Mi mama no me mima

Los descubrimientos de Pepito

Noveno episodio    : Mi mamá no me mima.

Pepito, tras pasar unos días en casa de sus tíos Paco y Enriqueta, ha vuelto a su casa. Gracias a la “sapiencia” de su primo Francisquito ha  aprendido cantidad de  cosas nuevas e interesantes. Ya sabe lo que son  la masticación,  el tratamiento sesenta y nueve, las “pajas” en el pajar, los actos impuros e incluso ha visto hasta su primera revista de tías en bolas… Esto último no le ha parecido muy guay porque era muy parecidas a las que leía su hermana Gertru  de moda: muchas fotos y  muy poco argumento.

De todos los descubrimientos el que menos le ha gustado, ha sido el de las pajas. Era la cosa más asquerosísima del universo mundial. Solo de pensar en las cosas que el guarro del Facu hacia con la  pobre Blanquita, tan inocente y tan bonita, se le ponían los pelos como escarpias.

De vuelta a su casa, su tío Paco ha hablado con su madre y le ha dicho que en dos semanas volverá a recogerlo para que pase el fin de semana con ellos en la granja. Nuestro protagonista se ha alegrado mucho, pero dejemos que sea él quien nos lo cuente…

Aunque estaba requeté contento por lo que el papá de Francisquito le había dicho a mi madre, una preocupante pregunta llenaba cada rincón de mi cerebro:“¿En qué podría emplear todo el tiempo libre durante esas dos semanas para no tener que aburrirme ni un solo segundo?” En mi casa no había tantas cosas interesantes como en la granja y lo más probable es que terminara agobiándome más que un guardia de tráfico en medio el campo.

Estuve un ratito grande con mis padres y mis hermanos, contándole todas las cosas divertidas que había hecho aquellos días. Bueno todas, todas no, que los secretos de espías me los guardé para mí, pues Francisquito me hizo jurar y perjurar que no diría nada a nadie y yo, como  el buen socio espía que era, estuve tan silencioso como una tumba al respecto. Además, seguramente si mi mamá sargento se enteraba que yo conocía todos esos juegos de mayores, me castigaba y me mandaba a un colegio interno. ¡Cualquier excusa le valdría para librarse de mí!

Aunque yo me esforzaba mucho por explicar las cosas bien claritas, ellos seguían a sus cosas, como si estuviera hablándoles a la pared y las cosas estupendísimas que había vivido en la granja como cuidar las vacas o jugar al Scalextric fuera una caquita de chucho.   Estuve tentado de coger una bocina, como el mudo de los hermanos Marx, para que me hicieran un poquito de caso al menos. Me sentía tan invisible para mi familia, que hasta estaba empezando a echar de menos a Matildita, aunque me chinchaba mucho, por lo menos no me ignoraba.

A la única que parecía interesarle mis aventuras era a mi hermana y no demasiado. Ella ponía cara de prestarme atención, aun así, se le notaba mucho que se estaba empezando a aburrir con el montón de detalles que yo le daba de todas mis aventuras.   Me dio la sensación de que a los mayores, conforme iban creciendo, se les olvidaba lo fantástica que eran todas las cosas que se podían hacer de pequeño en una granja enorme. Eso o que nunca lo habían hecho y les era muy difícil entenderlas.

Por lo  que, para no hacerme demasiado pesado, cuando consideré que estaba más interesada en leer el Superpop que en mis increíbles andanzas en la casa de mis tíos, dejé  de contarles cosas chachi pirulí  y me fui a la planta de arriba, concretamente a su cuarto.

Gertrudis era la chica más guay del Paraguay y Uruguay juntos. Salvo con  los asuntos de mujeres que guardaba en un cajón bajo llave,  me dejaba jugar con todas sus cositas (no como el antipático del Juanito que tenía más secretos que Batman y me tenía prohibido que tocara nada). Lo que más me gustaba de todas las cositas que tenía en su habitación,  era su tocadiscos. Una vez localicé el   disco más “chuli” de su colección de singles, cerré la puerta para que nadie me viera y me puse a hacer  una de las cosas  que más me chiflaban del universo mundial: bailar.

♫♫ah ah a far l’amore comincia tu

ah ah a far l’amore comincia tu

ah ah a far l’amore comincia tu♫♫

♫♫.E se si attacca col sentimento

portalo in fondo ad un cielo blu,

le suepaure di quel momento le fai…♫♫

—¡Pepito! —El chillido de mi madre me cortó la respiración  de golpe —. ¡Ten educación una vez en tu vida  y quita la música que hay que respetar el luto por tu tío!

Fue escuchar el hipo grito huracanado de mi madre y  me transformé de repente. De ser el mejor de los bailarines de la Carra, pasé a ser el  cobarde Shaggy de Scooby Doo. ¡Qué miedo  más terrible me entró por todo el cuerpo!, si hubiera tenido un poquito de ganas de hacer caca, me lo hubiera hecho por las patas abajo.  

Por lo que me contaban mis amigos del cole, sus mamás los amenazaban diciéndole: “Cómo no te portes bien, cuando venga tú padre te vas a enterar”. La mía nunca me decía esa frase. Se bastaba y sobraba ella solita para conseguir que fuera un niño bueno. ¡Muy, pero que muy bueno!

Pese a que yo sentía que mi madre me quería mucho, también sabía que como decía mi padre (cuando ella no lo oía, claro está, porque para mí que le tenía tanto miedo o más que yo), que le gustaba ser un poquito sargento, que era una “ordeno y mando” y siempre había que hacer lo que ella se le metiera en la mismísima mollera.

Mi madre porque había nacido en Don Benito y allí no había ni aviones, ni tanques, ni barcos,  ni nada por el estilo Si lo hubiera hecho en Estados Unidos habría llegado por lo menos a Teniente de la Casa Blanca, ¡lo derechito que iba a tener a todos los soldados!

En aquel momento, sus deseos no eran otros que toda la familia estuviera con la cara larga   por la muerte de su cuñado ¡y cualquiera la contrariaba!  Teníamos la cara más mohína que los hombres del bar cuando le metían cinco a cero al Real Madrid.

A mí,  aquello del luto me sonaba a un juego muy triste, pues a ver a  qué venía que todo el mundo estuviera calladito y mustio como en misa, porque un familiar nuestro se había ido con el Señor. Yo con mi tío Demetrio no tenía mucho roce. A diferencia de a  mi tía Enriqueta y a mi tío Paco que se les nota que le da alegría verme, el marido de mi tía Elvira no era muy amigo de muestras de cariño y de carantoñas, es más parecía que le molestaba que me acercara a él, pues me ponía cara de vinagre cuando le preguntaba lo más mínimo.  Como si los mayores no tuvieran la obligación de responder a todas nuestras dudas.

