Los descubrimientos de Pepito
Quinto episodio: “¡Se nos va!”
¿De qué va esta historia? Pepito tras descubrir que a lo que jugaban los albañiles era a “los médicos” (todo gracias al súper listo de su primo Francisquito). En una de esas veces que se transformaba en Pepito Bond, escucha que el repartidor de Butano tenía una churra como la de los negros. Llevando a límites su curiosidad, consigue contemplar el despropósito de la naturaleza que era el miembro del butanero, pero para su desilusión a pesar de ser muy grande, no era negra como había asegurado la Jacinta a su hermana.
No obstante, con aquel descubrimiento no le bastó a Pepito para la semana y, al enterarse que pandilla del Rafita jugaban a lo de “las pajas”, hizo todo lo posible por averiguar en qué consistía el dichoso juego. Pero no pudo conseguir su meta, pues antes de llegar al escondite de la vieja ermita, fue descubierto por el Pepón, el niño más pegón del cole, así que no le quedó más remedio que salir huyendo como alma que lleva el diablo.
De camino a su casa, vio como el Genaro “jugaba a los médicos” con el Diego el Gitano. Aunque, lo que vio lo dejo muy triste: el butanero tenía que pagar para que jugaran con él y aquello no le pareció guay.

El guerrero samurái no estaba dispuesto a quitarse de en medio y dejar que liberara a la hermosa princesita. En sus ojos se podía ver la maldad, sólo conseguiría mi objetivo por encima de….
—¡Pepito, Pepito! ¡Despierta! —A pesar de lo suave que era la voz de mi hermana y la poca brusquedad que puso al zarandear mis hombros, me pegué un sobresalto de película de Frankenstein. Uno no pasa de guerrero samurái japonés a niño de Don Benito así como así, esas cosas llevan su tiempo.
Cuando por fin me incorporé al mundo de los vivos, miré su rostro fijamente, lo primero que pensé fue: «¡Qué coraje tener que ir al “cole”, con el sueño tan bonito que tenía! ». Dos segundos después de abrir los ojos, caí en la cuenta de que estábamos en Semana Santa y, por tanto, no había clases.
Busqué en los ojos de mi hermana alguna explicación de aquel súbito despertar. Estos estaban enrojecidos, como si hubiera llorado, pero dado que una preciosa sonrisa iluminaba su cara, supuse que una mijina le había entrado en el ojo o que había estado pelando cebollas. Aunque era muy temprano todavía para ponerse a preparar la comida.
—Pepito, guapo, vístete que el Tito Paco va a venir a buscarte.
—¿Para qué? —Pregunté yo extrañado.
—Para que pases los días de Semana Santa con ellos —Respondió mi hermana con su mejor voz de princesa.
—¿Por qué—Volví a preguntar.
—¿No quieres ir a pasar unos días con la prima Matildita y el primo Francisquito?
—Sí, claro, pero es que mamá, como la última vez que estuve allí traje la ropa muy sucia, me dijo que nunca volvería a la granja.¿Ha pasado algo especial?
Mi hermana me miró durante unos segundos y, como si las palabras no fueran capaces de salir de su garganta, movió la cabeza en señal afirmativa.
—¿Qué ha pasado? —Insistí, pues no había nada que me diera más coraje que me ocultaran cosas porque pensaran que era un niño chico.
—No te lo puedo contar—Contestó Gertru muy apenada. No sé por qué me dio la sensación de que se iba a poner a llorar de un momento a otro.
Dado que no quería que mi hermana única y favorita se echara a llorar, me quité el traje de niño preguntón y me quedé calladito, calladito. Ella se incorporó y me dejo sólo. No sin antes decirme con su voz normal: «¡No seas perezoso y arréglate ya, que el tito Paco está al venir!»
Una vez me puse la ropa que mi hermana me había preparado. Me dirigí al cuarto de baño, pues tenía ganas de hacer pipi. Además tenía que peinarme, lavarme la cara, los dientes y todas esas cosas que uno hace para estar presentable.

