Abril 1999
Manuel se empapó los dedos con una buena cantidad de saliva y se los llevó al culo, de un modo bastante mecánico. El chulazo del pollón acerco su miembro viril al centro de sus nalgas. La prepotencia y la soberbia se pintaban en cada uno de sus ademanes. Sin ninguna contemplación, empujó para meterla en el estrecho orificio.
Si me hubiera tenido que atener al rictus de dolor que se dibujó en la cara del chaval, mi única conclusión es que no le estaba produciendo ningún placer, sino que, por el contrario, le estaba regalando un tormento insoportable.
Aun así seguía con la espalda encorvada y con el pompis hacia fuera, permitiendo que aquel enorme cilindro profanara su vientre de un modo que me resultó hasta cruel.
Mi lado más oscuro fue dominando mis instintos y mi excitación ante la situación fue in crescendo. Estuve tentado de sacarme la churra y propinarme un soberano pajote, pero no lo hice. Más por vergüenza que por falta de ganas.
Tenía los nervios a flor de piel y cuanto más intentaba ser dueño de mis emociones, más tiraban estas de mí. Era como si mis impulsos fueran un caballo desbocado al que no pudiera domar y me llevaba hacía donde él quisiera cabalgar.
Intentaba poner en orden mis pensamientos. Analizar que me había llevado a estar mirando como follaban aquellos dos como un pasmarote. Por más que revivía los momentos anteriores a aquel encuentro, menos explicación encontraba a mi comportamiento. Tan perverso, como estúpido.
Aquella tarde empezó como otra cualquiera.
El verano comenzaba a asomarse por la esquina y una avanzada primavera nos tenía a todos con la sangre bastante alterada. Había descubierto de la mano del padre de mi mejor amigo, lo placentero que era el sexo entre hombres.
Una historia que fue bonita el efímero tiempo que duró y que me dejó bastante tocado. Descubrir de primera mano lo egoísta y mezquina que puede llegar a ser la gente que nos rodean. Su único interés en mí fue el sexo y se valió de mi ingenuidad para iniciarme en las perversidades del sexo homosexual.
Aquel hombre abrió en mí una caja de Pandora. De ser un chico inocente y tímido a quien el sexo le importaba en la justa medida, me transformé en un puto salido que estaba a todas horas pensando en poder echar un polvo.
A mis veinte años vivía una adolescencia tardía, pero seguía todavía con las hormonas revueltas como si tuviera dieciséis. Andaba tan caliente que raro era el día que no me hacía entre tres y cuatro pajas.
Se notaba la cercanía del periodo estival, además del aumento de las temperaturas, los días eran más largos. Por lo que la caída del sol era toda una invitación para no quedarse en casa. Con la Semana Santa dejada atrás, las ganas de darse una vuelta por la playa empezaba a estar presente.
Todavía no eran demasiados los turistas que había por la costa, solo unos pocos de aquellos que poseían una segunda vivienda en el pueblo, la mayoría sevillanos. Con lo que los bares de la plaza de Sanlúcar ya empezaban a estar salpicados de miarmas, illos, y demás muletillas tan propias de ellos.
Pese a que todavía había poco material foráneo en la zona, todas las tardes que mis estudios y quehaceres en la granja de mi tío me lo permitían, me daba una vuelta por Punta Candor. Mi único objetivo era echar un polvo furtivo en la zona de cruising limítrofe con la playa. Algo que, salvo que no encontrara nadie que me gustara aunque fuera un poquito, normalmente se convertía en prueba superada.
En mi contra he de decir que, le daba tan poca importancia al sexo rápido con un desconocido, que tampoco era demasiado exigente. Que no fueran ni demasiado viejos, ni demasiado feos, ni tuvieran un físico excesivamente desagradable eran mis únicos requisitos. Con que tuvieran una buena boca, un buen culo o una buena polla me conformaba.
Prefería ligar pronto con un tío que no estuviera demasiado mal, que hartarme de dar vueltas en busca de un chulazo que pocas veces terminaba por aparecer. Los tíos buenos solían estar pillados y , en las pocas ocasiones que aparecían por allí, en vez de un tío para desahogarse, parecía que estuvieran haciendo un casting para una súper producción de Hollywood.
Empezaba hacer un poco de calor durante el día, pero por las tardes la temperatura bajaba bastante. Mi indumentaria era únicamente una delgada camisa blanca y unos vaqueros, pero, por si después refrescaba, llevaba una cazadora de verano en la mano.
La prenda de la parte superior se pegaba bastante a mi cuerpo mostrando de forma vanidosa los músculos de mi tórax y mis brazos. Los pantalones, aunque no excesivamente estrechos, me hacían un buen paquete y un buen culo. Estaba orgulloso de mi cuerpo. También sabía, por mi éxito entre las chicas, que no era nada feo.
En las tierras del sur, donde es más habitual es que la gente sea de cabellos negros o castaños, era normal que un rubio con los ojos azules destacara.
