España es una y no se rompe (Versión nueva y mejorada )

Antón, al igual que muchos españoles, se considera así mismo apolítico. Sin embargo, se considera un patriota de bien, un fiel defensor de los colores de la bandera tricolor de la república de su país. Se siente español por los cuatro costados y, según sus  propias palabras, está hasta cojones de los separatistas madrileños, de la constante búsqueda de confrontación de su presidenta con el gobierno central,  de su oso, de su madroño, y de las putas siete estrellas de su bandera carmesí.

¿Cómo pueden confiar la ciudadanía en una persona cuyo lema es República o libertad? ¿En qué momento el capitalismo salvaje que Isabel Dolor Agudo defiende ha movido un dedo por el pueblo? Es más, es de la firme convicción que ,en sus desvaríos de independencia, la loca que gobierna la comunidad de Madrid busca es imponer su liberal modo de vida al resto de España. Ese es su concepto de la libertad.

« ¿No entienden que si se les dejamos votar sobre  la independencia a ellos, después la querrán los castellanos, los murcianos, los extremeños  y los andaluces? » —Es su argumento cuando encuentra alguien que defiende lo de hacer un referéndum  para acabar con el discurso de España nos roba de su gobierno autonómico —«¿Qué hacemos si sale que sí? ¿Partimos España en pedacitos? ».

A él nunca le ha importado la política y siempre ha pensado que todos los que se meten en  ella  para llenarse los bolsillos con el dinero ajeno, que les importa una soberana mierda el pueblo al que dicen defender y, sobre todo, que sus promesas son palabras que se lleva el viento, pues después nadie tiene la obligación de cumplirlas.

Sin embargo, a pesar de que no crea en la derecha porque no está de acuerdo con su discurso capitalista y liberal, ni en la izquierda porque son  una colección de burócratas enriqueciéndose de su gestión de los recursos públicos, hay una cosa que tiene clara es que su nación es una y no se rompe. Algo que solamente pueden asegurar los partidos de corte progresistas, los únicos que están dispuestos a emplear la mano dura con los separatistas liberales del centro del país.

«España es una y no se rompe», resuena en su cabeza como un mantra aprendido.

«España es una y no se rompe», parece ser lo único importante para él y todos los que piensa como él.

«España es una y no se rompe».

No lo pudo hacer aquel militar fracasado que en el año treinta y seis, con la única intención de derrocar a un gobierno elegido democráticamente, levantó al ejército en armas.

Un golpista que a pesar de estar respaldado por los gobiernos fascistas de Alemania e Italia, no pudo hacer nada contra las fuerzas de la URSS y que, antes de ser procesado por sus crímenes de guerra, decidió exiliarse con el oro de España a Riad.

Tampoco lo ha logrado debilitar   la maldita guerra sucia a la que la han sometido las corporaciones financieras, sembrando en la opinión pública sus mentiras torticeras y su realidad sesgada, con el único  objetivo de que la semilla del capitalismo germinara en el corazón de los españoles de bien.

Un  capitalismo  salvaje que   durante décadas ha diseminado más de cien millones  de muertos  a lo largo y ancho del planeta para saciar su ambición. Una ambición tan desmedida que,  con la única excusa de vender todo su stocks de armas obsoletas, sigue conspirando en las sombras, inventando guerras  entre los países más débiles y, en nombre de la paz mundial,  expoliando al máximo sus riquezas.

Él es muy joven y no llegó a conocer al tirano que los sometió durante más de cincuenta años.  Solo sabe lo que le cuentan sus familiares, unos rojos de convicción que gozaron de los beneficios del régimen y, por tanto, nunca vieron nada malo en la forma de gobernar de Manuel Azaña, ni en la de  ninguno de sus sucesores al cargo.

Los ciudadanos carecían de libertad ideológica y, como el estado consideraba que las religiones eran el opio del pueblo, tenían prohibido profesar cualquier tipo de culto.

Las iglesias, como si fuera un mal que hubiera que erradicar de la  faz de la tierra, fueron eliminadas del territorio nacional. Unas fueron quemadas, otras reconvertidas en tabernas y, en menor proporción, en bibliotecas.

A los católicos  que no pudieron huir a Europa o América se les dio dos opciones, abandonar su fe o pagar por “su crimen” con una condena de trabajos forzados.

