Una perrita muy sumisa

La promiscuidad de Ramón

Episodio cuatro

La historia hasta ahora: Ramón se despierta de la siesta en casa de Mariano y vuelven a hacer el amor. Sin embargo, los miedos, la falta de sinceridad y el desconocimiento total para Ramón de lo que es una relación sentimental entre hombres, concluyen con una despedida fría.

Va a visitar a su madre y esta, por lo bien que le conoce, le pregunta cómo le va en su matrimonio. Su madre lo ve más feliz e intenta sonsacarle si tiene otra. Ramón como teme que descubra su relación con Mariano, evade hablar del tema, pero la buena mujer decide aplazar para otro día.

Para más inri, Vladi, su actual compañero le confiesa que se está follando a un mariconcito llamado Rodri en compañía de Israel, el chaval nuevo de Madrid. Ramón se excita al escuchar las cosas que hacen con el chaval y, cuando Vladi lo invita a ir con ellos, acepta. 

Los días siguientes fueron para de lo más desconcertantes,  a ciencia cierta sabía que  el único interés de Vladi al contarme sus andanzas era manipularme y lo había conseguido. Estaba tan ansioso, como aterrorizado porque llegara el puñetero jueves y  solo manteniendo la mente ocupada, lograba no darle vueltas al maldito asunto.

Lo más curioso de todo esto era que, con el paso de los años me  creía más sabio y maduro para afrontar los avatares de la vida, pero nada más lejos de la realidad. Mi preocupación por el irreflexivo paso que me disponía a dar se reducía a no estar a la altura de las circunstancias, ser capaz de follarme a aquel niñato delante de mis compañeros y demostrarles lo “macho” que era.

Ni por un momento pensé en que todo aquello se pudiera saber y tuviera consecuencias tanto en mi vida laboral, como en mi vida familiar… En ningún instante tuve en mente que me disponía ser de nuevo infiel a Elena, ni que estaba traicionando mi amistad con Mariano. Egoístamente solo pensé en el sexo y en las posibles respuestas a mis incomprensibles sentimientos hacia Mariano. Me era mucho más fácil concluir que el culo de un tío me ponía a mil por mil, que aceptar el hecho de estar enamorándome de mi mejor amigo.

Estar a la altura de las circunstancias se volvió tan obsesivo para mí que ni siquiera me masturbé aquellos días, pues quería llevar los huevos repletos de leche.

—Sabía que al final te atenderías a razones —dijo Israel haciendo alarde de esa arrogancia  suya tan habitual.

Lo miré de arriba abajo, no aguantaba  lo más mínimo la chulería de aquel niñato, verlo con sus aires de superioridad y  su actitud  de sabelotodo, me enervaba la sangre. Estuve tentado de decirle un par de cosas, pero Vladi, intuyéndolo, me pegó un suave toque en el brazo y me miró haciéndome una mueca  reconciliadora.

La bravuconería de aquel jovenzuelo me sacaba de mis casillas, su engreimiento y sus aires de importancia cada vez se me hacían más insoportables.

Vladi quédate por aquí un ratillo, que como nos vean subir a los tres juntos se van a pensar que venimos a hacer una redada o algo parecido.

La Barriada de los Pajaritos  había pasado de ser un barrio tranquilo de gente trabajadora, a una zona de Sevilla donde la droga circulaba entre portales de manera escandalosa. No sabía porque la insistencia de Israel en venir con el uniforme, cuando de paisanos hubiéramos pasado más desapercibido. Mas como  aquella tarde la cordura se había tomado vacaciones y la lujuria manejaba todos mis actos, asentí a su petición sin hacer demasiadas preguntas.

En la distancia analizo todas y cada una de las líneas  rojas que crucé al ir a casa de Rodri y soy incapaz de saber qué carajo pasó por mi mente para hacer lo que hice, ¿cómo pude ser tan inconsciente?  Dicen que a veces cuando sentimos no pensamos, yo añadiría cuando la de abajo se pone tiesa, no se piensa con la cabeza.

La  parte baja de la fachada del bloque de pisos estaba sucia, la pintura gastada y algún que otro desconchón recordaba la pobreza que habitaba en su interior. De ser un hogar humilde, aquel edificio se había transformado en un techo para infortunados.

Fue solo traspasar el portal, y un olor mezcla a inmundicia y lejía barata invadió mis pupilas. Unos destrozados buzones, unos azulejos despegados de la pared y un suelo repleto de mugre no era la mejor  de las antesalas del paraíso pasional que me habían vendido mis compañeros. Tenía la sensación de que me dirigía, más que a un oasis de lujuria, hacia el estercolero de las bacanales.  

