Mi programa favorito (Inédito)

Nos habríamos podido llevar de maravilla, si no fuera por la a gran envidia que me tienes desde siempre. Ese es tu gran problema, ese resentimiento hacia mí  que te corroe por dentro.

Ambicionar lo que yo tenía y tu afán de protagonismo te hacían la peor de las criaturitas, con apenas dos años de edad tu única razón de existir era hacerle la vida imposible a tu hermana de cinco. Te encaprichabas de todos  mis juguetes y al final, para no escuchar tus escandalosos llantos, tenía que dejar que los rompieras. Lo malo es que nunca me compraban otros, como si me castigaran por tu nefasto comportamiento.  

Por tu culpa, nunca tuve una infancia como las demás niñas. Cuidar de ti, mientras  nuestra madre realizaba las tareas de la casa, fue una obligación para mí desde el primer día que llegaste a este mundo. Una cruz que tuve que soportar en el  doloroso calvario en el que fuiste transformando  mi vida desde tu llegada a este mundo.

Lo peor era cuando mamá me preguntaba que si me gustaba estar contigo y yo, para que no pensara que era una niña mala, le decía que me encantaba. Cuando la realidad era que te destetaba hasta decir basta. Eras solo un bebé que chapurreaba sus primeras palabras, pero yo ya intuía el demonio travieso que habitaba en tu interior.

Sin embargo, si tu querer ningunearme, quitarme todo lo que era mío por derecho propio se hubiera limitado al ámbito familiar. Posiblemente lo hubiera podido soportar. Pero no fue así. Tuviste que seguir metiendo el dedo en  la llaga, con la única intención de provocar mi dolor, como si aquello te reportara un perfido placer.

Cuando alcanzaste la edad de salir a jugar a la calle con las niñas del vecindario, tú, en ese empeño dañino de hacerme sombra, te mostrabas simpática y bondadosa con todo el mundo. Lo que te llevo a conseguir que las demás prefirieran tu compañía a la mía. Incluso de las que tenían mi edad.

Si estar con nuestras amigas sintiéndome un cero a la izquierda fue terrible, mucho más grave fue cuando comenzaste a ir a la escuela. ¿Por qué tenías que esforzarte en hacer tus tareas y ser de las mejores estudiantes del centro? ¿No pensaste que con ello dejabas patente la realidad  de  que no me gustaban los estudios y no que las materias fueran demasiados  difíciles? ¡Qué pregunta más tonta! De sobra lo sabías, actuabas así para dejarme en evidencia ante papá y mamá, ha sido lo que te ha movido toda la vida: ridiculizarme delante de los demás.

Pero todas esas humillaciones no fueron suficiente para ti.  Conforme fueron pasando los años seguiste tensando la cuerda. Como si me estuvieras poniendo a prueba constantemente, para comprobar hasta donde era capaz de permitir tus desaires, tus aires de grandeza y esa capacidad tuya de acaparar la atención de todos. Siempre te comías el mejor y más grande trozo del pastel, dejando para mí  solo las migajas que caían sobre el mantel.

Nunca olvidare  el día que me quitaste el único chico que me gustaba, el único que se comportaba simpático y amable conmigo.  Haciéndote la inocente, antes de empezar a salir con él, argumentaste que era tan tímido que, como no se atrevía a hablar directamente conmigo, charlaba conmigo para romper el hielo, para ir acercándose a ti.

Fue oír aquella explicación tan absurda de tus labios y estuve  a punto de explotar. No obstante, me mordí la lengua y aguardé a que te cansaras de él  para darle  a Vicente todo el apoyo y cariño que seguro tú no supiste darle, pues no estabas enamorada de él, si flirteabas con él, era exclusivamente para chincharme, para hacer más visible tu aparente superioridad sobre mí

De nuevo, con la única intención de destrozar mis ilusiones y de llevarme la contra, no terminaste tu noviazgo  tal como yo esperaba que hicieras. Sino que al contrario, formalizaste tu relación con él, te comprometiste y formaste una familia. Un privilegio que a mí,  por ser la fea y antipática de las hermanas Martínez, me fue negado de por vida.

Jamás tuve novio y, como buena solterona, me quedé a vivir con papá y mamá, ya que, por tu culpa, siempre me considere una fracasada y  nunca me vi preparada para enfrentar el mundo laboral pues habías conseguido que el mejor concepto que tuviera de mí misma fuera que era una inútil integral, alguien buena para nada.

Los años pasaron y mientras yo veía marchitar mi cuerpo entre cuatro paredes en las que, inevitablemente, me había enclaustrado, tú seguías disfrutando  de la compañía de un hombre estupendo que calentaba tu cama y con el que habías tenido tres niños maravillosos. Unas criaturitas a las que no podía evitar querer, pues eran el reflejo claro de los hijo que yo podría haber engendrado  con quien había estado predestinado  a ser mis esposo, si tú no te hubieras inmiscuido.

