La masticación del Tito Paco

Los descubrimientos de Pepito

Séptimo episodio   : “La masticación del Tito Paco”

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Debido a que su tío Demetrio ha fallecido, Pepito ha ido unos días a casa de su primo Francisquito. Entre juego y juego, su primo le enseñó como el “Facu” practicaba el juego de las pajas con una oveja. A Pepito aquello le pareció lo más asqueroso del mundo. Pero no terminaban los descubrimientos para Pepito, pues su primo también le iba a explicar en qué consistía una “masticación”.

A eso de las siete de la tarde, mi primo Francisquito y yo empezamos a ponernos guapos para ver los Santos. A la vez que nos vestíamos con la ropa más arregladita que teniamos, a mí me dio por practicar mi deporte favorito, un deporte con el que no se suda, ni se cansa uno: preguntar.

—¿Cómo dijiste que se llamaba lo  que hizo el Facu de rascarse el pito antes de jugar con Blanquita?

—Masticación, lo he leído en un libro. Por lo visto los mayores lo hacen cuando no pueden practicar actos sexuales…

—¿Actos sexuales? —pregunté extrañado pues no entendía ni papa.

—Es el nombre científico de los actos impuros.

—¡Ah!

—Pues eso, cuando los mayores no pueden practicar actos sexuales practican la “masticación”. Para mí que tiene que ser como lo de jugar a los médicos, pero solos.

—¡Ah! Debe ser muy parecido a lo que hace mi padre cuando mi mamá no lo deja ir al bar a jugar la partida de cartas con sus amigos al bar y se queda en casa, tomándose un vino y jugando al solitario.

—Pues sí.

—¡Qué aburrido! Mi padre siempre gana y no tiene nadie a quien decirle que es el mejor del mundo jugando.

—¡Qué va, Pepito!.. A los mayores cuando practican la “masticación” se les queda la misma cara de felicidad que cuando están jugando a los médicos y echan los virus.

—¿Y tú cómo lo sabes, Francisquito? ¿A qué mayor has visto haciendo eso?

—A mi padre, unas cuantas veces.

Se me quedó una cara de pasmado de matrícula de honor. ¡No me podía creer lo que estaba escuchando! Mi primo no solo vigilaba a sus hermanos gemelos, también lo hacía con su padre.  Estaba claro que Pepito Bond era una caca de agente secreto al lado del Súper Espía Francisquito.

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Qué listo era mi primo Francisquito y cuántas cosas aprendía siempre que jugaba con él! La verdad es que era muy temerario y se atrevía con todo.

A mí, si veía en bolas a mi hermano Juan o a mi hermana Gertrudis no me daba vergüenza pero a mi padre,  aquello eran palabras mayores. En fin,  imagino que con lo “súper listo” que era se daría las trazas para que no lo pillaran, porque si lo hacían lo podían castigar sin postre por lo menos, ¡hasta que viniera de la “mili”!

Me disponía a preguntarle la forma y modo en que había visto a su padre haciendo aquello de la “masticación”, cuando Ernesto vino a decirnos que nos dejáramos de darle tanto al “bistec” y nos diéramos prisa, que  llegábamos tarde para ver a la Virgen.

Francisquito y yo íbamos hechos unos marqueses de tomo y lomo, llevábamos puesta  la ropa nueva de Semana Santa y hasta nos habíamos echado  fijador en el pelo para estar más guapos. Si no fuera porque los zapatos nuevos me apretaban un poco, me llevaba vestido de bonito toda la vida. ¡Qué guay!

Cuando llegamos al salón vimos a Ernesto y Fernando también de “guapitos”.

“¡Cuándo sea grande quiero ser como ellos!” —pensé mientras me miraba en un espejo que había en el salón.

Junto a los gemelos, y estirando el cuello como si con ello fuera a conseguir ser más alta, estaba Matildita.

Yo con ocho años sabía muy poquitas cosas, las que me había explicado en el cole, las que me había contado Gertru y los secretos de Francisquito, pero si había algo que tenía claro es que la gran mayoría de los piropos que te dice tu madre son mentiras: Ni eres el niño más listo del mundo, ni eres el más guapo, ni mucho menos. Si las mamás te dicen esas cosas es porque te quieren mucho. El problema es que llegamos al colegio, donde descubrimos que el mundo no se limita únicamente a papá, mamá y los hermanos, y que hay muchísimos más niños a los que le han dicho durante toda la vida lo mismo que a ti.

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Pues mi prima, a pesar de llevar yendo cinco años al colegio, todavía no se había enterado de que las había más guapas, más listas y más simpáticas que ella. Es lo que pasa cuando eres la única niña de la casa, te miman hasta la saciedad en su afán de protegerte, ¡y después, como el Coyote de los dibujos animados, te das todos los testarazos juntos y nunca pillas al Correcaminos!