Consecuente con mi atractivo. Me vestía de manera discreta, pero intentando provocar el máximo posible. No es que fuera gritando a los cuatro vientos: «¿Quién quiere follar conmigo?», pero tampoco escondía que tenía ganas de jaleo.
La chaqueta de entretiempo servía además de para cubrirme del frio, el de guardar en uno de sus bolsillos los preservativos y el bote de crema lubricante. Lo normal era que te pegaran una buena mamada, pero podía ligarme a un tío que le apeteciera que me lo follara también. Por lo que había que ir preparado.
Algo que aborrecía del sexo en aquella arboleda junto a la playa era las pocas precauciones de alguna gente. Algunos tíos follaban a pelo, sin parecer importarle demasiado si acababan pillando una enfermedad venérea o no. Con lo que, siempre que veía practicar sexo no seguro, borraba a los participantes de mis candidatos para echar un kiki rápido.
Me dirigía a la zona de “caza”, con determinación. Mi talante podía parecer el de alguien seguro, capaz de enfrentarse a la realidad, pero era otra mentira más de la que contaba a los demás.
Me daba un autentico pavor que algún conocido me pillara deambulando por los pinos que rodeaban aquella playa. Sumase una más nueve y se llevara una con respecto a mis verdaderas intenciones en aquel sitio y aquella hora.
Si algo tiene Sanlúcar de Barrameda es que los rumores se propagan como la pólvora. Bastaría que ese alguien le confiara a un amigo su descubrimiento para que todo el mundo en el pueblo terminara sabiendo que Selu, el hijo de la Mariquita la de la Huerta, hacia honor al apodo de su madre y era un pedazo de maricón al que le gustaban los nabos y demás hortalizas largas.
Por aquel entonces, todavía no tenía muy asimilada mi condición sexual y pensaba que ni mi familia ni mis amigos la aceptarían. Ni en mis mejores sueños, pude imaginar la reacción de mis seres queridos cuando le conté mis verdaderas inclinaciones. No solo me brindaron su comprensión y su cariño, sino que en ningún momento lo vieron como algo de lo que tuviera que avergonzarme.
En mi inmadurez, solo imaginaba su rechazo. Pero por mucho pánico que me diera lo que pudieran pensar las personas que me importaba, no tenía la suficiente fuerza de voluntad para reprimir la enorme calentura que me embargaba y visitaba aquel bosque de perversión más veces de las que me hubiera gustado.
Mi proceder habitual por aquel entonces siempre era él mismo. Buscaba alguien con quien colmar mi hambre sexual y, una vez había saciado mi apetito, abandonaba el lugar sintiéndome la persona más sucia del mundo. Preguntándome de manera insistente que habían hecho mis padres mal a la hora de educarme para que pudieran gustarme tanto aquellas depravaciones.
Había asimilado que me gustara la carne que cuelga en vez de las rajas, pero no me entraba en el coco que, para desahogarme, tuviera que recurrir a un polvo rápido con extraños. Personas con las que únicamente me unía las ganas de intercambiar fluidos. Individuos que, por mucho que me atrajeran, me parecía todo tan sórdido y guarro que era imposible que pudiera llegar a algo más.
Llegué a la zona del campo de futbol sobre las ocho de la tarde, una hora excelente para echar un polvo rápido y evitar tropezarme con alguien que no estuviera por allí buscando lo mismo que yo. A pesar de mis tremendas precauciones, me aterraba encontrarme a alguien del pueblo y verme en la obligación de saludarlo. Porque hacerse el despistado no evitaban que los demás te vieran, solo dejaba en evidencia tu grado de gilipollez.
Era joven, pero no era tonto. Tenía claro que no era el único de Sanlúcar que le gustaban los rabos, ni tampoco el único que visitaba aquel bosque en busca de un buen meneo. Aun así, me incomodaba bastante que, aquella parte de mi intimidad que tan celosamente guardaba, se pusiera al descubierto por la indiscreción de un maricón bocazas.
Tampoco estaba por la labor, por muy bueno que estuviera, de liarme con alguien para quien no fuera simplemente una persona anónima. Quedé bastante escarmentado con mi experiencia con Armando, el padre de mi amigo Samuel.
A partir de que dejé de verme con él, uno de mis lemas en el bosque aquel era la de tener sexo únicamente con desconocidos. Si era posible, forasteros. Con lo que las implicaciones sentimentales y de amistad, serían como pañuelos desechables.
Por el gran número de vehículos que se encontraban aparcados en la explanada que daba acceso a las pasarelas de madera que conducían a la playa, llegué a la conclusión de que aquella tarde mucha más gente había tenido la misma idea que yo: tener sexo guarro con los pinos de decorado.
Lo malo de frecuentar un sitio de cruising, es que más tarde o más temprano terminas montándotelo con la mayoría de los habituales. Algunos porque realmente me habían atraído en un principio, otros porque aquel día había tan poca gente que consideré que era lo mejor que se podía conseguir, como una especie de premio de consolación, otros porque se acoplaron un día que estaba demasiado caliente y me lo monté con más de uno… Sexo en público y exquisitez pocas veces van de la mano.