Antes de entrar a asearme, comprobé que toda mi familia estaba en el salón. A pesar de que mis hermanos y mi padre parecían ligeramente alterados, mostraban una silenciosa y triste calma. Mi madre, sentada en el sofá, hablaba por teléfono.
Cuando llegué al salón, mi madre seguía charla que te charla, por su tono y sus palabras, comprendí que estaba contando algo muy triste.
—… lo han mandado para su casa, para que se vaya en compañía de los suyos. Y es que se nos va, Micaela, ¡Se nos va!… Pobrecita mi hermana… ¿Qué va a ser de ella ahora?… ¡Se nos va, Micaela, se nos va!
Al ver a mi madre llorar como una magdalena, comprendí lo que estaba pasando: mi tío Demetrio se estaba muriendo.
Las preguntas con las que había atiborrado a mi hermana murieron en mi garganta. De pronto supe porque me mandaban a casa de mi tío Paco, porque mi hermana parecía que había estado llorando y el porqué de su negativa a contestarme sobre lo que estaba ocurriendo.
Yo a mi tío Demetrio no es que lo quisiera mucho, una cosa normal. Lo veía muy poco, una o dos veces al año lo sumo y, a diferencia de mi tío Paco que era un hombre más cariñoso del mundo mundial, mi tío Demetrio era un hombre seco y al que parecían que los niños le hacían menos gracia que a mí el tocino de la pringá. Siempre que venía a mi casa, mi madre me tenía que decir lo mismo: «¡Pepito, no molestes al tito Demetrio!».
Si me daba un poco de pena, era por mi tía Elvira, la hermana de mi madre, quien era la mar de dulce y cariñosa. Siempre que íbamos a su casa, nos daba leche y tarta de chocolate. La hacía ella y estaba requeté riquísima.
En aquellos años, la imagen que tenia de las viudas, era de mujeres tristes, desvalidas y vestidas de luto. El negro, como obligada vestimenta, funcionaba como un espantapájaros para las alegrías y las risas. Con lo que el respeto por el fallecido, se convertía en una muerte en vida para sus congéneres, sobre todo para los femeninos a quienes “los que dirán” parecían importarle más que otra cosa en el mundo.
Aunque por aquella época, ya el luto empezaba a estar en desuso, esa moda todavía no había llegado a la Extremadura profunda. Dónde que se te muriera un familiar, significaba lapidar parte de tu existencia bajo el yugo de las buenas costumbres.
Al poco la casa se comenzó a llenar de vecinas, que venían a ofrecer a mi madre su ayuda en lo que pudiera hacer falta.
—… Mi marido comerá en la fábrica, mi Juanito y la Gertru son muy grandes y ya se las apañan solos y el niño se va a casa de mi cuñada Enriqueta. Así quito a la criaturita de que lo pase mal, por lo que pueda venir… —Explicaba mi madre a toda aquella vecina que ofrecía su casa, para lo que fuera menester.
Había una cosa que no entendían de los mayores: ¿Por qué hablaban delante de los niños como si no estuviéramos? No sé, si era descuido o era ignorancia. Una vez aprendíamos a hablar, entendíamos casi todo lo que decían. Sobre todo, aquello que no quería que nos enteráramos.
Media hora más tarde llegó mi tío Paco, mi madre al verlo se abrazó a él, dando rienda suelta al llanto que llevaba un buen rato aguantando. El padre de Francisquito la tranquilizó como buenamente pudo, pero aunque sus palabras eran de consuelo, el gesto en su rostro denotaba una gran impotencia. Estaba claro que cualquier cosa que dijera o hiciera, no le iba a quitar la pena tan grande que tenía por dentro.
La escena era tan triste como cuando la madre de Marco se fue a Argentina, porque mi padre me dijo un día que los hombres no lloraban, o si no me habría inundado aquello de lágrimas, porque ganas no me faltaban.

Tras saludar a la familia, mi tío vino hacia mí. Se agachó para poner su rostro a mi altura. A pesar de la dureza del momento, aquel noble hombre, hizo de tripas corazón y me dedicó la más maravillosa de sus sonrisas.