Era el típico señor que, de lo serio que era,  no sabía si te estaba hablando o gruñendo. Muy pocas veces lo había visto reírse. Mi madre le dijo un día a una mujer en el mercado que su cuñado debía llevar muchos años malos, pues siempre estaba de mal humor  y oliendo a cagajones.

—A saber lo que el pobre llevaba pasado —Le dijo la Señora Esperanza.

—Yo al pobre siempre lo he visto enfadado y riñéndole a los niños —Concluyo mi mamá.

Me quedé mirándola muy serio y, aunque no le dije nada porque me podía llevar castigado sin comics hasta que fuera a la mili, me dieron ganas de decirle que cogiera cita urgente con el médico, porque ella tenía los mismos síntomas de la enfermedad del marido de mi tía. No se reía ni con los chistes de Jaimito.

Otra cosa que me pasaba con el aburrido luto, era que aunque yo de mayor iba hacerme ateo como mi hermana Gertrudis, entendía que estar con Dios no debía ser una cosa mala, pues si era tan bueno y misericordioso como decían, mi tío se lo debía estar pasando de miedo en el cielo con él y los angelitos. Si era un sitio donde todo el mundo quería ir,  por fuerza, allí se debía vivir muy bien. En fin,  si estás en la tierra rezas para ir con el Señor, pero cuando te vas con él, tu familia se harta de llorar. Otro misterio inexplicable para mi corta existencia.

Bajé las escaleras y me senté en el salón con  mi familia. Mi hermano y mi padre jugaban una  partida de ajedrez, mi madre estaba haciendo punto y mi hermana se leía el “Pronto”. Todos tenían cara de estar estreñidos y tuve la terrible sensación de  que a mí me tocaba hacer lo mismo, sino quería ganarme la bronca madre.  No hacia ni dos horas que le había dicho adiós a los de la granja y ya estaba echando de menos  un montonazo a mi primo Francisquito. ¡Qué coraje me daba lo del luto y qué largo se me estaba haciendo!  

Como hasta la hora de cenar quedaba un buen rato y yo no estaba dispuesto a estar sin hacer nada hasta entonces, con mi mejor cara de enfadado, dije la peor frase que un padre puede escuchar decir a sus hijos:

—¡Estoy aburrido, no sé qué hacer!

Mi madre dejó momentáneamente de entrecruzar los hilos de lana, levantó los ojos por detrás de las gafas y solemnemente me dijo:

—Ordena los libros y los cuadernos del colegio, que seguro que no lo has hecho y mañana serán todo carreras.

—Sí, lo hice el mismo día que terminé los deberes…—Respondí con mi mejor voz de enfadado.

—Pues cógete un tebeo y te lo lees calladito —Esta vez mi madre ni se dignó a levantar la mirada y prosiguió con lo que estaba haciendo como si  yo le importara tres pimientos fritos.  

—Todos los que tengo, me los sé de memoria de las veces que los he leído ya —Insistí con mi enojo, intentando por todos los medios que me levantaran aquella especie de castigo por el  dichoso luto.

Mi hermana dejó de leer su revista y se levantó del sofá, se dirigió a mi padre y, como quien no quiere la cosa,  le pidió veinte duros. Mi padre, enfrascado cómo estaba en la partida de ajedrez, sacó la cartera y se los dio sin más. Sin preguntarle siquiera para que lo quería. ¡Qué lista era mi Gertru!, se aproximaba al enemigo cuando este estaba distraído y conseguía su objetivo con la mayor facilidad.

Después, sin pedirle parecer a mi madre, me cogió de la mano y con una esplendorosa sonrisa en sus labios me dijo:

—¡Pepito, ven vamos a comprar unos tebeos nuevos donde el Camilo!

Miré a la sargento a ver qué si ponía cara de buenos o de malos amigos,  si ponía la segunda nos terminaría soltando un grito hipo huracanado o algo por el estilo,  pero no fue así y simplemente hizo un gesto de estar muy concentrada. Estaba claro que leer, al no tener la categoría de diversión, no iba en contra de las leyes del Sagrado Luto y siguió teje que teje con sus dos agujas de punto.  

Durante el camino mi hermana refunfuñó dos o tres veces y se puso a decir cosas entre dientes. Para mí que hasta dijo alguna que otra palabrota a medias.

—¿Qué? —Pregunté porque aunque me había enterado bastante bien, como buen espía precisaba una verificación.

—Nada, nada…

Me contrario mucho aquella respuesta  por parte de mi hermana, si yo había oído cosas como «¡ La hija “pu…” tanto vivir con  el que dirán la gente!» o «¡Me cago en mis “muer…”! ¿Qué culpa tendrá el chiquillo de que ella le gusté tanto aparentar?», estaba claro que  “Nada, nada” no eran. Me encontraba muy contento porque mi hermanita me llevara a comprar comics, pero que me echara aquella mentirijilla no me cayó nada de bien. Como era tan buena no se lo tuve en cuenta.  

Como seguía hablando sola, pensé que no se estaba dando cuenta que estaba pensando en voz alta por lo que  no me enfade siquiera una migina con ella y no veía la hora de llegar al kiosco para comprarme los mejores comics que tuviera.  

El Camilo era un hombre regordete que cojeaba un poquito, pues tenía un zapato con la suela muy gorda. Mi hermana me contó un día que tenía el píe así porque tuvo la polio cuando chico, yo no tenía ni pajolera idea de lo que era aquello, pero supuse que debía ser algo muy malo. Si siempre había estado así, nunca habría podido correr, ni coger una bicicleta, ni jugar a los pistoleros ¡Qué infancia más triste y aburrida! ¡Y me quejaba yo de la mía!

Aquel hombre era muy simpático con los niños y con las jovencitas  muchísimo más. Tenía un kiosco donde además de chucherías, vendía tebeos y comics. Allí fue donde  mi papá, por haber sacado tres dieses en los exámenes,  me había comprado mi comic requeté favorito del samurái.

—¿Qué pasa, primor?  Siento mucho lo de tu tío —Dijo con cierta pena en la voz dirigiéndose a  Gertrudis.

