Tras siglos de erigirnos como la especie dominante, de creernos dueños señores de un mundo que simplemente era nuestro hogar. La naturaleza nos vuelve a recordar nuestra insignificancia.
Conforme hemos ido madurando como especie, hemos sido capaz de desarrollar nuestra creatividad en los objetos más variados. Hemos sido capaces de hacer objetos para matar, construir casas donde vivir, domesticar animales para nuestro servicio y fabricar objetos para trasladarnos de un lugar a otro.
Hemos sido tan listos, que incluso hemos aprendido a combatir a la gran mayoría de las enfermedades, lo que nos ha valido aún más para considerarnos casi invulnerables, capaces de todos.
Nos habíamos vuelto tan soberbios en nuestro modo de actuar que, a pesar de que la gran mayoría de las personas se siguen creyendo distintos por su color de piel, el lugar donde han nacido, su clase social, su ideología política o sus creencias religiosas, habíamos hecho del mundo un lugar común, un lugar sin fronteras. Un mundo global donde las empresas se dedican a hacer negocios con las diferencias de valor de los bienes y donde las distancias se van haciendo cada vez más pequeñas.
Éramos tan listos que habíamos aprendido a ganar dinero prediciendo simplemente que empresas subirían de valor y cuales bajarían, habíamos creado objetos que nos permitían hablar y ver a una persona al otro lado del mundo, las enfermedades mortales cada vez lo eran menos. Nos habíamos convertido tan ambiciosos que incluso estábamos dando los pasos para crear inteligencia artificial… Crear vida como si fuéramos dioses.
En el momento que más nos estábamos mirando el ombligo, un bichito que, salvo pruebas en contrario, vamos a suponer que ha surgido de la naturaleza y no de la estupidez humana, ha venido a recordarnos nuestra vulnerabilidad, nuestra mortalidad.
Un bichito hijo de puta que no entiende de color de piel, de clases sociales, de ideologías políticas, ni de creencias religiosas y ni de fronteras imaginarias.
Un virus que nos ha impuesto que dejemos de saludarnos, que nos mantengamos unos a un metro del otro, que ha parado casi toda actividad económica y que está recluyendo a la gente en sus casas.
Mucha gente está muriendo, mucha gente está viéndose infectada ante un ejercito que se multiplica a una velocidad para la que el ser humano no tiene medios para combatirlo.
Los vaticinios más apocalípticos dicen que va a diezmar a la humanidad, yo soy más optimista y pienso que el “bichito” solo ha venido a ponernos el espejo en la cara para darnos algunas lecciones de humildad. Estábamos queriendo tener una vida tan intensa, que nos habíamos olvidado de su verdadero significado.
Después de esto mucho aprenderemos a ser más altruista y solidarios de lo que ya éramos, reconoceremos el valor de aquellos profesionales que arriesgan su vida un día sí y otro también para beneficio de los demás y, sobre todo, apreciaremos cada segundo de nuestra vida.
Evidentemente, no todo el mundo aprobara el examen y habrá quienes sigan creyéndose que están por encima de todo esto. Lamentablemente, si son demasiados los que no han aprendido la lección, habrá un septiembre.
Animo a todos, saldremos de esta.