¿He dicho que mi tío Paco era muy guapo? No porque fuera rubio y tuviera unos rasgos agradables, sobre los que reinaban unos preciosos ojos azules. Era guapo porque se notaba que era buena persona y ese halo de generosidad, fluía en cada unos de sus gestos. Mi madre decía que de joven quitaba el hipo de lo buen mozo que era.
—¿Te quieres venir conmigo para jugar con Francisquito y Matildita?
Asentí, moviendo la cabeza a la vez que le regalaba una de mis mejores sonrisas de granuja.
Mi hermana Gertrudis le dio una maleta, con el equipaje en una mano y conmigo en otra, nos despedimos de la familia y abandonamos la casa.

Los dos besos que me dio mi madre me calaron muy hondo. Siempre la había visto como un ser omnipotente y distante, una mujer que te reñía por todo y que gritaba mucho cuando no se salía con la suya. Sin embargo, al posar sus labios sobre mi cara, me pareció el ser más vulnerable y cariñoso del mundo. Creo que hasta aquel día, no llegué a descubrir lo mucho que me quería y lo mucho que yo la quería a ella. Un sentimiento contradictorio crecía en mi interior; estaba feliz, porque iba a jugar con mi primo Francisquito, pero me daba mucha pena ver a mi madre tan disgustada.
Mi tío consciente de que estaba un pelín cabizbajo, antes de montarme en el coche me dijo:
—Pepito, por el tío Demetrio no se puede hacer ya nada. Así que no te pongas muy triste, pues pronto estará con nuestro Señor.
Lo miré de arriba a abajo, aquel hombre a diferencia de todos los hombres mayores que conocía, parecía que le importaban los demás lo que, para mí, lo convertían en un verdadero súper héroe. Si su uniforme, unos pantalones de trabajo azules con peto, una camiseta blanca de manga larga y unas botas marrones de trabajo le hacía parecer un hombre normal, era abrir la boca y te dabas cuenta cuál era su súper poder: era tan simpático y alegre que conseguía que se te fueran las preocupaciones de la cabeza.
Como no decía nada, mi tío me tocó la cabeza y me dijo, en un tono tranquilizador:
—¡Verás como cuando estés con los primos se te olvida todo!
Me abrió la puerta trasera de la furgoneta y tras despedirnos otra vez de mi familia, nos fuimos.

Es curioso como una canción de moda, un paisaje a través de una ventanilla, hacen que nos olvidemos de las cosas que no nos agradan. No habíamos recorrido ni cinco kilómetros y la preocupación por mi madre y la tristeza por la muerte de mi tío Demetrio habían pasado a ser cosas del pasado. En aquel momento lo único importante para mí era el lote de jugar que me iba pegar con mi primo Francisquito y la de descubrimientos que tenía que contarle. ¡Estaba deseando contarle lo de las inyecciones del Genaro!
Como el trayecto hasta su casa era largo y los campos florecidos ya me parecían todos iguales. Me empecé a aburrir y, como quien no quiere la cosa, me puse a mirar a mi tito Paco. Al principio, miraba como llevaba las manos en el volante y lo bien que lo hacía, pero, al igual que hacía en la plaza, me fije en su bragueta. Más que todo para saber de qué marca era su cosita.
Por el bulto que se le marcaba bajo la cremallera del pantalón de trabajo, me dio la sensación de que su pilila era tamaño caña de lomo.
Mi madre decía que los gemelos eran una fotocopia de él, por lo que no me cuadraba que sus mininas fueran de una marca diferente a la de su padre. La de mis primos, según pude ver cuando jugaron en mi casa a los médicos, era tamaño fuet y si se parecían tanto a mi tío no entendía el porqué de esa diferencia. ¿Sería que los pantalones a veces, aumentaban el bulto?
El resto del viaje, mi mente no paró de darle vueltas al transcendental enigma. ¿Serían los pantalones como una especie de lupa para los pitos de los mayores? Y si era así… ¿Por qué la del Genaro no se veía tan enorme cuando tenía puesto el mono de trabajo? ¡Osquites, que de preguntas tenía que hacerle a mi primo favorito!