Mientras subíamos las escaleras, no puede evitar observar con deseos el culo del joven madrileño, ¡tan redondo!, ¡tan duro!, ¡tan apetecible!…  Desde que entrené con él en el gimnasio y vi sus musculosos glúteos, la imposible idea de partirle el culo había rondado una vez que otra por mi cabeza. No tanto por la atracción en sí, sino por un poco demostrarle quien  era el que mandaba y que por muy hinchado que tuviera los bíceps, quien tenía la polla más gorda y más grande era el menda lerenda.  Un pensamiento tan absurdo como superfluo, pero que consiguió que la polla se me hinchara de sangre.

El piso del tal Rodri estaba en la tercera planta, una puerta  de madera con la pintura descascarillada de arriba abajo, un timbre roto deseando despegarse de la pared y una alfombrilla donde el barro cubría casi por completo un desgastado  “Bienvenido”, una antesala que describía perfectamente la naturaleza del lugar donde estaba a punto de entrar.

Al abrirse la puerta pude conocer a “la putita” de Isra: un muchacho de unos veintiuno o veintidós años como mucho, bastante flaco y de aspecto frágil. Aunque no era feo, unos pómulos excesivamente marcados y unas ojeras herederas de sus abusos nocturnos, le restaban bastante atractivo. Llevaba el pelo al uno por la parte de atrás y en la parte superior lucía un cabello de punta, engominado primorosamente.  Vestía una camiseta amarilla con un montón de letras de colores y un pantalón vaquero de pitillo, que evidenciaba todavía más su delgadez.

El jovencito al verme  me observó minuciosamente y con un impropio descaro. Tras pasarme revista de pies a cabeza, sonrío complacidamente y dijo:

—¿Tú eres el famoso Ramón?

—Me llamo Ramón, pero que fuera famoso lo ignoraba —respondí sonriendo generosamente con el único fin de romper el hielo.

El muchacho se echó las manos a la cintura y con una pose falta de masculinidad dijo:

—¡Si supieras la de cosas que me han contado de ti! ¡Famoso, famoso del todo!

Puse cara de no saber de qué iba la cosa, el muchacho miro a Israel en busca de su aprobación, pero mi compañero lo reprendió:

—¡Cállate putita y no seas más bocaza!

Las ofensivas palabras del madrileño hicieron mella en el ánimo del delicado joven, a quien pareció írsele la alegría del rostro de golpe y porrazo.

Aguardamos a que Vladi llegara y pasamos al salón de la pequeña vivienda. Tal como supuse,  en aquel hogar habitaba el desorden y la falta de higiene era palpable. El único mobiliario era un cochambroso  mueble de madera  con varias repisas sobre el que  descansaba un televisor, una mesa pequeña y un sofá de tres plazas.

Sobre la mesa campaban a sus anchas varios envases de pizza, vasos sucios y algún que otro envoltorio de bollería industrial. En el sofá, acompañando a unos cojines blancos  manchados de grasa se podían ver unos mandos de una video consola y un ordenador portátil.

Rodri acarició sutilmente el pectoral de Israel, lanzándole una mirada libidinosa, el madrileño apartó su mano con desdén y agarrándole la barbilla de forma violenta le dijo:

—¡Déjate de mamoneo y cámbiate! Quiero que el amigo Ramón vea lo perra que puedes llegar a ser.

El afeminado chico sin decir nada, salió corriendo en dirección a lo que parecían los dormitorios, miré a mis compañeros en busca de alguna explicación y solo obtuve una respuesta sarcástica por parte de Vladi:

—¡Espérate un momento, veras como te gusta nuestra perrita!

No había pasado ni dos minutos, cuando escuché lo que parecían unos ladridos, miré en la dirección de donde provenían y  vi aparecer al dueño del piso, iba  desnudo,  caminando a cuatro patas e intentando  remedar los movimientos de un perro. Una correa ancho de cuero, de la cual colgaba una larga cadena de acero, se ceñía a su cuello y de su culo emergía una especie de cola negra de plástico que, tal como intuí, perforaba su recto.

No le veía erotismo alguno  a la deplorable imagen del muchacho lanzando pequeños gruñidos y moviéndose como si de un chucho se tratara, es más, me parecía tan patético como falto de sentido. Volví a mirar extrañado a mis acompañantes, pero ambos estaban disfrutando tanto con el pequeño teatrillo del muchacho, que me ignoraron por completo. Cada vez entendía menos lo que pasaba, pero una curiosidad malsana empezó a gobernar mis sentidos y me deje llevar por ella.