—El pobre ya descanso… ¡Qué para estar como estaba mejor así! —Mi hermana respondió a aquello como si se lo hubiera estudiado de memoria y se lo hubieran preguntado ciento de veces en un examen. Tras hacer una obligada pausa, se dirigió al quiosquero y le dijo —¿Qué tebeos tienes por ahí que le puedan gustar al mozo?

—Todos los que quiera, primor —Sonrió el hombre, a la vez que hizo ademán de agacharse para buscarlos.

Me sacó un montón de tebeos: Zipi Zape, Mortadelo, DDT, Tío vivo… Yo les eché un vistazo pero como no me terminaban de gustar porque eran de “niños chicos”, puse gesto de persona mayor y  dije:

—Si me llevo esos tebeos, mamá me va a reñir cuando me hagan gracia y  me ría. Estamos de luto.

Mi hermana y el Camilo se quedaron muy serios mirándome, tanto que creí que había dicho algo malo o, peor, que se habían dado cuenta de que todo era una excusa para no decir que no los quería.

—¿Qué tienes por ahí que no sean de risa?

—Pues todo los que tú quieras, primor —Respondió amablemente el hombre recogiendo el montón de tebeos y sacando otro lote bien distinto. Cuando vi la cantidad de comic tan “guays”  que tenía ante mí,  creí que me iba a dar algo: Capitán América, Patrulla X, Daredevil, Peter Parker, Conan… ¡Aquellos sí que molaban! Aunque no dije nada, los ojos se me pusieron tamaño Heidi y, como si estuviera en la piscina municipal, me dispuse a sumergirme en aquel mar de dibujos y papel.

Mi hermana al verme tan entusiasmado, se dirigió al quiosquero, quien  seguía mirándola  con cara de lelo,  y le preguntó:

—¿Cuánto cuestan?

—Los hay de treinta y cinco pesetas y de cuarenta, primor.

—Pepito puedes coger dos…

¿Dos solo entre aquella montaña de comics maravillosos? Aquella decisión era más difícil que los problemas de matemáticas que ponía don Remigio. Diez minutos de reflexión después y tras una pequeña reprimenda de mi hermana (yo creo que estaba un poquito cansada de escuchar al Camilo con tanto “primor” por aquí, y tanto “primor” por allá), me decidí por Dan Defensor**, el hombre sin miedo y Peter Parker, el hombre araña.

Del primero había leído un par de ellos y me gustaba porque era ciego y veía con un sentido radar como el de los murciélagos; el segundo tenía los poderes de una híper araña radioactiva y era el súper héroe más divertido del mundo mundial, pues cuando peleaba con los malos no dejaba de gastarles bromas y de burlarse de ellos. ¡Contaba unos chistes la mar de graciosos! Ahora el problema sería tener que reírme bajito para que mi madre no me soltara una reprimenda por no cumplir rigurosamente el luto.

En los números que me había comprado, Dan Defensor peleaba con Kingpin, un tío gordo y calvo que siempre llevaba un traje blanco y con el Buho, otro tipo gordo que tenía un traje con el que podía volar. Por su parte Spiderman se enfrentaba a su archí enemigo el duende verde. ¡Qué feo y que malo era! Con su traje horripilante, su cara color pimiento y sembrando el terror entre los pacíficos ciudadanos de Nueva York con sus calabazas explosivas. ¡Cuánto miedo daba!

Al volver a casa nos encontramos con que mi sargento mamá tenía una cara larguísima, de esas que pone cuando mi padre viene tarde del bar o Gertrudis se quedaba más tiempo de la cuenta haciendo lo de “pelar la pava” con Ángel, su novio. Temiéndome lo peor,  a la hora de entrar en el salón,  poniendo  mi mejor cara de niño bueno y responsable, abracé mis flamantes comics contra mi pecho, no fuera ser que alguien me los quitara.

Curiosamente la bronca no fue para mí, como yo me temía. Nada más nos vio entrar, dejó las labores de punto a un lado, se levantó y se fue para mi hermana con los brazos en jarrita.

—¿Por qué has tardao tanto, niña? —Le preguntó con su voz más  mari mandona.

—Porque el Pepito no se decidía que tebeo le gustaba más…

—Eso y que habrás visto a tu novio por el camino ¿No es así? —Mi madre no estaba chillando, pero  tenía la misma cara de enfadada que cuando pegaba sus gritos huracanados.

Estuve a punto de decir que mi hermana no había visto a Ángel, ni a su alíen, pero como estaba cagado de miedo porque la riña me pudiera caer a mí y me fuera a quedar sin leer mis maravillosos comics, me dejé de valentías y estuve más calladito que en misa. ¡No moví ni los labios!

—¡Tú estás fatal de los nervios! —Respondió  mi hermana alzando también la voz, al mismo tiempo que se daba la vuelta y dejaba a mi mamá con la palabra en la boca.

—¿Por qué te digo la verdad estoy mala de los nervios? Tú no tienes educación y mira que me esforzao en dártela —Ahora si estaba gritando, no huracanado, ¡pero gritando! —Si ya me parecía a mí muy raro que pusieras tanto interés en comprarle unos tebeos al niño… ¡Tú lo que querías es verte con tu novio a solas! Y ya sabes mientras dure el luto por tu tío, ¡si quiere verte que hable con tu padre y no se hable más!

Mi hermana que se había sentado en el sofá y había intentado seguir leyendo el Pronto, soltó este dando un golpe fuerte y muy enojada, comenzó a gritar también:

—¡Mamá, eres la persona más desconfiada del mundo! No solo hay que hacer la pantomima esta del luto, porque tú vives con la gente y pensando en él que dirán. Encima me montas un espolio porque he tardado un cuarto de hora en comprarle unos tebeos al niño…

—¿Qué yo vivo con la gente? —Aquello se había convertido en una competición de haber quién de las dos gritaba más — Yo lo que soy es decente y no como la juventud de hoy en día que solo pensáis en divertiros, sin importaros el día de mañana… ¡Unos sinvergüenzas y unos descarados esos es lo que sois!

Mi hermana dijo algo y mi madre le volvió a replicar, y así sucesivamente. Sin querer las dos mujeres de la casa estaban metidas en una discusión reprochándose mutuamente lo mal que se portaba una con la otra.

La verdad es que esas discusiones entre las dos eran más habitual de lo que nos hubiera gustado a los demás habitantes de la casa. Estábamos tan acostumbrados que  cuando me fijé en mi hermano y en  mi padre, ambos seguían jugando al ajedrez como si tal cosa. Tal como si escucharan llover.  