Para hacer más insoportable aún mi infierno terrenal,  nuestros progenitores enfermaron. El primero a quien me tocó cuidar fue a papá. El muy desgraciado siempre había sido un fumador empedernido  y al final el vicio le pasó factura. En sus últimos meses, a pesar de que yo era quien lo cuidaba las veinticuatro horas, quien pasaba las noches en vela con él y se desvivía por su estado de salud. Jamás tuvo una palabra amable para mí, al contrario rara era la noche que no la pasaba en vela escuchando sus lamentos y plegarias.  

Sin embargo, cuando tú aparecías para hacer tu visita de cortesía, a nuestro padre se le iluminaba el rostro y no podía disimular  que tu presencia durante unos escasos  minutos lo reconfortaba más que la mía a lo largo de tantas horas. Nunca dije nada, no me quejé jamás. Sin embargo, los días que venías a visitarlo y él te mostraba la mejor de sus sonrisas, no le daba su dosis de morfina, sin importarme que se retorciera de dolor. Total se quejaba igual sedado que sin sedar. Si tenía alguna queja de cómo me comportaba con él, lo único que tenía que hacer es llamar a su  a su hija favorita para que viniera a pincharle. Yo tenía claro que no lo iba hacer.

No sé si tuve alguna responsabilidad en el asunto, pero un día que, harta de tanto desprecios por parte de nuestro progenitor, decidí no darle la medicación. Nuestro Señor se lo llevo hundido en un pozo de dolor y lamentaciones. La verdad es que descansamos los dos, él porque no tenía ninguna calidad de vida y yo porque me estaba esforzando en vano, pues su final estaba escrito desde el día que le diagnosticaron la fatídica enfermedad.

Tras la muerte de papá, mamá pareció apagarse como una vela a la que se le acababa la cera. Daba la sensación de  que había perdido las ganas de vivir, como si no le importara dejarme sola y desamparada. Si hubieras sido tú la que dependiera de su pensión para vivir, seguro que hubiera sacada las ganas de vivir a pasear. Pero como era yo, se hundió en una depresión tan fuerte que hubo hasta que medicarla y todo.

Si fue insoportable cuidar de nuestro padre, convivir con una tarada atontada por las pastillas no fue más fácil. No solo debía cuidarla sino que tenía que encargarme de todos los quehaceres domésticos. Unas actividades tan aburridas que, como tú bien sabes, nunca me interesaron demasiado aprender y no se me daban demasiado bien.

Los vasos siempre rebosan con la última gota. En mi caso fue tus constantes visitas, con la única intención de supervisar lo que yo hacía y disponer de mi tiempo como si fuera tuyo. De tu boca solo salían reproches, no te agradaba la forma en que llevaba la casa, no te parecía bien los alimentos precocinados que le preparaba a mamá y no te cortabas un pelo en decirme que la tenía un poco desatendida.

Aquel día por primera vez te enseñé los dientes y, al ver que no era el dócil corderito que imaginabas, me pediste perdón, prometiendo pasar de vez en cuando a echar una mano con mamá tanto como con los quehaceres domésticos.

Si era todo un suplicio soportar a la descerebrada en que se había convertido mamá, más irritante eran tus visitas entrometiéndote en todo momento en mis cosas.  Con la excusa de que venías a echarme una mano, lo único que hacías era recordarme lo asquerosamente perfecta que eras y el fracaso humano que yo había acabado siendo.

Una noche, hasta el moño de todos tus remilgos y de las idas de olla de nuestra madre. Decidir dar un paso al frente y librarme del desecho humano al que me estaba dedicando a cuidar, veinticuatro horas, siete días a la semana. La atiborré de Diazepan, una caja completa, y monté el escenario para que pareciera que había sido ella que, con el estado de ánimo  que tenía, se las había tomado queriendo acabar con su vida.

Aunque sobrevivió con un buen lavado de estómago, la cosa se le complicó y no llegó a abandonar el hospital.

Unas cuantas lágrimas bien echadas y pareció que se me había roto el corazón con su marcha. Cuando en realidad estaba respirando una sensación de libertad que nada tenía que ver con el luto.

Sin embargo, muerta la perra no se acabó la rabia. La enfermedad de papá se había comido todos los ahorros y, al ser la vivienda de alquiler, solo heredamos deudas.

Desahuciada y una maleta con más recuerdos que objetos de valor, me vi obligada a alojarme en tu casa pues tenías bastante sitio libre desde que tus hijos vivían en el extranjero. Unos triunfadores natos con unas carreras universitarias que les habían catapultado a puestos relevantes y mejor pagados.

Por mucho que tu marido y tú me dijerais que me comportara como si estuviera en mi casa, me  sentí extraña, una pedigüeña que mendigaba  las sobras de la maravillosa vida que te habías montado arrebatándome el hombre de mis sueños. Vicente, por mucho que tú dijeras que estaba locamente enamorado de ti, seguía bebiendo los vientos por mí. Nada más había que ver con la amabilidad que me hablaba, lo que se preocupaba porque yo me sintiera a gusto en vuestro hogar y como se esforzaba porque yo me integrara  en vuestra rutina familiar.