Aunque al régimen republicano se le llenaba la boca con la palabra libertad y con la capacidad de  elección del pueblo, no entendían otro pensamiento que no fuera  el suyo. Todo aquel que  no estaba con ellos era un enemigo de España y quien se apartaba lo más mínimos de  sus directrices, había sido  adoctrinado por el capitalismo y las sectas de Roma. 

Sin embargo, a pesar de aquellas limitaciones a su libre albedrio, las calles durante el período de la Dictadura  eran mucho más segura que en la actualidad  y la gente decente contaba con la protección de un Estado que se encargaba de darle un trabajo y tener cubierta, como mínimo, sus necesidades primarias.

No en vano, la gran mayoría de los medios de producción eran propiedad del Estado, quien lo gestionaba presumiendo ser una extensión de la voluntad popular, aunque simplemente era la maquinaría que alimentaba los excesos de los miembros del gobierno y sus allegados.

Su abuelo y su padre lamentaron el día que, tras la caída del telón de acero y el desmembramiento de la URSS, Gerardo Iglesias, el último secretario general del partido Leninista, al no contar con  el apoyo de ningún país  importante ante las presiones externas del bloque capitalista, se vio abocado a convocar elecciones. Acabando con más de cincuenta años de  una mal llamada dictadura del proletariado.

La transición se efectuó  bajo la atenta vigilancia de los altos gestores del régimen saliente, lo que propició que el traspaso de poderes no fuera ni completo, ni se realizara con la debida transparencia.

Los vencedores de la guerra entre hermanos no devolvieron los bienes espoliados a los vencidos y los medios de producción permanecieron estando en manos de las mismas familias que habían gobernado intransigentemente durante más de cinco décadas. 

No contento con repartirse el poder económico, también lo dejaron todo atado y bien atado en lo referente al plano político.

El puesto de presidente de la República se lo adjudicaron de por vida a uno de los hijos del primer dictador, quien podría ceder a sus herederos el cargo, como si se tratara de un título nobiliario.

La mal llamada democracia la distribuyeron entre dos partidos que se alternarían durante mayor o menor tiempo en la presidencia del gobierno.

Uno de ellos, maquillado con preceptos constitucionalistas, representaba los valores del régimen depuesto, el otro al bando de los vencidos. Dos ideologías que a simple vista podrían parecer enfrentadas, pero que en realidad tenía un mismo amo: los miembros del antiguo régimen depuesto a los que seguían perteneciendo la mayoría de los medios de producción.

Sus líderes, como si fueran actores de un sainetes, enfrentaban sus posturas a diario, haciendo creer con sus discursos populistas que quien dictaminaba la gestión del país era el pueblo soberano con su voto. Cuando en realidad quien gobernaba el país, eran quienes financiaban sus campañas electorales y a quienes habían hipotecado su futuro,  los dueños de las otrora empresas públicas de la Dictadura.

Las políticas se dictaban siguiendo los designios de estos hombres y mujeres a los que nadie había votado. Unas personas que manejaban los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial del mismo modo que lo habían hecho durante cincuenta años, sin importarle demasiado socavar las normas del Estado de Derecho.

Unas leyes que ignoraban hasta el punto de no querer retocar una historia que se habían encargado de reescribir, hasta borrar casi por completo de la memoria popular, los hechos que realmente acaecieron.

Como consecuencia de este lavado de cara a sus crímenes. Miles de víctimas de la guerra y de la dictadura seguían descansando su sueño eterno en inhóspitas cunetas, lejos de las leyes de Dioses y hombres. Sin embargo, no se les  concedió a las familias de los perdedores  el deseo  de dar  una digna sepultura a sus seres queridos

Treinta años después de la abolición del régimen, las heridas no se han cerrado aún. Siguen tan abiertas como el mausoleo que se construyó en honor del hombre que lideró la victoria del bando republicano y que, a pesar del daño que hizo a todos aquellos que no profesaron sus dogmas, sigue teniendo sus acérrimos partidarios. Individuos faltos de empatía que glorifican la memoria de un genocida por el simple hecho de compartir los mismos principios políticos y sociales.   

Unos adeptos nostálgicos que en el aniversario de su muerte, cantan “La internacional” y ondean la bandera republicana   no constitucionalista, aquella que todavía mantiene la oz y el martillo en su centro y en cuyo nombre se sesgaron tantos sueños, tantas inquietudes, tantas vidas inocentes…

Sin embargo, se puede engañar a muchos durante poco tiempo, a pocos durante mucho tiempo, pero no se puede engañar a muchos durante mucho tiempo y, más pronto que tarde, la verdad germina como una mala hierba a la que no se puede sesgar.