Al llegar a su casa, Francisquito y Matildita nos estaban esperando en la puerta. ¡Qué alegría me dio verlos! ( Bueno a mi prima no tanto, que se la fumaba en pipa la reina de corazones).
Me acomodaron en el cuarto de Francisquito. ¡Qué guay! ¡Con la de cosas que le tenía que contar!
La mañana fue la mar de aburrida, pues su mamá nos pidió que jugáramos con Matildita. La verdad es que jugar a las comiditas, ser el marido o el hijo, era muy, pero que muy aburrido. Y es que las niñas eran tontalabas, se ponían a guisar comidas que no existían, a tomar de tazas de té vacías y no paraban de hacerse las finolis y las importantes.
Los niños éramos muchísimo más listos, nos pegábamos tiros con pistolas de juguete (a veces un palo nos podía servir de rifle) y nos caíamos al suelo cuando nos acertaban. «¡Bang! ¡Bang! ¡Estás muerto Johnny Carasucia!»
Como, después de comer, mi tía tuvo que terminar de arreglarle el traje nuevo a la reina de corazones. No nos obligaron a jugar con ella y tuvimos toda la tarde libre para nosotros. ¡Qué bien me lo pase con Francisquito! Nos matamos por lo menos dieciocho mil novecientas veces, pero como éramos los mejores bandoleros del Oeste Americano, revivíamos antes de tocar el suelo.
Cuando se nos gastaron las balas (¡Pues correr uno detrás del otro y el otro detrás del uno, cansa una barbaridad!). Nos sentamos debajo de unos árboles que había frente a la casa. Mi primito cogió el palo-pistola y se puso a hacer círculos en el suelo. Como no tenía nada mejor que hacer, y para no aburrirme, me puse a hacer lo mismo.

Entre círculo y círculo, mi mente empezó a bullir como una olla a presión y viendo que él no estaba por darme mucha conversación. Le lancé una importantísima pregunta:
—Francisquito… ¿Puedo confiar en ti?
—Pues claro, Pepito. Somos primos, pero también somos socios —Me contestó sin levantar la mirada del montón de dibujos que estaba haciendo en la tierra.
—Tiene que ver con el juego de los médicos —Dije poniéndole cierta intríngulis a mis palabras.
Mi primo dejó de hacer circulitos, levantó las cejas y me lanzó una mirada asesina. Se quedó en silencio unos segundos y me dijo con mucho mosqueo.
—¿No habrás jugado? ¡Qué te dije que eso es muy peligroso! ¡Que te llevan al reformatorio!
—¡No, no, que va! Te jure por mi madre, mi padre, mis hermanos y mi perrita Lassie que no lo haría y no lo he hecho. Además, no creo que me guste.
—¿Entonces, qué…?
—He visto dos veces jugar a los médicos —Dije poniéndome rojo como un tomate.
Mi primo Francisquito se levantó de repente del suelo, se colocó frente a mí. Cuando creí que me iba a echar una bronca morrocotuda, se frotó las manos y me dijo:
—¡Cuenta, cuenta!
Lo puse al día de lo ocurrido con el Genaro y la viuda, le conté lo del Diego, el gitano, con el repartidor de butano y como este le pagó por jugar a los médicos. Cuando concluí con mi historia, mi primo se quedó muy pensativo. Guardó silencio durante unos pocos segundos y después, poniendo una voz entre persona mayor y sabio, me dijó:
—Lo que hizo el Genaro con la Carmela, no se llama “Jugar a los médicos”, se llama “cometer actos impuros”. Lo sé, porque me lo explicó mi catequista cuando le pregunté por el Sexto mandamiento.
¡Osquite ¡Cuánto sabía Francisquito! Con él todos los días aprendía una cosa nueva. A mí la verdad, que aquello de meterle la pilila por el chochete me extraño un montón y estaba claro por qué, aquello no era jugar a los médicos. Aquello se llamaba cometer actos impuros.
—Si los actos impuros se cometen dentro del matrimonio,—Siguió mi primito —se llama hacer el amor, entonces es cuando el hombre deja embarazada a la mujer. Tras nueve meses, en los que la mujer cada vez se pone más gorda, termina trayendo un niño al mundo.
