein?
—Una cosas es no ser amigas y otra muy distinta es hacerle el vacío a alguien —Recalcó Oscar, poniendo su cara más severa.
Andrea nos miró, sus ojos denotaban no comprender por qué nos habíamos posicionado del lado de quien ya no le caía simpática y, tras la pequeña bronca, nos preguntó que si nos íbamos a llevar mucho rato comprando , dejando claro que se había enfadado con nosotros por no ponernos de su parte.
De vuelta a casa, tras mucho insistirle en que no se estaba comportando como nosotros esperábamos de ella, nos explicó que no había problemas con Marta, que ella tenía más amigas y que no estaba sola. Si Oscar y yo no hubiéramos tenido cincuenta problemas más en la cabeza, si nos hubiéramos centrados mejor en nuestro papel de ser unos buenos padres, quizás nos hubiéramos dado cuenta de que nuestra niñita estaba aprendiendo a mentir sin que se le notara, pues nos estaba metiendo una enorme trola.
En los días posteriores, como quien no quiere la cosa, nos contó que sus nuevas amigas le han dicho algo a Marta. Son palabras que no se pueden catalogar como insulto, frases un pelín desagradable, pero que aparentemente no tienen importancia. Los críos en su inocencia, pueden llegar a ser muy crueles. Lo peor es que a ella no parece molestarle, es más, tengo la sensación de que hasta disfruta un pelín con ello.
Sabía que algo no marchaba como debía, se lo comenté a su padre y su respuesta, trivializándolo todo, en vez de calmarme, acrecentó mis dudas al respecto:
—No le des más vueltas a la cabeza, Andrea y Marta volverán a ser amigas. Es una etapa. Todos hemos pasado por ahí.
Una semana más tarde, Andrea dijo que tres días en semana regresaría más tarde del cole. El director la había castigado a ella y cinco compañeras más a quedarse una hora los lunes, martes y jueves. Que ya nos llamaría para contárnoslo.
—¿A qué es debido el castigo?
—Por la tontería del “problema” de Marta —Respondió con cierta desgana y sin dejar de caminar apresurada hacia su cuarto.
«¿Qué problema?», me dije. Por lo que sabía mi hija había dejado simplemente de relacionarse con ella y, hasta donde alcanzaba a imaginar, los directores no te llaman a su despacho porque se acabe una amistad. Algo se me escapaba, así que decidí llamar a la madre de Marta, una cosa que debería haber hecho desde un primer momento y que, por no querer parecer una histérica, había dejado postergada.
La voz al otro lado del auricular sonaba más apagada de lo normal. Como si un acuciante problema la llenara de tristeza por dentro.
—Ana, ¿tú sabes cuál puede ser el motivo por el que el Director ha castigado a un grupo de alumnos a quedarse una hora más en clase?
—Sí… Mi hija está muy mal y un poco de la culpa la tiene Andrea. Ha roto su amistad cuando ha empezado a relacionarse con otro grupo…
—Lo sé, me dijo que ya no eran amigas.
—Pues ese grupo se ha erigido líder de toda la clase y la han cogido con mi hija. No solo es que le hayan retirado la palabra a Marta, ni le tengan prohibido al resto de la clase que hablen con ella, sino que no paran de insultarla: “friky”, gorda, rarita, fea, mermada, “chony”…
—No sabía nada. Lo siento mucho.
—Ya, pero tu hija tampoco está haciendo nada que no esté haciendo el resto de la clase.
—¿Qué es?
—Mirar para otro lado cuando la ofenden, cuando le descuelgan el anorak de la percha o cuando la obligan a cambiarse de mesa en el comedor…
Muerta de vergüenza, me despedí de Ana disculpándome del mejor modo que pude. Creí que mi hija estaba tomando sus propias decisiones y lo que estaba haciendo es seguir la voz cantante del grupo. Un grupo cuyo único proceder parecía ser la ley del más fuerte «¿Dónde quedan los valores como la tolerancia y la solidaridad que día a día intentábamos inculcar a nuestra hija?», me pregunté mientras dejaba que la cólera se apoderara de mí.