A pesar de que me sentía culpable porque la causa  de la pelea era que Gertrudis había salido a comprarme los comics,  egoístamente, decidí ir a mi cuarto. No fuera  ser que se rifara alguna torta y me tocara el primer premio.

Una vez en mi habitación, me dediqué a mirar  simplemente los dibujos de los comics, pues las voces de mi hermana y mi madre en la parte de abajo no me dejaban concentrarme en la lectura. Al ratillo, del mismo modo que comenzaron los gritos se detuvieron. Me tendí en la cama y me puse a leer el tebeo de Dan Defensor, pero los días en la granja me habían dejado tan cansado que  no había leído ni siquiera la ilustración a toda página del principio  y me quedé dormido sin darme cuenta.

Dan Defensor se quitó su ajustado traje de demonio rojo y pasó de ser el hombre sin miedo a Pepito Murdock, el abogado de los imposibles.

Desde, que siendo un niño, un isotopo radioactivo le privara de su tan preciada vista, Pepito había visto incrementado potencialmente sus otros cuatro sentidos: podía oír el batir de las alas de una mosca, un olfato tan agudo que le permitía oler si alguien se tiraba un pedo en todo Nueva Don Benito, era capaz de leer simplemente pasando sus dedos por la tinta de  un papel, saborear todos los gramos de sal de una patata frita  y, lo más importante, tenía un sentido radar modelo murciélago que le permitía saber a qué distancia se encontraban los malos de él. Lo que le era requeté útil, pues le permitía anticiparse a todos sus movimientos.

Pepito, a pesar de su ceguera, estudió para abogado y con la ayuda de  su primito, Francisquito Nelson, montó un bufete para defender a los más desfavorecidos. Todos los juicios los ganaban y si algún malo se les escapaba porque tenía un letrado más listo que el hambre y con menos vergüenza que una cabra bajo el rabo, Dan Defensor y sus técnicas de ninja samurái  se ocupaba de ponerlo en su sitio.

Aquel día al entrar en el juzgado Pepito Murdock sabía que tenía un caso  de lo más difícil: una madre y una hija que no paraban de discutir. Aunque la hija llevaba todas las de ganar, pues era una niña muy buena y cariñosa, el caso se complicaba pues la defensora de la madre era un hueso duro de pelar: Matildita Kingpin, una individua caprichosa a la que no le importaba ensuciarse las manos con tal salirse con la suya.

Era de las abogadas que, cuando sabía que iba perdiendo, aplazaba el juicio diciendo que le dolía mucho la tripa y al día siguiente volvía cargada de planes maquiavélicos para que los jueces y los jurados fallaran a su favor. Era una comediante de cuidado.

Si algo caracterizaba a la malvada abogada era que siempre vestía de blanco, quizás porque su abuela le dijo que le sentaba muy bien o porque no leía  revistas de moda donde se decía que el negro estilizaba. Porque si algo tenía aquella mujer es que estaba bien rellenita. Rellenita, por no ser grosero y no decir lo que realmente era: La gorda de las Galaxias.

Aunque en su otra identidad Pepito Murdock era conocido por el hombre sin miedo, en el momento que su sentido radar localizó el grandioso volumen  de su contrincante, no puedo evitar que un escalofrío de ultratumba recorriera su espina dorsal…

—¡Pepito despierta, que es la hora de cenar! —La voz de mi hermana zarandeando mis hombros me transformó de golpe y porrazo en Pepito Jiménez.

Contemplé a mi hermana buscando una “mijina” de enfado en su rostro y no estaba ni siquiera triste, al contrario tenía esa sonrisa que siempre me dedicaba cuando me hablaba. Como vio que me hacia el remolón, se sentó a los pies de la cama para vigilar que  no me volviera a quedar dormido. Lo primero que hice, nada más que me espabile  un poquillo,  fue preguntarle:

—¿Quién ha ganado?

—Nadie —Contestó con una voz más seria de lo habitual, aunque para mí que estaba intentando aguantarse la risa, como si lo hubieran contado un chiste muy bueno de Jaimito.

—Entonces, ¿empate?

—Sí, empate —Respondió mi hermana riéndose por lo bajini, para que yo no me diera cuenta de que le hacían gracia mis preguntas.

—¿Ya sois amigas otra vez? —Volví a insistir otra vez no muy satisfecho con sus breves respuestas.

—Sí, ya nos juntamos de nuevo —Dijo  Gertrudis  sonriendo, pero con un tono de voz que me dio a entender que estaba harta de tanta pregunta. Estaba a un pelo de decir aquello de: «Pepito, cuando seas mayor vas a tener que estudiar para abogado, ¡porque  hay que ver la facilidad que tienes para meter el tercer grado  a la gente!».

Como no quería que mi hermana preferida se enfadara conmigo deje el interrogatorio para otro día, pero cuanto más conocía el mundo de los mayores menos lo entendían. ¿Tan importante era el luto cuando era la cosa más aburrida del mundo mundial? ¿Tan poco se fiaba mi madre de mi hermana que la llamaba embustera en toda su cara? Con lo bonito que era quererse y llevarse bien con la gente, pero por lo visto las familias solo tenían derecho a ser felices al final de las películas que ponían en la tele los sábados por la tarde.

Estaba claro que mi madre estaba acostumbrada a que todo el mundo hiciera siempre lo que ella quería y que mi hermana, que era muy moderna y muy rebelde (igual que  la Jeanette), no estaba dispuesto a ello. Pero como madre e hija que eran, al final siempre se arreglaban, o por lo menos eso es lo que a mí me gustaba pensar, porque había días que bastaba que pasara una mosca para que volvieran a ponerse a caldo como si fueran enemigas acérrimas.

Como todas las noches desde que empezamos con el rollo del luto, mi madre puso de cenar sopa. Esa noche era de fideos con un huevo cuajado, a mí no me hacía mucho chiste, pero no me quejé lo más mínimo. No quería que mi mamá sargento empezara a decir cosas como: «Pues si el señor marques no quiere eso de cenar, mañana lo tendrá de almuerzo. Se desloma una todo el día  en la cocina y el pago que me dan. Si lo sé me hubiera quedado soltera…».

Tras cenar, me duché y me fui a la cama. Seguía estando cansado y me quedé dormido del tirón, aunque eso sí, después de leerme unas cuantas páginas de mis comics nuevos.

…por primera vez en su exitosa carrera como abogado Pepito Murdock perdía un caso, solo un acuerdo entre madre e hija evitó que Gertrudis, la joven hippy rebelde, fuera a parar con sus huesos en la cárcel. Aun así, el proceder  villanesco de su contrincante en los juzgados le dio mucha mala espina y decidió investigar sobre ella con su otra identidad: Dan Defensor.