Tantos mimos hicieron florecer en mi la ilusión de disfrutar  cada minuto de cada día y mi corazón volvió latir acelerado al compás de unos sentimientos que creía olvidados. Me sentí como un ave fénix que resurgía de sus cenizas y, aunque el espejo me recordaba que era una sexagenaria que se estaba marchitando, yo me peinaba, maquillaba y vestía con el único propósito de sacar el espíritu joven que habitaba en mí.

Un día que me invitaste a salir con tus amigas a tomar café, decliné la invitación argumentando que tenía un poco de jaqueca.  Para que te creyeras mi mentira, me tomé una pastilla y me eché un poco en la cama. Un paripé con el único objetivo de quedarme  a solas con tu marido.

Vicente, tal como yo esperaba, no tardó en subir a ver como me encontraba. La cara de sorpresa que se le quedó cuando me vio completamente desnuda en la cama, ofreciendo mi virginidad a su virilidad, no tenía parangón.

Contrariando mis planes se puso a gritar como un energúmeno, llamándome cosas que yo jamás pensé que pudieran salir de su boca. ¿Cómo podía rechazarme con lo profundamente enamorado que estaba de mí? Solo quedaba una explicación, lo tenías bajo el influjo de un hechizo. Había escuchado en televisión  en más de una ocasión que algunas mujeres recurrían a la brujería para seducir a la persona deseada, pero jamás creí que pudiera ser cierto. Hasta aquel momento que lo comprobé en primera persona.

Me amenazó con contarte mi travesura para que me echaras de vuestra casa. Intenté excusarme, le supliqué que me perdonara. Pero el influjo de tu conjuro era tan grande que estaba tan fuera de sí que no quedaba ningún resquicio de la gran pasión que sentía por mí, en sus ojos y en su rostro solo había lugar para una sensación de asco inmensa.

Me sentí tan dolida que discutí con él, intentándole hacer entrar en razón. Me llamó desquiciada, llena de ira lo ataque y forcejeamos con la mala suerte que resbaló y cayó escaleras abajo desnucándose.

Se me rompió el corazón al ver el mar de sangre que manaba de su cabeza, pero tenía claro que si no podía estar conmigo, no estaría con nadie y mucho menos contigo.  

Borré las huellas de mi delito y la policía dio por válida mi versión del accidente. ¿Cómo iban a sospechar de una frágil anciana? Era más lógico que una persona mayor hubiera tropezado en unos escalones resbaladizos que pensar que su cuñada lo había matado en defensa propia.

Fueron unos meses muy dolorosos, ambas teníamos el corazón destrozado por la pena y las lágrimas inundaban nuestros ojos a la menor excusa. Aunque me repugnabas más que nunca, en parte porque no quería que se descubriera mi pecadillo, en parte porque no tenía a donde ir, permanecí a tu lado para hacerte más llevadera tu soledad.

No obstante, a diferencia de mamá, no te viniste abajo, sino que te enfrentaste a lo que te había deparado la vida con mayor fuerza y, como siempre, te empeñaste en convertir mi existencia en un verdadero calvario.

Tacaña como eras, a pesar de la buena situación económica que te había dejado Vicente, seguiste sin contratar a una asistenta que te ayudara a limpiar, planchar, fregar y demás quehaceres caseros. Para eso me tenías a mí, a la que solo tenías que dar un plato de comida.

No solo me tenías deslomada como una esclava, sino que encima no me dejabas ver mi programa favorito. Raro era el día que  no cambiabas de canal con la excusa de que Jorge Javier es así, Carlota es asao  o que Belén era una golfa. ¿Cómo podías  ofender a  mi diva, la princesa del pueblo? Envidia, lo que yo te diga, pura envidia.

No contenta  con quitarme mi entretenimiento, ponías los documentales de la dos con la única intención de fastidiarme. ¿Desde cuándo te interesaba la vida de las ballenas y los delfines? Menos mal que te quedabas dormida pronto y por lo menos un par de horas de tertulia podía ver.

Pero hoy te has pasado, en esos alardes que te dan de intelectualidad,  no solo has cambiado de canal, sino que has dicho que  “Sálvame” es un programa de analfabetos, que por culpa de cosas así el país va como va, que la gente cada vez es más inculta y más mal educada.

Sé que esperabas que te dijera algo y comenzar una de esas discusiones que tanto te gustan a ti. Pero no dije nada, simplemente me levanté, fui a la cocina, cogí el cuchillo más afilado y, antes de que te pudieras dar cuenta, te rebané el cuello.

¿Has visto, Doña Perfecta, donde te ha llevado tu cochina envidia?

Bueno, me dejo de cháchara que hoy le toca a Paz Padilla y ya va a llegar al plató y no me quiero perder ni un segundo.

En cuanto terminé el “Sálvame Banana”, llamaré a la policía y le contaré lo que ha pasado. Sé que, como siempre, me echaran la culpa a mí de lo que ha pasado y me mandaran a prisión. En fin, tampoco salgo tanto  a la calle y allí no me faltará de comer. Y seguro que puedo ver mi programa favorito todos los días sin que nadie me moleste.

¡En la que me has metido por ser tan envidiosa!

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