Curiosamente, quizás porque un buen físico es solo una buena carta de presentación. Había terminado repitiendo en más ocasiones con aquellos individuos que no me habían entrado por el ojo en un principio que con los que sí. Que un tío esté bueno, no garantiza que eches un buen kiki.
En mi opinión lo que sucedía con aquellos tíos, era algo de lo más lógico. Al no ser unos chulazos de calendario con unos pollones de estrellas porno, se le presentaban menos ocasiones de estar con un jovencito de veinte años y aprovechaban la oportunidad con más ganas que los otros. Unos tíos con un buen físico o un buen rabo para los que simplemente era un chaval mono a quien chupársela o hacerse una paja con él.
Paradójicamente, los que tenían mejor físico y eran más guapetes, solían ser más sosos y más retraídos a la hora de ponerse guarros. Era como si a la hora del sexo hubiera clases y cuanto más alto fuera el concepto que tuvieran de ellos mismos, menos se hundían en el fango de la lujuria, por muchas ganas que tuvieran.
La experiencia me había enseñado que si quería que me pegaran una buena mamada y, con un poco de suerte, me dejaran petarle el culo, debían ser tíos normalitos. Si pertenecían al club de los que se llevaban todo el día mirándose al espejo diciendo lo guapo que eran y lo bueno que estaban, solo conseguiría una paja mutua con la sinfonía cansina de la pregunta «¿Te gusta cómo te la meneo?» o la más habitual «¿Te mola mi rabo?»
Como no era muy amigo de dorarle la píldora a nadie, por mucho que se lo mereciera. Cuando daba con un miembro de aquel club tan selecto rara vez echaba un polvo en condiciones. Podía pasar que me terminara corriendo demasiado pronto o que se me agachara escuchando tanta monserga.
Conforme me iba internando en el camino a la playa, se me iba acelerando el pulso y me iba excitando de una manera bestial. Solo hacer una previsión del sexo guarro que me podía llegar a encontrar, hacía que un escalofrío me recorriera por todo el cuerpo y la picha se me pusiera como una roca.
Con las hormonas revolucionados y cualquier estimulo pecaminoso era suficiente para empalmarme. Luego estaba el poder que el sabor de lo prohibido tenía sobre mi libido. Más del que me hubiera gustado.
Fue llegar al coto de caza del ligoteo y lo primero que me encontré fue a los que todo el mundo llamaba los maricones de guardia. Unos individuos que parecían que su única ocupación por las tardes, era estar allí en una constante búsqueda del nabo perdido.
Sin embargo, para mi satisfacción, no eran los únicos. Tal como suponía había overbooking y además de mucho maricón vicioso, se podía ver algún que otro hetero curioso despistado. Esto último, lo deduje porque, en vez de mirarme desafiante como si fuera un pedazo de carne con el que follar, agachaban la mirada, como si con ello pudiera esconder su presencia de mí y pasar desapercibidos.
Pese a que ya llevaba bastante tiempo practicando el deporte de la caza del tío follable por aquel pinar, me comportaba como si fuera la primera vez que partía un plato. Aunque he de reconocer que he evolucionado en otras facetas de la vida, mi modus operandi a la hora de ligar en un sitio de cruising sigue siendo hoy el día, más o menos el mismo que tenía por aquella época. ¿Para qué arreglar lo que funciona?
Supongo que cauno, tendrá sus caunidades y tendrá una táctica que le funcione, en la mayoría de los casos, a la hora de pillar cacho en estos lugares de sexo al aire libre.
En mis años de experiencia, he podido observar estrategias de lo más variadas. Hay quien tiene la manía de dar vueltas de un lado para otro de manera incesante, buscando no sé quién. Yo los llamo, los deportistas.
Otros se esconden entre la maleza, en un sitio que ni están demasiado a la vista de la gente, ni demasiado escondido. Se ponen a pajearse y esperan que alguien se acerque para terminar el trabajo. Yo los llamo, los churracebo.
Los hay también que se dedican a sacarse la picha y a fingir que mean con la única intención de que alguien se quedé prendado del tamaño de su miembro, le haga una paja, una mamada o lo que venga al caso. Me gusta llamarlo los verduleros: «¡Señores, miren el buen nabo que tengo! ¡Qué me lo quitan de las manos!»
Mi método consistía, y consiste, se ve que soy animal de costumbre, en esconderme entre el follaje y esperar que alguien descubriera mi presencia. Cuando esto sucedía, se acercaba sigiloso hasta mi, si surgía el feeling, nos enrolláramos, sin muchas explicaciones.
Nunca me vi en la necesidad de sacar al aire la picha como si fuera un tendero que vende el género. La verdad es que al ser alto, rubio, con los ojos azules y guapote, no precisaba el reclamo de una buena polla para que los cazadores de sexo se acercaran a mí para ver si podían pescar algo.

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