Pero de lo caprichosa que era  mi prima,  tenía mucha culpa mi tía Enriqueta, a la  buena señora  la impertinente Matildita le había cogido el pan bajo el brazo y, como  era tan buena, no hacia otra cosa que deshacerse en atenciones y elogios hacia la desagradable  niñita.

El día anterior había lucido un vestido nuevo pero eso no le había parecido suficiente  a mi redonda primita. Ella tenía que estrenar uno también el Viernes Santo.  Y si horrible le quedaba el vestido verde lechuga del jueves, peor le quedaba el naranja  chillón que llevaba puesto  en aquel momento.

La miraba y no podía pensar que estaba mona. Al contrario cuanto más la observaba, más se me venía  a la mente la imagen de Naranjito, la  que iba a ser la mascota de los mundiales de fútbol. Sé que me iba a costar un coscorrón de Fernando, pero en cuanto tuviera la más mínima oportunidad,  le iba a largar lo de “Naranjita presumida”, para que se le bajasen los humos de una vez por todas  a la reina de corazones.

¿Por qué ella podía estrenar un traje todos los días y yo tenía que repetir pantalón y camisa los dos días? El único consuelo que me quedaba es que ni mi camisa, ni mi pantalón me hacían la barriga, ni el culo gordo como a ella. Algo es algo.

Nos montamos en el Range Rover para ir al pueblo. Fue sentarnos y mi primo puso la radio y ¡qué suerte!, sonó mi canción preferida del mundo mundial. ¡Y es que la Rafaella Carra era la bomba!

♫♫ Por si acaso se acaba el mundo

todo el tiempo he de aprovechar

corazón de vagabundo

voy buscando mi libertad♫♫

Miré a mis dos primos pequeños esperando que estuvieran cantando igual que yo pero, uno por soso y la otra por estirada, parecía que no les gustaba la canción. Como no quería dar pie a  que pensarán que era mariquita u otra cosa parecida, me callé y  seguí cantando a la Carra para mis adentros.

Tres canciones más tardes llegamos al pueblo. Fernando dejó el coche en el garaje de un amigo y nos dirigimos a la plaza del centro para ver a la Virgen y al Señor.

He de admitir que eso de sacar vestidos de bonitos a  unos santos de madera a la calle  nunca me había gustado.  Y sí no me hacía el remolón para no ir, se debía a tres razones: la primera  porque era de las pocas veces que mi posesiva madre me sacaba a la calle,  la segunda porque lo hacía todo el mundo y la tercera,  y  más importante, porque no me quedaba más remedio.

Aquel Viernes Santo a pesar de que los zapatos me dolían para reventar y que la “Naranjita” se me hacía insoportable a más no poder, me lo estaba pasando súper, pero que superbién. Mis primos gemelos, a pesar de ser mayores, me caían estupendamente y Francisquito era lo más parecido a un hermano que había tenido nunca. ¡Qué el Juanito tenía mucha guasa! Siempre haciéndome cosquillas y gastándome bromas. ¡Qué pesado que era! ¡Qué porque era mi hermano desde chiquitito, que si no lo iba aguantar un cura haciendo piola!

Cuando llegamos a la plaza del  centro del pueblo, mi primo Fernando nos compró garrapiñadas para que nos entretuviéramos mientras llegaba el Yacente y la Virgen de las lágrimas. (¡Qué nombre más raro les ponen a los Santos, con la fácil que era llamarse Jesús, María o José!)

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La verdad es que esperamos un buen rato y cuando llegaron los primeros penitentes con las cruces grandes, me requeté dolían  los pies de estar tanto tiempo parado y  sin moverme. Pero no me queje ni siquiera un poquito, para que mis primos gemelos no se pensaran que seguía siendo un niño chico. La verdad es que días como aquel, no me hubiera importado ser un bebé, sobre todo para que me cogieran en brazos.

Una de las cosas que más me gustaba de la Semana Santa era el olor a incienso, me encantaba como el   agradable aroma del incensario se te metía hasta los pulmones. Lo que no sé, es para que me puse tanta colonia de la buena, si  al final con tanto humo, nadie me la iba a poder oler.

Los nazarenos, por mucho que dieran caramelos y demás, me daban un poco de miedo. Eso de ir bajo una túnica con un capirote para que nadie supiera quién eras,  no me simpatizaba mucho. ¡Porque vamos a ver…! Si no iban a hacer nada malo, ¿por qué se tapaban? En las películas americanas los policías iban con la cara descubierta,  los cacos eran los que se ponían las medias en la cabeza para que no los conociera nadie.

Los de mi pueblo  tenían la túnica negra oscura  y  eran más  feos que Picio y los de allí eran blancos, con los guantes y demás adornos en rojo. Aunque eran un poquito más bonito, me seguían sin gustar un pelo. ¿Por qué metían la cabeza debajo del capirote? Si yo fuera a pasearme delante de la virgen, me gustaría que todo el mundo me viera y dijeran: «¡Mira quién va ahí, es Pepito! ¡Qué guapo que es! » Así que lo tenía clarísimo, vestirme de Nazareno, sin que nadie se enterara de quien era yo, no lo haría en la vida. Al menos que me dejaran llevar una túnica de un color diferente que la de todos mis compañeros.