—¡Andrea, ven aquí ahora mismo, que tenemos que hablar!
No me respondió siquiera, se limitó a salir de su cuarto muy despacio. Sabía que una tormenta se disponía a caer sobre ella y no había paraguas en el mundo que la protegiera de quedar calada hasta los huesos. Me miró poniendo cara de inocente, dispuesta a enfrentar lo que se avecinaba, pero sin encontrar el valor suficiente para no hacerlo sin llorar.
—¿Por qué nos mentiste el otro día a tu padre y a mí?
—¿Sobre qué?
—Sobre que Marta tenía más amigas, cuando no es así.
—No sé… se pusieron muy plastas y fue lo primero que se me ocurrió.
—Una pregunta. ¿Tú le has descolgado alguna vez el anorak de Andrea para tirárselo al suelo?
— …..no… yo no.
—Pero has visto quién lo hacía, ¿no?
—Sí.
—Y cuando has visto que le tiraban el anorak al suelo, ¿has hecho algo para impedirlo?
—No…
—¿Tú alguna vez le has dicho a Marta que se cambie de mesa en el comedor?
Se quedó pensativa, sabía que las mentiras no le iban a valer esta vez. Así que, como siempre había hecho, me dijo la verdad.
—Una vez solo, mami. Pero le dije que lo hiciera si quería, que si no quería, no. Los que le dicen que se cambie de mesa cada día son “los otros”.
—¿Y tú qué haces cuando a la que ha sido tantos años tu mejor amiga “los otros” le dicen que se cambie de mesa?
Andrea agachó la cabeza avergonzada. Lo peor es que hasta aquel momento no había tenido consciencia de haber estado haciendo nada incorrecto.
Nadie había hecho nada en concreto, ni muy gordo. Uno tiró un anorak como una broma, otro le dijo que no le gustaba cómo vestía, otra decidió que alguien debía estar por debajo de ella en la escala alimenticia de la vida estudiantil y, poco a poco, una niña que tenía muchos amigos, había pasado de ir contenta al colegio, a estar sola y pasarse las tardes encerrada en su cuarto llorando.
Lo peor de todo es que mi marido y yo habíamos hablado una y mil veces con nuestra hija sobre el “bullying”, cómo se originaba y todo lo que no debía hacerse para convertirse en una acosadora.
Le cogí las manos, las apreté suavemente, la miré fijamente a los ojos y le pregunté:
—¿Cómo has podido hacer algo así a la que era tu mejor amiga?
Se quedó pensativa unos segundos y me dijo:
—Pasa sin que te des cuenta.
Esto del bullying es un tema de mucho cuidado y que creo que lo tocas de una forma un tanto «suave» por que hay ocasiones en que el bullying le llega a costar la vida a los niños..
Sin ir Muy lejos en mi ciudad hay un niño al cual sus compañeros le destrozaron el cráneo, afortunadamente el niño vive, y ha perdonado a quienes le hicieron esto..
Creo que nosotros en nuestro tiempo no vivimos el bullying como tal, por que si algún compañero la tomaba con nosotros, lo resolviamos con un tiro (pelea) «a mano limpia»..
No es excusa, siempre hay que estar al pendiente de los niños y jóvenes.
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Hola Dedmundo:
Pues la verdad es que está tocado de manera “suave” queriendo. Quería mostrar la imagen del Bullyng donde todo el mundo parece estar haciendo cosas normales, donde nadie parece estar haciendo grave y, en realidad, una niña estaba sufriendo lo indecible. Quería hacerle ver al lector que no siempre hay muertes, ni malos tratos al principio del Bullyng, que era algo que entraba en tu vida sin que te dieras cuenta, pero que las consecuencias son siempre las mismas: una persona maltratada física o psicológicamente por un colectivo que se cree con derecho a ello.
Un abrazo muy fuerte y gracias por leer y comentar.
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