El edificio de oficinas en el que tenía la temible abogada gorda  su bufete era muy alto, pero eso no era problema para el hombre sin miedo que ataviado en su traje de diablo carmesí y con la ayuda de su “gadgeto-bastón”, trepó hasta lo alto del  inmenso rascacielos que estaba al lado de la Plaza España, justo en frente del kiosco del Camilo, que era de las pocas cosas que quedaban del pueblo original.

Todavía estaba haciendo la digestión de la sopa con huevo y con tanto traqueteo de bastón para arriba, bastón para abajo, se le revolvió un poquito el estómago. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no vomitar la cena. Podría ser el hombre sin miedo, pero eso no  quería decir que le tuvieran que gustar todas las comidas, por mucho que le doliera a su mamá la espalda a la hora de cocinarlas.

 Al llegar al despacho de su rival en el juicio vio que, a pesar de que era media noche, las luces todavía estaban encendidas, por lo que dedujo que tendría compañía en sus indagaciones sobre el oculto secreto que escondía Matildita Kingpin, la mujer de los mil trajes blancos.

Puso a funcionar sus poderes  para saber que ocurría en el interior y  el corazón del héroe ciego pareció darle un vuelco. Su sentido radar le descubrió que en el interior había tres personas: dos de ella estaban de píe y la otra estaba amordazada a una silla.

Sintonizó todo lo que pudo las ondas de sus poderes de murciélago y descubrió que los que estaban de píe eran Matildita Kingpin y el repelente del Rafita, más conocido por su otra identidad: el maligno Búho (se dio cuenta de ello por sus horribles gafas de culo de botella), más al analizar los latidos del que estaba sentado vio que era su socio Francisquito Nelson ¿Por qué aquellos dos villanos habían capturado al bueno de su primo?…

—¡Arriba dormilón! ¡Qué hay que ir al colegio! —La voz de mi hermano fue acompañada por un fuerte tirón de las sabanas y unas insoportables cosquillas en el pecho. ¡Qué niño más cargante! ¡Qué ganas tenía de que se echara una novia  para toda la vida y me dejara en paz de una vez para siempre!

Cómo no dejó de insistir gastándome bromas para que me despertara, no tuve más remedio que levantarme, me vestí y desayuné. Volví a darle un vistazo a la maleta por si me faltaba algo y me preparé para volver al “cole”. ¡Qué me costaba ir a aprender cosas nuevas e interesantes, después de un fin de semana en la granja!

Mi madre antes de salir nos puso un botón negro en el bolsillo de la camisa a Juanito y a mí. Se puso muy tiesa enfrente de nosotros y, con un tono de voz que no permitía discusión alguna, nos dijo:

—Si algún compañero os da el pésame, os dais la mano, le das  las gracias y después me lo contáis con todo detalle.

A mi aquello del pésame me sonó a música celestial, pero como mi progenitora era poco dada a dar explicaciones de nada, decidí mirarla con mucha atención y no preguntar, no fuera que se escapara la primera bronca mañanera y me tocara a mí.  Con un pasito primero y otro después,  mi hermano y yo nos encaminamos hacia la bendita escuela

—¿Qué ha querido mamá decir con eso del pésame?

—¿No sabes lo que es el pésame?—Preguntó mi hermano poniéndose en lo peor y temiendo que lo iba acribillar a preguntas.  

—No, estoy  solamente en segundo curso  y eso todavía no lo ha explicado Don Remigio.

—Pues es que tus conocidos te  dicen que te acompañan en el sentimiento cuando se te muere alguien, te das la mano con quien te lo digas  y le das las gracias.

—¿Eso solo? Pues es muy fácil.

—Anda que ya te vale, enano —Dijo mi hermano pegándome una pequeña colleja que apenas me dolió ni nada.

He de reconocer que me gustaban  las clases, pues se aprendía mucho y como don Remigio nos explicaba las cosas muy despacito, nos enterábamos muy bien de todo. Además estaba el añadido que en el recreo podía jugar con otros niños y niñas, eso siempre que el Pepón o el Rafita no se aburrieran y  les diera por darme la tabarra. Con lo que ni juego, ni san juega. Lo que me tocaba era aguantar sus tontunas que no eran pocas.  

No le encontraba ninguna explicación a la forma de portarse de aquellos dos niños conmigo. Mira que había niños en el colegio, más chicos, más feos y más tontos que yo. ¡Pues no, el Dr. Rafitastein y su fiel ayudante Pepón, siempre me buscaban a mí para chincharme. ¡Qué ganas tenías de perderlos de vista! Y estos dos, con lo feos que eran, iban a tardar siglos en echarse novia.

Fue pensar en aquellos dos insoportables niños, me acordé del día que los seguí a la ermita investigar lo que era aquello de las pajas  y el estómago se me encogió hasta el tamaño de una aceituna.  ¡Menos mal que corrí más que el Pepón! Lo que no sospechaba yo, es que, al  igual que a mí, a ellos tampoco se les había olvidado mi travesura y se lo pensaban cobrar con intereses.

Aquel día, al volver a ver a mis compañeros después de las vacaciones me sentí un poco extraño, pues la María, la Aurora, la Ariel y el Robert se acercaron poniendo cara de saberse todas las preguntas de un examen y me dijeron:

—Te acompañamos en el sentimiento por lo de tu tío.

Dicen que no hay cosa más bonita que saber sin preguntar, pues cochina mentira. ¿A ver como diantres me hubiera enterado que aquello que me estaban diciendo mis amiguitos era lo del pésame si no lo hubiera preguntado antes?  Menos mal que mi Juanito me lo explicó todo muy bien  y estuve preparado para las cosas importantes de la vida. Así que puse cara seria, porque lo del luto es una cosa muy muy seria,  les di la mano y las gracias tal como me indicaron que hiciera.

Durante un momento los cinco nos quedamos sin saber qué hacer, ni qué decir.  Es lo que tiene que te expliquen la primera parte de una cosa y no la segunda. Menos mal que Don Remigio entró por la puerta, pidiéndonos que nos sentáramos, porque la situación empezaba a ser requeté  aburrida.

Estuvimos toda la mañana antes de salir al recreo corrigiendo las fichas que nos habían mandado para las vacaciones de Semana Santa y, salvo un problema de matemáticas que era de restar y yo había sumado, el resto lo tenía todo bien. ¡Qué coraje!