Y si lo de salir de penitente y con un antifaz, salvo que me dejaran escoger a mí el color, tenía claro que no lo iba a hacer jamás de los jamases,  lo de meterme debajo del paso de costalero menos todavía. Primero porque eso de cargar sobre las espaldas  con una imagen de madera, por muy bonita que fuera, me parecía de lo más cansado; segundo porque  parecía que para ser costalero un requisito era que tenía que estar muy, muy gordo y yo de mayor quería ser delgado, por lo que el primer examen no lo pasaría  y lo tercero, y lo que menos  me molaba, es que seguro que a alguno estando debajo del paso se le antojaba tirarse un “peito” y  ¿qué iba a hacer? ¿Aguantárselo hasta que le tocará a la otra cuadrilla? Pues no, ¡tirárselo allí mismo! ¡Qué asco, tenía que oler a huevo podrido debajo del paso! Seguramente era por eso por lo que iba el monaguillo, dale que te pego, con el incensario.

Otra cosa que no me gustaba de   las procesiones, era como se apelotonaba la gente, parecía que le iban a quitar el trocito de santo que les tocaba en suerte, y digo trocito, porque era lo único que  yo alcanzaba a ver.  Y eso una vez mi primo Ernesto me aupó para que  lo viera mejor, pero como las antipáticas personas que estaban detrás  se pusieron a protestar,  el pobre no tuvo más remedio que bajarme. ¡Ofu, con la gente! Ni que  ellos nunca  hubieran sido bajitos.

Mi primo Francisquito había conseguido un buen sitio delante del todo, pero no había podido colarme, pues junto a él  había un niño muy cursi y repelente que se puso a relatar de muy malos modos y me tuve que quedar junto a Ernesto y Fernando. ¡Ah, y con “la reina de las naranjas”, que se me olvidaba!

Cuando pasó por delante de nosotros el Señor, todo el mundo se santiguó y se quedó en silencio, solo se escuchaban los mazazos que daban los músicos sobre los bombos… ¡Pum, pum! No sé porque, pero me dio la sensación de que el muñeco de madera estuviera vivo… ¡Hay qué ver las cosas tan raras que me da por pensar cuando estoy aburrido!

Por cierto, a pesar de que la imagen del Cristo metido en una urna no la pude ver todo lo bien que debiera, me pareció impresionante de bonita. Tanto que hasta me puse un poco tristón al verlo,   creo  que seguramente, porque me recordaba a la parte del cuento en que  Blancanieves  se comió la manzana envenenada y  los siete enanitos lloraban como Magdalenas. Por lo que he escuchado en misa, Cristo resucitó al tercer día. ¿Le darían también al Señor un beso para que se despertara o lo haría por su cuenta y riesgo como el Conde de Montecristo?

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Tras pasar el Yacente estuvimos un rato viendo pasar túnicas blancas y capirotes blancos. Un capirote, otro capirote, venga capirotes… ¡Qué hartura de cucuruchos!… En eso “Naranjita” que se había comido todas sus garrapiñadas, ni corta ni perezosa me quitó las mías y  yo, olvidándome de donde estábamos,  protesté, protesté y cada vez más alto… Hasta que Ernesto, viendo la trastada que me había hecho su hermanita,  fue y compró dos paquetes más: uno para mí y otra para Matildita. ¡Menos mal!, porque hasta me dieron ganas de “jarrearle” una torta allí mismo a la muy egoistona.

Una vez tuve la nueva  bolsa de golosinas conmigo, me puse a examinar, como quien no quiere la cosa, a la gente que nos rodeaban. A excepción de mi prima y yo, el resto de los que aguardaban la llegada del paso de Misterio eran mayores, los más jóvenes eran una pareja de novios que tendrían más o menos la edad de mi hermana Gertrudis.

Observé detenidamente a los dos muchachos, ella llevaba un vestido de flores hasta media rodilla, él llevaba un traje de chaqueta con corbata. El chico se veía que no estaba acostumbrado a vestirse así pues no paraba de meterse mano al cuello como si le picara, la chavalita, por el contrario, estaba más feliz que unas pascuas, sabía que estaba  la mar de requeté bonita con lo que llevaba puesto y se hartaba de presumir de ello.

Como se ve que la pareja estaba tan aburrida como yo con tanta túnica, tanta cruz y tanto silencio, él comenzó a decirle algo muy bajito  al oído y  ella, como si fuera el Lindo Pulgoso, se tapaba la boca y contenía una risita tonta.