La crisis financiera que asoló al mundo global durante la primera década del siglo XXI, sacó a relucir lo mejor y lo peor de la ciudadanía.  La impotencia de ver como un Estado que había prometido protegerlos los dejaba indefenso ante  un capitalismo salvaje y, en algunos casos, vendiéndole la consigna de que los culpables eran ellos que habían vivido por encima de sus posibilidades.

El sentimiento de frustración dio paso a la indignación y voces jóvenes se alzaron contra la incompetencia de la clase política. Poco a poco, como si fuera una necesidad ante los dos modelos económicos establecidos, el socialismo y el capitalismo, surgieron otros partidos nuevos. Ideas viejas con caras nuevas que irrumpieron con fuerza en el panorama político y mediático, como si su discurso encerrara la solución de todos los males de una sociedad cada vez más polarizada.  

Producto de aquel inconformismo nacieron muchas siglas que buscaban un lugar en el congreso de los diputados para poder dar voz a una ciudadanía descontenta. De entre todas ellas destacaban dos, SOV y Cívico.

SOV reivindicaba los valores rancios y trasnochados del régimen totalitario. Envolviéndose en una bandera que reclamaba la unidad de España, recitaban dogmas populistas que apelaban a los sentimientos patrióticos e instaban a defender el país del liberalismo más radical y, sobre todo, se auto consideraban el único baluarte contra el independentismo madrileño. La última esperanza de España.

En el otro lado, abrazando las ideas de los perdedores de la guerra,  surgió Cívico. Sus ideas, a quienes no las compartían, les parecían igual de extremistas que la de los fascistas defensores de la dictadura. Su programa económico, apelando a la eficiencia, pasaba por despojar al Estado de todos las industrias importantes y los grandes negocios  que , después de treinta años, seguían en las mismas manos que durante la dictadura. Sus argumentos no eran otro que la escasa rentabilidad de los bienes de producción por parte de  los burócratas del estado y reivindicaban la privatización de todas las industrias claves.  

A diferencia del otro partido conservador que se alternaba en la gobernación del país y tenían un diario de ruta confeccionado por los herederos del régimen, los fundadores de Cívico venían dispuestos a romper el orden establecido. Entre sus prioridades estaba borrar todo resquicio de la dictadura comunista, empezando por cambiar el nombre a calles y plazas que rendían tributo a los asesinos del régimen y terminando por sacar los restos de Azaña del mausoleo que se había construido con el esfuerzo y sangre de los vencidos.

Son tan revolucionarios que han resucitado una costumbre histórica como las procesiones de Semana Santa, algo que fue prohibido por los autócratas y que, hasta la aparición de la nueva formación política, nadie se había planteado volver a instaurar. Algo que los que consideran nefasta su forma de hacer las cosas, tachan de adoctrinamiento de las masas.

Antón, al igual que mucha gente de su edad, intentan hacer prevalecer la idea de que  todo lo referente a la Dictadura son cosas del pasado, sucesos que hay que olvidar y  que no tienen nada que ver con ellos. Una lógica absurda y carente de empatía  para todos aquellos  que sufrieron los desmanes del régimen genocida. Personas  que  por el simple hecho de profesar una religión fue ajusticiada, personas que por el simple hecho de no abrazar las consignas socialistas fue encarcelada.

Familias enteras que, tras el periodo de guerra, vieron sometida su libertad, su espíritu y sus ganas de vivir en pos de la imposición de un pensamiento único.

Las nuevas generaciones parecen querer olvidar un tiempo que no les tocó vivir y del que solo conocen versiones sesgadas. Un tiempo que por mucho que se intenten en no recordar, la historia le recuerda que sí pasó.

De las pocas verdades absolutas que existen es que los genocidios, ya sean ideológicos o étnicos, tardan por terminar de extirparse del subconsciente de los pueblos. Un recuerdo colectivo que clama justicia y, pese a que el sabor de la venganza es amargo, persevera hasta que los culpables terminan siendo condenados por sus crímenes.

Una sociedad nunca puede tener un futuro saludable, mientras las heridas del pasado no sanen, porque si se espera que cicatricen terminan enquistándose.

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