En el recreo, como no estaba mi mamá sargento para llamarme la atención, me harté de reír con los niños y las niñas de mi clase. Ariel era la mar de graciosa y contaba las cosas que le habían pasado en las vacaciones de Semana Santa como si fueran chistes de Jaimito. Una prima suya de Mérida le había enseñado un juego que se llamaba del Pollito Inglés que era muy fácil y divertido.

Estando jugando la segunda partida, me entraron unas ganas locas de orinar y fui al servicio. No había terminado de escurrir las últimas gotitas cuando escuché tras de mí la repelente voz mi enemigo acérrimo, el Rafita:

—¡Mira quién tenemos aquí! ¡Si es Pepito Jiménez, el chivato!

El Rafita venía acompañado de su compinche de fechorías: El  Pepón. Aunque no comprendía  porque me llamaban chivato, por su actitud tuve claro  que lo que iban a hacer era vengarse de lo del día de las “pajas” y, de repente, me entraron unas ganas tremendas de hacer caca (y eso que no había comido ciruelas).

—El mierdecilla este no sabe tener la boca cerrada —Esta vez el que hablaba era el Pepón, el niño más grande y bruto de todos los de su edad. Un camandulón de tomo y lomo, que en lo único que pensaba era en comer y en soltarle sopapos a la gente.

Puse cara de no tener ni  la más remota idea de lo que me estaban acusando. Que sí, que me la tenían jurada por haberlos seguido en su excursión  campestre, pero ser espía no es lo mismo  que ser un chivato.  Eso hasta un niño de parvulito lo sabe.

No tenía ni idea de  por qué decían que yo había ido por ahí contando lo de las “pajas”, si yo  (salvo a mi primo que era una tumba para los secretos) no se lo había contado a nadie.

—Por tu culpa asqueroso, me he llevado toda la Semana Santa castigado —Gritó el Rafita, a la vez que el Pepón me  cogía  fuertemente  por el cuello de la camisa y me zarandeaba como si fuera un muñeco de goma. Era como el Increíble Hulk, todo musculo y nada de cerebro.  No me hubiera sorprendido  que en cualquier momento hubiera dicho aquello de «!Pepón aplasta,Pepón Destruye!».

No sabía muy bien por qué, pero tenía claro que aquellos dos me iban a pegar una tunda  y que nada me iba a salvar de unos soberanos guantazos, ni convertirme en Samurái, ni en espía, ni siquiera en el hombre sin miedo. Aunque esto último era requeté imposible,  porque esta completamente cagaito.

Me quedé inmóvil, aguardando que el Pepón me atizara el primer puñetazo. Tenía claro que aquello eran como las cucharadas de jarabe, cuanto antes me la dieran, antes se pasaría el suplicio. Cerré los ojos para que me doliera menos y cuando creí que todo estaba perdido pude oír la voz de mi  héroe salvador.

—¿Qué  coño hacéis vosotros dos con mi hermano?

Tuve la sensación de estar en un  película del Oeste donde el Séptimo de Caballería aparecía en el último momento para salvar a los protagonistas. En mi caso las tropas salvadoras era mi hermano y su pandilla.

El Juanito, no sé por qué, había entrado en los servicios en compañía de dos de  sus mejores amigos: el Oscar y  el Javier, dos chavales del último curso que eran más fuertes y más grandes que mis archienemigos   de lejos. El Pepón, nada más verlos, me soltó  en el suelo  y una sensación de tranquilidad recorrió mi espalda y mi barriga, casi pude notar como la caquita se metía otra vez para adentro.

El repelente del Rafita cuatro ojos, a pesar de que se dio cuenta que estaba en minoría, en vez de quedarse callado e irse por donde había venido, se envalentonó y, poniendo cara de ser más chulillo que ellos, gritó:

—Enseñarle que no se puede ir por la vida siendo un chivato de mierda.

Mi hermano se me quedó mirando como  esperando que yo le explicara algo, pero tuve que poner cara de pasmarote  y de no saber de qué iba la cosa, pues sacó pecho  y se enfrentó de nuevo a mi archí enemigo:

—¿Por qué dices que el Pepito es un chivato?

—Porque sí.

Aquel niño era el más repelente del mundo mundial, no solo se peinaba, vestía y comportaba como una persona mayor. También sus respuestas eran como las de ellos. «Porque sí»¿Pero qué porquería de respuesta era esa?, ¿cuándo las cosas son por un sí o por un no? Las cosas siempre tienen que tener, por fuerza,  una aclaración  mucho más larga, porque si no los demás no nos enteramos de nada y los niños de segundo mucho menos.

A mí cuando mis padres me  contestaban «Porque sí»o «Porque no», me daba  la sensación de que estaban muy ocupados y no me querían dar explicaciones.  Porque eso sí, yo tenía clarísimo que  los adultos lo sabían todo, todo… Si no respondían a algo era porque estaban muy atareados con cosas importantísimas, no porque no tuvieran ni pajolera idea, como parecía que le pasaba al repelente del Rafita cuatro ojos, capitán de los piojos…  

—No puedes acusar a mi hermano y no demostrarlo —Insistió mi hermano dándoselas de más valiente que él.

La verdad es que uno miraba a mi hermano y, a su lado, mi archí enemigo era un enclenque que no tenía ni media bofetada del Juanito.

El Rafita se quedó callado por un momento, como si le diera un poco de vergüenza contar lo que tenía que decir y como no parecía que estuviera dispuesto a dar ninguna explicación de porqué me llamaba chivato, el Pepón habló por él:

—Tú hermanito es que tiene mucha guasa… ¿Sabes lo que hizo el Martes Santo?

—Si tú no me lo cuentas no —Dijo mi hermano dando a entender que se dejara de zarandajas  y fuera al grano.

—El Rafita le había mangado un Lib a su padre y nos fuimos a verla a la ermita…

—…a haceros una paja, ¡qué pringaos estáis hechos! —Quien así hablaba era el Oscar, que pareció olvidar que había ropa tendía y dijo aquello  de las pajas como si tal cosa.

El capitán de los piojos al oír como el amigo de mi hermano los llamaba pringao a él y a su secuaz, apretó el puño.  Pero seguramente se lo pensaría mejor, cuando comprobó que, aunque llevara la ayuda del fortachón del Pepón, la pandilla del Juanito le ganaba por tres a dos. Así que se dejó de valentonadas, se aguantó las ganas y prosiguió con su historia.