Lo que sucedió a continuación me dejo estupefacto, estupefacto. El novio cogió a la muchacha por la cintura y de manera casi imperceptible comenzó a restregar el bulto del pajarito por el culillo de ésta. Miré la cara de la muchacha y por su gesto parecía que aquello no le desagradaba pues seguía como una tonta con su “jijijiji” y su “jajajaja”. El chaval, aunque estaba serio y no se reía como la pava de su novia,  no podía disimular que lo que estaba haciendo le gustaba y cada vez se frotaba más. Si el culillo de su novia hubiera sido la lámpara de Aladino, ya habría salido el genio preguntado por los tres deseos.

De buenas a primera, la gente se quedó callada  y sólo se escucharon unas voces que rezaban: “…bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre Jesús” Eran el cura y las penitentes que acompañaban con sus rezos a la madre de Dios. La mayoría de ellas eran mujeres, llevaban una vela encendida y a diferencia de los hombres que iban disfrazados con la túnica, ellas iban vestidas de personas normales. Bueno, normales, normales del todo no, que muchas de ellas iban vestida de negro como si fueran a un entierro y algunas iban hasta con el velo en la cara.

Una vez apareció la Virgen de las lágrimas, el joven se apartó de su novia y se acercó a donde yo estaba para ver más de cerca el paso. Mire de reojo su habitación del pajarito… ¡La tenía hinchada  igual que como se le ponía  al novio de mi Gertrudis cuando estaba en el recibidor de casa!  ¡ Ofu, otro  que  parecía que tenía un alíen debajo del pantalón!

Lo que menos me gusta de la Semana Santa es el montón de tiempo que estás de píe esperando para ver los pasos y lo rápido que estos pasan.  La Señora de las Lágrimas pasó por delante nuestra como un suspiro. Entre eso y lo poco que podía ver desde donde me encontraba,  si me hubieran hecho un examen sobre el color del manto de la Virgen lo habría suspendido con un cero patatero.  Y es que si no hubiera sido por lo rezos y demás, ni  siquiera me hubiera coscado de nada.

Nada más la Virgen se fue, la mayoría de los mayores lo hicieron también. Pero como mis primos eran “semananteros” de pura cepa, se quedaron para escuchar la banda. Esta era un poquito más alegre que la del Cristo.    Hasta te podías zarandear, como si bailaras, con el “titotatitoti” de las cornetas.

Mi primo Francisquito, como se había ido ya el cursi de su lado, me llamó para que me pusiera en primera fila con él. ¡Qué guay, lo bien que se veían los músicos! Si no fuera porque el uniforme de todos era igual y no se destacaba ninguno del resto, a mí de mayor no  me hubiera importado tocar en una banda de Semana Santa, mucho mejor que de nazareno y con la cara metida debajo del antifaz.

Lo peor fue ver a los del bombo. ¡Qué hombres más brutos, con qué fuerza le daban! Me dio hasta un poquito de miedo, pues creí que se les iba a escapar el bolón y me iba a espachurrar la cara. Una vez terminaron de pasar me puse la mar de contento y feliz, pues llegaba lo mejor de la noche: el Burger.

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De camino al MacChaparral, mi primita comenzó a quejarse. Francisquito y yo nos miramos temiéndonos lo peor. Los gemelos tras escuchar a doña “Naranjita” decir, en menos de un minuto, diez veces que le dolía la tripa, optaron por llevarla a casa y que fuera su mamá la que se las entendiera con ella.

—¿Te duele mucho? —Preguntó Francisquito más preocupado porque nos quedábamos sin las benditas hamburguesas, que por la barriga de su hermana.

—¡Síiii, muchísimo! ¡Me parece que de esta no salgo! —Dijo mi “adorada” prima entre sollozos.

—¡Sí no hubieras comido tantas garrapiñadas, no te dolería! —Sentencié yo con mi mejor voz de niño repelente.

—¡No han sido las garrapiñadas! ¡Ha sido la comida de Ernesto que no sabe guisar!— La voz de mi prima estaba impregnada de esa amabilidad hacia los demás que la caracterizaba.

—Pues a mí me ha gustado —Respondí yo, irguiéndome todo lo que pude y poniendo cara de ser más listo que ella.

Mi primo Fernando, viendo que nos íbamos a enzarzar en una de nuestras discusiones que acaban en peleas, me cogió por los hombros y tiró de mí, abriendo terreno de por medio entre los dos.

Fue subirnos al coche y Matildita dejó de quejarse del dolor de tripa. Me pareció que lo   único que quería era fastidiarnos a su hermano y a mí lo de la hamburguesa doble con queso. Y como siempre que se le metía algo en la cabeza, se salía con la suya.

De camino a su casa, Ernesto y Fernando no pararon de decir lo bonita que iba la Virgen ese año. Algo que yo no entendía pues las estatuas de madera están igual siempre, y no están un día más guapa y otro menos. ¡En fin otro gran enigma para mi corta existencia!

Se ve que como la conversación sobre varales, mantos, sayas,  faldones, maniguetas  y demás daba para mucho, fue lo único que escuchamos en el camino de vuelta. La charla se animó tanto que hasta Francisquito metió basa:

—¿El relicario de este año es nuevo?