Isra se agachó ante Rodri, agarró la cadena metálica que   pendía de su cuello  y tiró fuertemente de ella, arrastrando al débil muchacho de un modo violento por el suelo. Las facciones de la “perrita” se contrajeron en una mueca de silencioso dolor. El madrileño  una vez  lo tuvo a sus pies, le gritó enérgicamente:

—¡Límpiame las botas perra!

El calzado de mi compañero, después de toda una jornada laboral, estaba bastante sucio, mas eso no pareció importarle al sumiso joven que, sin reparos de ningún tipo, lamió gustosamente la negra superficie como un cachorrillo lo hace con un plato de leche.

La imagen del escuchimizado chaval, prostrado ante el impresionante cuerpo de mi compañero trajo a mi memoria imágenes de sexo enlatado. Recorrí detenidamente con la mirada a Israel y constaté que su físico  no tenía nada que envidiarles a los actores de aquellas películas

El madrileño era metro noventa de masa muscular, por el tamaño de su cuello y de sus bíceps sospeché que se había metido un poco de chasca.  Todo su cuerpo era un inmenso mazacote, enfundado en el oscuro uniforme su aspecto era de lo más imponente. No era mal parecido y su mandíbula cuadrada terminaba dandole  ese puntito canalla que tanto gusta a las tías.

 Inconscientemente, paseé la mirada por su bragueta y, por lo abultado de esta, intuí que doblegar a Rodri a su voluntad lo estaba poniendo como una moto. Cubierta por la oscura tela, se dejaba entrever una erecta barra de carne que pugnaba por salir.

Una vez se cansó de que el chaval lamiera sus botas, volvió a tirar contundentemente  de la correa y bajando la mirada le gritó:

—¡Limpia las botas de Ramón, perra!

Contemplar al muchacho avanzar hacia mí a cuatro patas, tal  como si fuera un servicial perrito despertó en mi interior unas sensaciones extrañas, sentirme dueño de la situación me excitaba de un modo que iba más allá de lo sexual. No sentía atracción de ningún tipo  hacia el joven que lamía el sucio cuero de mi calzado, pero ver como se subyugaba ante mí elevaba desproporcionadamente mi  lujuria.

Israel me cedió el control de la cadena y, sin decir nada, se internó en el fondo de la vivienda  con una familiaridad pasmosa.

 Me paré un momento a mirar a Vladi, el caliente cincuentón  sin despegar la mirada de mis pies no paraba de tocarse el paquete el cual parecía crecer más a cada momento. Sin pensármelo, obligué al sumiso muchacho a que chupara el cuero de sus botas.

Instintivamente llevé una mano a mi entrepierna, tenía la polla dura como una roca, aquello me excitaba de sobremanera de un modo que ni quería, ni podía comprender.

El madrileño regresaba de lo que parecía los dormitorios llevando en una mano lo que parecía un bote de lubricante y una caja de preservativos y la porra reglamentaria en la otra. Al llegar junto a nosotros, maquinalmente desenvolvió un preservativo y cubrió  el negro utensilio con él,  tras echar un chorro de lubricante sobre el envoltorio de látex, se agachó, sacó el dildo en forma de cola de perro del ano de Rodri, escrutó meticulosamente el dilatado orificio  con los dedos y dando una sonora palmada en las nalgas del desvalido chico, se dirigió a mí diciendo:

—Lo que más me gusta de esta putita es lo obediente que es, le tengo dicho que no quiero un puto pelo en el culo, ni en los huevos, pues lo último que quiero es que una maricona me pegue bichitos de esos—hizo una inflexión al hablar mientras tocaba los genitales del muchacho— y ¡no me veas como me obedece!…

Volvió a golpear el trasero del muchacho, como si arreara la grupa de un caballo y de un modo tan brutal como salvaje comenzó a introducir el fálico instrumento en el recto del debilucho chico.

Pese a que supuse que estaría acostumbrado a aquel tipo de brutalidades, el muchacho no pudo evitar encogerse de dolor cuando la porra comenzó a desgarrar sus entrañas y una mueca lastimera asomó a su rostro, entrelazo sus brazos alrededor de las piernas de  Vladimiro y apoyó su cabeza entre ellas.

Observé detenidamente a Israel, una expresión de satisfacción reinaba en su rostro, el muy cabrón estaba disfrutando de lo lindo con aquello, cuanta más porción de aquella artificial prolongación de su virilidad conseguía meter en el ano del muchacho, más se regocijaba en ello. El chaval tal como decían tenía un culo bastante tragón y poco después, sin demasiado trabajo, el negro sucedáneo de verga desaparecía casi por completo en sus esfínteres.

Continuará en : Un mariconcito para tres policías.

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