—…pues aquí el enano se vino detrás de nosotros y, menos mal que me di cuenta, que si no fíjate la que se podía haber liado…

Mi hermano no me dijo nada, pero se me quedó mirando en silencio como lo hacía mi padre cuando hacia una trastada, dándome a entender que me tenía que ir castigado a mi cuarto.

—… pues al Rafita el Jueves Santo—Prosiguió el Pepón —su padre le echó una bronca de cojones por quitarle la revista de tías en pelota y por hacerse pajas. Y eso ha sido porque Pepito se lo ha chivateado.

—¡Y me ha castigado un mes sin salir!… —Concluyó el Rafita muy, pero que muy  apenado, me dio la sensación de que en cualquier momento se iba a poner a llorar como una niñita.

Juanito y sus amigos se quedaron observando a los dos matones, después se miraron entre ellos y finalmente se echaron a reír a carcajada limpia.

—¡Rafita te estás superando macho! —Dijo burlonamente mi hermano —. Has pasado de ser un niño pijo de papá a ser un tonto del culo de categoría. Aunque en eso quizás tenga mucho que ver las compañías con la que vas.

Por un momento, al observar a mi derecha a los tonto del Rafita y el Pepón y a mi izquierda a la pandilla de mi hermano  dispuestos a pelearse por mí, me dio la sensación de estar viendo el musical ese de “West side Story”, que tanto le gustaba a mi hermana:

♫♫ I like to be in America!

O.K. by me in America!♫♫

A mis dos eternos rivales, el que mi hermano los llamara tontos  en toda su cara, le sentó fatal de los “fatases” y si no les hubieran ganado por mayoría, se hubieran puesto a darse de puñetazos allí mismo. Pero como en el fondo el Rafita era más cobarde que un corral de gallina   y al Pepón la inteligencia solo le daba para atreverse  con los más pequeños, la sangre no llegó al rio.

— ¿El jueves dice que fue cuando tu padre descubrió que le habías birlado la revista? —El tono que mi hermano usó, es el que utilizaba cuando se quería burlar  de Gertrudis.

—Sí, ¡que me quedé sin ver las procesiones con lo que me gustan!

—Y según tú fue cuando mi hermano se llegó a tu casa a ver tu padre para contarle que os había visto en la ermita…

—¡Sí! —Contestó Rafita poniendo esa cara tuya de saberlo todo.

—Pues no eres más gilipollas porque no practicas —La voz de mi hermano sonó contundente —. El jueves, el Pepito estaba en la granja de mi tío Paco, que se lo llevaron allí por el tema del entierro y todo eso… Así que como no le mandara un tan-tan a tu padre y le contara que le birlas las revistas para cascártela, no sé cómo lo haría.

—Es lo que yo te diga Juanito,  el mimado este va de espabilao  y es más tonto que hecho de encargo. ¡Qué todo en la vida no es sacar buenas notas en los exámenes! —Dijo Javier, el otro amigo de mi hermano, haciendo un mohín  la mar de extraño, como si oliera a caquita. Estaba claro que el Rafita cuatro ojos le caía casi tan mal como a mí.

—Pues entonces, ¿quién se lo ha dicho? —Preguntó el Rafita poniendo cara de gaznápiro.  

—Pues no sé, querido Watson —Contestó mi hermano adoptando una postura de muchachito de película que me gustó un montón —, pero me da la sensación de que tu viejo ha querido “desahogarse” con el Lib y al no encontrarlo donde lo tenía escondido,  ha terminado sumado dos y dos… Que tampoco hay que ser un lince, ¡digo yo!

Al Rafita se le  volvió a quedar  una cara de bobo de las que hacen época, clavó una mirada de reptil en su socio y, bajando la cabeza avergonzados, pusieron pies en polvorosa.

Una vez se marcharon, mi hermano vino hacia mí y poniéndome la mano cariñosamente sobre los hombros me dijo:

—Pepito, debes de dejar de ser tan entrometido, que no siempre voy a estar yo cerca para sacarte las castañas del fuego…

Era la primera vez en mi vida que Juanito se acercaba a mí y ni me hacía cosquillas, ni me despeinaba, ni nada por el estilo. ¿Estaría cambiando mi hermano y terminaría queriéndome como Gertrudis? Lo único que sabía es que por muchas bromas que me gastara, jamás de los jamases volvería a enfadarme con él, pues le debía la vida y,  como buen samurái que era, estaba en deuda con él para siempre.

Tras el incidente con el gafitas y el gigantón, sonó el timbre del recreo y tuvimos que volver a clase. Don Remigio siguió corrige que te corrige, hasta que llegó la hora de comer. Había mandado tantos deberes para Semana Santa que no le dio tiempo de explicarnos nada nuevo.

Lo bueno fue que cuando se cansó de escribir, pidió si había algún voluntario para salir a la pizarra y yo salí unas cuantas veces. ¡Qué guay, la clase al completo pendiente de todo lo que yo hacía! Lo peor era que, si quería que me cupiera todo lo que traía escrito en el cuaderno, me debía poner de puntillitas porque el tablero estaba muy alto y también  te llenabas los dedos de tiza, pero merecía la pena.

Como al profe no dio  por mandar deberes para el martes, tras almorzar tuve la tarde libre, pero como estaba lo del “luto” ni podía hacer ruido y  ni podía hacer nada que no fuera leer. Dado que no quería que se me “gastaran” pronto los comics de súper héroes (me tenían que durar por lo menos una semana), decidí jugar en silencio con mis coches en el desván.

Fue coger el Mustang Torino amarillo y no pude evitar ponerme un poquito triste, pues me acordé de mi primo Francisquito. «¡Qué pena que no pudiera ser mi hermano!», pensé mientras seguía rueda que te rueda con el coche, «tenerlo a él y súper Juanito como hermanos sería lo más guay del universo mundial».

Aquella semana mi padre tenía el turno de trabajo por la noche y siempre que ocurría esto, se quedaba a dormir en el dormitorio del tío Manuelón, que en paz descanse. Mientras jugaba en la parte alta de la casa, vi cómo se encendía la luz de la claraboya que daba al desván y,  como  la curiosidad  mata gatos me picó en la barriga, me acerqué a espiar lo que fuera que estuviera haciendo mi papá.

Lo que vi me dejo patidifuso, mi padre en vez de dormir estaba sentado en la cama fumándose un cigarro ¡Cómo lo viera la sargento seguro que le caía una bronca de campeonato! A mi mamá no le gustaba que fumara en la casa porque decía que lo dejaba todo apestado de humo. Algunas veces, cuando llovía o hacía mucho calor, lo dejaba fumar en el salón, pero después tenía que echar un montón de ambientador y se llevaba media hora protestando por el olor.