—No, es el del trono antiguo —Le contestó Ernesto- ¿A qué te gusta más que el que tenía el año pasado?

—Sí, con los candelabros antiguos me pasa lo mismo, me gustan más que estos.

Cómo todo lo que hablaban me sonaba a chino, terminé por desconectar de la conversación. ¡Qué tampoco tiene uno porque saber de todo!

Al llegar a casa de mis tíos, al vernos llegar tan pronto se asustaron un poco.

—¡No pongas esa cara mama, que no pasa nada! —Dijo Fernando a la vez que abría la puerta de atrás para que saliéramos—Es tu hija que dice que  le duele un poco la tripa.

Ver a mi prima salir quejándose y casi llorando del Range Rover, me descubrió la buena actriz que se había perdido la serie de JR, si tenían que meter un personaje malvado y feo, Matildita era la candidata perfecta.

Mi tía Enriqueta, como si su hijita se estuviera muriendo, se fue para ella y la agasajó. ¡Parecía mentira que se creyera todas las pantomimas de mi primita!

Al poco estábamos en la cocina, viendo como la buena mujer le preparaba una taza de poleo a  doña malvada de Dallas y mis primos mayores, al comprobar que su madre lo tenía todo  bajo control, se despedían de nosotros pues querían ver a la Virgen de la Soledad. ¡Qué coraje me dio que se fueran! Cuando volvieran estaríamos dormidos y no podríamos verlo jugar a los médicos.

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—¿No habéis comido nada entonces? —Preguntó amablemente la madre de Francisquito, a la vez que servía la infusión a Matildita.

—No, porque la hermanita fue terminar de pasar la Virgen y se puso a llorar diciendo que le dolía. El primito y yo nos hemos quedado sin ir al Burger. —Refunfuñó Francisquito.

—Por eso no os preocupéis, que un plis plas os preparó yo un bocadillo de tortilla que está más bueno que las hamburguesas esas.

Mi primo y yo nos miramos no muy convencidos de lo que había dicho su madre pero como no nos quedaba otra, no pusimos ninguna pega. (El hambre que es muy mala).

A favor de mi tía, tengo que decir que la buena señora se esmeró todo lo que pudo por tenernos contento. Cogió un par de panecillos redondos como los de las hamburguesas, metió una tortilla francesa en medio, las acompañó con un trozo de queso fresco y un par de lonchas de jamón del bueno… ¡Riquísimo! A los primeros mordiscos se nos había olvidado el menú americano y nos habíamos pasado a la dieta mediterránea.

—¿Os gusta lo que os he preparado?

—¡Está guay! —Contestó Francisquito sin dejar de masticar.

—¡Está más que guay, tita! ¡Está “chachipiruli”! —Recalqué yo, a lo que mi tía respondió con una amable sonrisa.

Si disfruté del improvisado bocata que nos habían preparado, más lo hice de la cara que se le quedo a la reina de corazones pues a ella como estaba malita, su mamá no le había dado nada de comer.

— Matildita,  tú esta noche te tomarás sólo la infusión de poleo, veras como mañana te encuentras mejor —Le argumentó mi tía al oír como su adorada hija decía que se le había pasado ya  todo el malestar que traía y que tenía hambre.

Cenamos, nos lavamos los dientes y nos fuimos a la cama. Mi primo Francisquito me siguió hablando de lo bien que habían mecido al Cristo de la urna, al Yacente, y de los maravillosos, bonitos y estupendos que eran los pasos del Viernes Santo de su pueblo. Yo, como era mi primo favorito, hice que escuchaba con atención pero en realidad las palabras entraban por una oreja y salían por la otra a la velocidad de Speedy González.

Hubo un momento en que mi primo comenzó a abrir la boca de cansancio, al poco, apagó la luz y nos quedamos dormidos.

El samurái avanzaba por los prados Katana en mano. Los balidos de fondo le recordaban que el terrible Faku estaba cerca. A pesar de que las piernas le temblaban de miedo, el valiente guerrero Pep-hito del linaje de los  Jimekuaja siguió avanzando.

Como luchador ancestral del imperio japonés, debía hacer honor a su título y luchar hasta desfallecer contra el malvado hombre paja. No tenía suficiente con jugar él a lo de las “pajas” con las ovejas, ahora quería obligar a Franc-ikito a cometer la terrible aberración.

El refugio del villano era parecido a un pajar. Deambulando alrededor de él había ciento de ovejas, se diría que miles. Sus balidos retumbaban como la batería de un grupo de rock. Si los inocentes ovinos supieran el fin que les aguardaban, saldrían de allí poniendo patas en polvorosa.