Otra cosa que me llamó la atención es que, además de tener un cigarrillo en la mano, es que estaba casi desnudo. Únicamente   tenía puesto solo unos calzoncillos blancos,  de esos antiguos de pantaloncito. Me fije en él y aunque no estaba tan fuerte de trabajar en el campo como mi tío Paco, se le veía que tenía músculos en los brazos y un pecho muy abultado con unas tetas pronunciadas, tenía hasta menos barriga que mi tío diría yo. Aunque lo que más me llamo la atención fue el pelo tan negro que le cubría el pecho y las piernas, era como una especie de osito. Bueno como era tan grande, más bien el primo de Maguila Gorila.

Mi papá se fumaba el cigarrillo muy despacio, como si le sirviera para relajarse o algo por el estilo. Pegaba largas caladas y mientras echaba el humo, se llevaba la mano al pajarito como si le picara.

Cuando apagó la colilla, se levantó, comprobó que la puerta del cuarto estuviera bien cerrada y acto seguido  buscó algo bajo el colchón de la cama: una revista. Nada más la abrió, pese a que no veía claramente las imágenes, por la composición de las páginas y tal, supe que se trataba de una de tías en bolas. Me tranquilizó comprobar que no había ninguna oveja por allí. Sería asquerosísimo lo de ver a mi padre jugando a lo de las “pajas”.

Así que, deduje que lo que iba a hacer era leerla para para quedarse dormido más relajado o que se iba a poner a jugar a la “masticación”.  Sí, lo más seguro es que se fuera a hacer esto último, pues como mi madre estaba con lo del luto seguro que no tenía ganas de hacer con él a lo de los actos impuros y el pobre para matar el aburrimiento tendría que jugar solo.

Lo cierto y verdad, que por muy popular que fuera el juego ese de los mayores, me imaginaba a mis padres practicándolo y me daba un poquito de cosita. Seguro que, aunque todo el mundo empataba y no había ni perdedores, ni ganadores, mi mamá tenía que hacer algo para quedar por encima de mi padre y llevarse ella algún merito. ¡Porque ella era así de Sargentona y no tenía remedio!

Solo pensar que iba a ver a mi papá haciendo lo mismo que el tito Paco y me puse requeté nervioso.  Me entraron hasta ganas de hacer pipí y todo. Si no fui, es porque como sabía que  lo de la masticación era tan corto, seguro que entre ir y venir del cuarto baño me lo perdía.

Lo primero que hizo fue pasar rápido las hojas de la revista, como buscando las páginas que más le gustaban, me dio la sensación que, como mi primito, se la había visto tantas veces que se la sabía de memoria.   Una vez dio con su parte preferida, se puso a observarla detenidamente como regodeándose en ello y al mismo tiempo, empezó a tocarse el pito. Le tenía que picar muchísimo, porque no paraba de rascárselo.  

En un momento determinado, quizá porque no se aguantaba ya el escozor, se sacó la pilila por la abertura del centro. ¡Madre mía, qué cabezona era! Parecía una especie de champiñón, pues la parte de arriba era como el doble de grande que la de abajo. Menos mal que mi primo Francisquito me había dicho que las churrinas no se heredaban, pues aunque era casi tan grande como la de mi tío era más fea que el culo una cabra. Más que una picha, parecía el aldabón de la  puerta de una casa antigua.

Mi padre se levantó de la cama, puso la revista abierta sobre ella,  y se desvistió por completo, mostrando un culo que aunque no era  tan súper gordo como yo pensaba,  tenía casi tantos pelos en él como en el pecho. 

Sin dejar de mirar a las tías en bolas, mi padre empezó a “masticarse” la picha muy suavemente, como si no tuviera prisa a la vez que se pasaba la mano por las piernas y el pecho. Ponía la misma cara que cuando estaba jugando con mi hermano al ajedrez y estaba a punto de ganarle.

 La verdad es que no sé porque a los mayores le gustaba tanto aquel juego, siempre era lo mismo: parriba, pabajo, pabajo, parriba… Cuando más aburrida estaba la cosa, se echó un escupitajo muy largo y grande en  el pito. Aquello debía ser  cantidad de medicinal, pues se le puso cara de estar muy relajado y contento, como si estuviera dejando de estar enfermito.

Poco después, comenzó a rascarse con más fuerzas y ganas. Lo miré a la cara y comprendí que estaba a punto de curarse, clavé mi mirada en su pilila y una inmensa cantidad de líquido blanco salió de él. Mi papá debió estar muy malito, pues expulsó un montón de virus de esos.

Tras echar todos los gérmenes fuera,  se sentó en la cama, cogió un pañuelo y se limpió. Me llamó la atención que no hiciera lo que hacían mi tito Paco y los gemelos, pues ellos se lo tragaban para  vacunarse. Supuse que o bien no lo sabía, o le daba igual ponerse enfermito de vez en cuando.

Tras volver a ponerse los calzoncillos y guardar la revista en su escondite secreto, se metió en la cama y apagó la luz. Como , aunque no hubiera puesto el “The end” como en las películas, estaba claro que ya no quedaba nada más que ver, decidí que era mejor seguir jugando con mi Mustang Torino amarillo, porque el juego de la masticación, por muchas maneras diferentes que se hicieran, al final resultaban  siendo un poquillo aburrido.

Mientras deslizaba las ruedas de mi estupendo coche por el suelo del desván, me puse a cavilar como hacen la gente lista y me di cuenta que a pesar de no estar con Francisquito, había descubierto tres cosas:

1)El luto, aunque te dijeran eso tan bonito de “te acompañamos en tu sentimiento”,  era un rollo y, nada más tuviera dieciocho años, me iba hacer ateo para no practicarlo.

2)Que a pesar de lo pesado que era y las bromas que me gastaba, Juanito me quería mucho y desde que me salvo la vida se había convertido en mi hermano preferido (También era el único que tenía).

3)La “masticación” era un juego  secreto de mayores bastante popular y no siempre había que practicarlo debajo de una ducha, también se podía hacer con una revista de tía en bolas como lo de las “pajas” en el pajar.

**Nota del autor: El nombre de Dan Defensor era el apelativo que se conocía en  la España de aquella época a Daredevil y respondía a las dos D que tenía el súper héroe en el pecho. He decidido dejarlo así como un guiño a los lectores que lo vivieron. 

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