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Sigilosamente Pep-hito, se acercó a la guarida del Faku. El enorme pajar,   sobre un muro del fondo, acumulaba millones de fardos y ante estos, el malvado pastor,  revista de Geishas en mano, intentaba obligar  al bueno de Franc-ikito a practicar el infame crimen del juego de la  “paja”. El animal  que descansaba a sus pies lo miraba  tiernamente, como si  rezara a la virgen de las ovejas desamparadas y aceptará  con resignación su destino.

Cuando el pequeño samurái creía que podía reducir a golpe de Katana al malvado “pajero”. Un golpe en seco en su cabeza hizo que cayera desmayado.

Al recuperar  la consciencia se percató de que estaba maniatado. Levantó la mirada y vio el rostro de su agresor, se trataba del Paku, el hermano pequeño del Faku. Por lo que pudo intuir era otro villano “pajero” como su hermano, Pep-hito al verse indefenso se quedó petrificado.

Buscó con la mirada a su primo, el pobre  estaba a punto de sucumbir ante el malvado Faku. Franc-ikito hojeaba la revista de geishas y, por el brillo de sus ojos, parecía que estuviera como hipnotizado.

Pero lo peor es que si su socio sucumbía ante el maligno, él también lo haría…

Me desperté sobresaltado, me toqué el corazón y estaba requeté acelerado. Eso me pasaba por comer tanto a la hora de cenar, no hacía bien la digestión y se me venían a la cabeza las cosas más terribles. No recordaba muy bien que había soñado. Pero estaba claro que no había sido  ni una pizca de  bonito.

Localicé con la mirada el reloj de la mesita de noche, este marcaba las nueve. Ya pronto vendría mi tita Enriqueta o alguno de los gemelos a despertarnos. A mí no me importaba madrugar, cuando estaba en la granja, porque así el día era más largo y me daba tiempo hacer muchas más cosas.

A ver si podíamos aprovechar bien el tiempo y  a mi primo le daba lugar de explicarme algo nuevo. Porque ya me quedaba muy poco que estar en su casa, que el domingo después de comer regresaba a Don Benito.

Matildita, como no tenía que estrenar vestido y no podía fastidiar a nadie más de lo normal, decidió que la única manera de que estuvieran pendiente de ella, era seguir fingiendo que le dolía la tripa. Mi pobre tía estuvo toda la mañana preocupada por la reina de corazones, tanto que llego a decirle a Ernesto que si no se le quitaba, no tendrían más remedio que llevarla a la  casa de Socorro del pueblo.

De reojo miré a Ernesto, por su gesto, entendí que a pesar de que se callaba por no disgustar a su madre, era de mi misma opinión: No había médico que curara la “cuentitis”. ¡Y menos la “cuentitis” aguda!

A pesar del “grave estado” en que se encontraba “Naranjita”, mi primo favorito y yo decidimos pasar la mañana jugando a la guerra en el campito que había delante de la casa.

Tras miles y miles de disparos a un destacamento de soldados invisibles chinos mandarinos (Mi primo y yo éramos tan “socios” que no podíamos ser enemigos de guerra) y cansados de correr arriba y abajo,  decidimos sentarnos debajo del roble que había cerca del pajar.

Fue posar mi culito sobre la hierba y la imagen del “Facu” y la oveja, pasó ante mis ojos como si fuera una película de Karate. Se  me tuvo que cambiar la cara y todo, porque Francisquito me preguntó  preocupado:

—¿Qué te pasa Pepito?

—Nada, que me he acordado de lo de ayer con el “Facu”.

—¡No pienses más en ello!—Guardó silencio un momento y añadió —Pero a mí no me eches las culpas, que fuiste tú el que preguntaste. Si no fueras tan curiosón, no te pasarían estas cosas.

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—Ya —Respondí yo condescendientemente—Pero me lo podías haber explicado y haberme ahorrado el mal trago.

—Sí, tú mucho rollo con que eres agente secreto, samurái, policía secreta y demás, pero después eres un jiñao —Me reprochó mi primo, bastante enfadado.

—Sí, tienes razón —Dije agachando la cabeza, sabiendo que no había estado a la altura y que seguía siendo un niño chico.

—Entonces… ¿Vas a querer que te enseñe lo de la “masticación” o no?

—Sí, hombre. Porque vete tú a saber cuándo nos vemos otra vez.

Al poco de estar sentado allí apareció la furgoneta de mi tío, una vez la metió en una nave que servía de garaje, mi socio me hizo una señal para que lo siguiera.

Estaba claro que las muchas horas de “solaina” en el campo, habían hecho de mi primito un experto en las costumbres de su gente. A pesar de que lo seguía sin rechistar, no tenía ni idea de lo que pretendía, ni a donde nos dirigíamos.

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Cuando llegamos al garaje, me hizo meterme por algo parecido a una tubería por la que se podía acceder al local. La verdad es que el sitio era bastante estrecho, y mi primo o dejaba de comer tantos bocatas de foie-gras como se comía o pronto no iba a poder seguir metiéndose por allí. En aquel momento, más que  como un niño, me sentía como un ratón. Eso era, éramos Pixie y Dixie y  si su padre pillaba nuestra travesura, seguro que se transformaba en Jim, el gato andaluz.  Aunque no creo que se limitara a decir aquello de “¡Malditos roedores!”

Era sorprendente como mi primo Pixie se conocía todos los recovecos de la pequeña finca de sus padres. Y es que no hay cosa que agudice más el ingenio en un niño, que el aburrimiento. ¡Y Francisquito se tenía que aburrir mogollón, porque no paraba de hacer trastadas!

Pasado el estrecho tubo, pudimos entrar en la nave donde se guardaban los coches. Mi primo me hizo señas para que me escondiera junto a él detrás de la rueda de uno de los enormes tractores, desde allí podíamos vigilar sin ser vistos.

Como siempre que hacíamos las tareas de espionaje, mi primo se puso el dedo sobre la boca indicándome que guardara silencio. El garaje estaba lleno de  todo tipo de vehículos, que yo recuerde había dos tractores, la segadora, el coche de mi tío y dos furgonetas: la de mis primos y la de mi tío, la cual  acababa de aparcar.

La inmensa nave además de servir para guardar los coches y los enseres del campo, servía de ducha, allí mis primos y mi tío se cambiaban la ropa de trabajo y  con ello se ahorraban escuchar las quejas de  mi tía, por aquello de ensuciarle el suelo de la casa de tierra.

Recogida las herramientas mi tío hizo algo, que aunque me esperaba, me llamó enormemente la atención: comenzó a desnudarse. Traía puestos una camisa azul, parecida a los monos de trabajo, un pantalón marrón bastante amplio y unas botas oscuras, las cuales estaban impregnadas de barro y trozos de vegetación. A pesar de que llevaba ropa de pobre e iba sucio, no me pareció asqueroso como el Facu.

Lo primero que se quitó fue los zapatos, dejando al descubierto unos calcetines grises que, aparte de gastados, estaban manchados de tierra. Cogió las sucias botas, las puso debajo de un grifo e intentó quitarle un poco de suciedad. Tras descubrir sus pies, se desprendió de los pantalones, dejando al descubierto unas piernas cubiertas por un vello rubio y unos calzoncillos blancos de pantaloncitos, como los que se ponía mi padre.

Al quitarse la camisa vimos que debajo de esta tenía una camiseta blanca de tirantas, el cuello de esta dejaba entrever los vellos de su pecho. La prenda interior se marcaba a su cuerpo mostrando lo abultado de sus pectorales y algo de tripilla. Lo que más me impresionó fue el tamaño de sus brazos, mira que estaba harto de verlo pues nunca pensé que mi tito Paco estuviera tan fuerte. No es que fuera un forzudo de la tele, pero no era ningún enclenque.

Al verlo sin la camiseta fui más consciente de lo  mucho que Ernesto y Fernando se parecían a él; eran como su padre pero con veinte años menos. Tenían los mismos ojos azules, el mismo cabello rubio… ¡Sí hasta Fernando cuando sonreía ponía la misma cara de buena gente que su padre!

Una vez se quitó los pantaloncitos blancos, constaté que Pixie decía la verdad: la pilila no se hereda. A pesar de estar “aburrido”, el pito de mi tío se veía tamaño caña de lomo, nada que ver con el tamaño fuet de sus dos hijos gemelos.

Colocó la ropa sucia en una especie de perchero que había en la pared y, desnudo como estaba, se encaminó hacia la ducha. Al principio, verlo enjabonarse y quitarse la mugre de la piel me pareció entretenido, pero después de un ratillo me comencé a aburrir, porque no tenía nada de especial.

En el momento que inició el lavado de su cosita me pareció más interesante, pues se frotaba con unas ganas y le salió tanta espuma que apenas se le veía la churrita y los huevecillos, parecía como merenge.

Cuando se enjuagó, fue entretenido ver como el agua recorría su piel hasta rebotar con la cerámica de la placa ducha. A continuación, cerró el grifo y se puso a tocarse el pito que dicho sea de paso se le había puesto un pelín más grande.

—¡Eso que va a hacer ahora es la masticación! —Me susurró Francisquito al oído.

Dado que la lección del día consistía en lo que estaba haciendo su padre en aquel momento, puse todo los sentidos en ello y no perdí puntada de cada cosa que hacía el tito Paco.

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Lo primero, ya lo conocía de habérselo visto hacer a los albañiles y al “Facu”, se rascó la “pilinga” y, al igual que las demás veces anteriores, cuanto más se rascaba, más grande se le ponía. ¡Oscuas! No era como la del Genaro, que era marca morcón, pero era más grande que la del albañil que era tamaño caña de lomo. ¿Sería que había más clasificaciones, de las cuatro que yo conocía? Cuanto más aprendía, más me daba cuenta lo poco que sabía.

A mí lo único que se me ocurría es que fueran como los coches que estaba la marca, por ejemplo, Seat  y después los modelos 124, 127, 133. Algo así debía de ser…Fuera que lo fuese, la cosita de mi tío era enorme y gorda como ella sola y, como no paraba de tocarse, más le crecía. Era como los chicles, cuanto más los mascaba, más grandes podías hacer las pompas.

Hubo un momento, en que además de la pilila, se empezó a palpar el pecho, como si buscara algo en él. Como por lo visto no lo encontraba, se comenzó a pellizcar las tetitas. Las que curiosamente no eran dos botones como los mías, sino que parecían dos alcayatas de lo tiesa que las tenía. Me llamó muchísimo la atención, pues nunca antes había visto nada igual.

Por lo visto se cansó de buscarse lo que fuera en el pecho y al poco se llevó la mano al culito. Yo, desde donde estaba, no lo veía muy bien pero para mí que se estaba pasando los dedos por la alcancía y por el agujerito. ¡No sé, estaría comprobando si se había lavado bien!

Lo más sorprendente de todo, es que por mucho que se buscará y comprobará otras cosas, la protagonista de la “masticación” era su picha,  la cual en ningún momento había dejado de rascarse. Más, yo diría que lo que hacía era subir y bajar la mano por ella hasta llegar a la cabeza que era como una especie de tope.

Sumido en aquel movimiento que parecía que estaba tocando una zambomba, a mi tito se le puso una cara de felicidad inmensa. Con la pose  y lo requeté contento que se le veía, si hubiera salido cantando un villancico a mí no me hubiera extrañado nada.

      ♫♫A Belén pastores, a Belén chiquillos….♫♫

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Pero todo lo que empieza termina y  en el momento en que mi tío comenzó a moverse como si le dieran convulsiones, lancé una mirada de complicidad a Francisquito y, por su gesto, comprendí que estaba en lo cierto: Su padre se disponía a echar los virus.

Dividí mi atención entre el rostro de mi tío y su pito, al mismo tiempo que los virus salieron de su cosita como si fuera un torpedo,  la cara de mi tío reflejaba muecas de dolor. El papá de Francisquito debía estar muy malito porque estuvo echando gérmenes durante un ratito largo. Eso seguramente tenía que ser por llevarse toda la semana en el camión y no tomarse las medicinas.

Durante un momento que a mí me pareció eterno, mi tito se quedó descansando apoyando la espalda sobre los azulejos de la pared. Después hizo algo que me dejo estupefacto, se había llenado toda la palma de la mano con el líquido de los virus, en lugar de limpiarlo bajo el agua de la ducha, sacó su enorme lengua y lo chupo meticulosamente sin dejar rastro. Pensé que sería una forma de auto vacunarse al igual, que como me contó Francisquito, hacían los gemelos y por la cara que ponía, debía estar hasta rico.

Volvió a ducharse y esta vez no se esmeró tanto, solo se restregó un poco por el pito y los pelillos de los huevecillos.

Por lo que me contó mi primo después, los mayores jugaban a aquello para quitarse tensiones y por el estrés del trabajo y demás, yo no entendía muy bien a que se refería pero como sonaba muy de persona mayor, le dije que sí, para que no se pensara que era un niño chico.

Esperamos que mi tío se largara para salir de nuestro escondite. Ya de camino a la casa, Francisquito se preocupó por mi reacción ante lo que había visto.

—¿Te ha gustado esto más que los de las “pajas”?

—Pues sí, es guay. Lo que pasa es que dura muy poco tiempo.

—Otras veces dura más. Lo que pasa es que hoy mi papá tendría prisa.

—¡Qué suerte tienes! Yo nunca veo jugar a mi familia.

—Pues lo que tienes que hacer, es que tu mamá te deje venir más para acá, porque en mi habitación te puedes quedar siempre que quieras.

Me gustó tanto la invitación que sin pensarlo le eche el brazo por los hombros y no lo quité de allí hasta que llegamos a la casa. ¡Qué bien me lo estaba pasando!

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Al mismo tiempo que nos aseábamos para comer, mi mente daba vuelta a las cosas que había descubierto desde que salimos a ver al Cristo Yacente.

  1. La Semana Santa, al igual que el fútbol, es un tema que los niños podemos hablar con los mayores y no te dicen: ¡Cállate niño, qué tú de eso no entiendes!
  2. Si finges estar malito, te puedes quedar sin comer un bocata de tortilla y eso no mola.
  3. El juego de la masticación, es como el de los médicos pero en solitario, cada mayor se marca la duración según el tiempo de que disponga.
  4. A pesar de lo que quería mucho a mis padres y a mis hermanos, no me importaría ser hermano de Francisquito. ¡Era el niño más guay del universo mundial!

 

7 comentarios sobre “La masticación del Tito Paco

      1. Realmente toda la historia en sí me encanta, porque más o menos me siento identificado con la historia, misma época aunque sin tanta influencia de la semana santa jajajaja pero como se descubrían las cosas pecaminosas me encanta como lo describes.

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