—¿Entonces tu hermana, que cada vez está más gorda, va a traer un niño?
—No, abombao. Las niñas no se pueden quedar embarazadas. Tienen que ser mujer para que el hombre le deposite la semilla en la barriguita.
—¡Ah! —Dije poniendo mi mayor cara de pasmo.
A mi aquello de la semillita en la barriguita me sonaba a rollo patatero, mi mamá me había explicado que los niños los traía la cigüeña. Lo mismo en Don Benito las cosas se hacían de una manera y en Villanueva se hacían de otra. Pues si lo decía mi primo Francisquito, ¡con lo listo que era!, algo de razón debía de tener.
—¡Oye, Pepito! ¿Tan grande era la churra del Genaro ese?
—Sí, extra grande, tamaño morcón.
—¿Tamaño morcón?— Preguntó extrañado mi primo.
Observé a Francisquito durante unos segundos. ¿Cómo era posible que yo supiera algo y él no? ¡No me lo podía creer! Respiré hondo y, cargando mi voz con la importancia que tenía el tema que me disponía a explicar, comencé a recitarlo, como si fuera la tabla de multiplicar.
—Sí, tamaño morcón. Son las más grandes. Así —Dije separando las manos como intentando dar con la medida del pito del butanero — Después están las tamaño caña de lomo que son un poquito más pequeña. El tercer modelo son las tipos fuet, que vienen a ser más o menos como las de tus hermanos, ni muy grande, ni muy chica. Y por último, están las tipos salchichitas, que es lo último que se despacha… Ni siquiera se notan debajo del pantalón.
Francisquito me miraba con la boca abierta, supuse que lo que le estaba contando no lo sabía. Estaba claro que era dos años más pequeños que él, pero ya estaba practicando para ser súper listo como él.
—Tú, como todas las familias tienen la misma marca, la tendrás tamaño fuet como tus hermanos.
—¡Eso no es verdad! Porque mi padre la tiene más grande y más gorda que los gemelos—Contestó un poquillo cabreado.
Me disponía a preguntarle como sabía el tamaño de la cosa de su padre. Cuando mi tía Enriqueta, nos llamó para que nos ducháramos para ir a ver las procesiones.
Mi tía nos duchó juntos a mi primo y a mí. Mientras nos secábamos, se ve que tuve que ser muy descarado mirándole la churrilla, porque en cuanto su madre nos dejó sólo, Francisquito me soltó algo que me dejo estupefacto, estupefacto.
—Hasta que no llegué a la pubertad. No sé me pondrá grande. Hasta entonces no se sabrá de qué marca la tengo.
No tenía ni idea de donde estaba aquel sitio llamado pubertad, pero cuando me disponía a preguntarle, su mamá abrió la puerta pidiéndonos que nos diéramos prisa, pues ellos tenían que ir al velatorio.
Con el tiempo supe que, durante aquella tarde, mi tío Demetrio se murió. Por ese motivo, mis dos primos pequeños y yo, nos quedamos al cuidado de sus dos hermanos gemelos, quienes nos llevaron a ver las procesiones de Semana Santa que salían por el pueblo. ¡Qué guay eran Ernesto y Fernando! Nos llevaron a comer a un Burger y todo.
De vuelta a casa, nos dijeron que ni su papá ni su mamá vendrían en toda la noche, pues estaban acompañando a mi tía Elvira.
Ernesto se ocupo de meter a Matildita en la cama, mientras que Fernando hacia otro tanto con nosotros dos. Una vez comprobó que nos quedábamos dormidos, se marchó. La verdad es que yo estaba que me caía de sueño, pues me habían hecho madrugar mucho. No me había todavía transformado en guerrero samurái, cuando oigo la voz de mi primito susurrándome al oído.
—¿Sabes Pepito? Quizás lleves razón y cuando las pichas son muy grandes no sean supositorios, sean inyecciones.
Escuchar como Francisquito me daba la razón, lleno mi pecho de orgullo. ¿Podría ser que yo llegara a ser alguna vez tan listo como él?
—¿Tienes mucho sueño?
—Un poquillo…ya estaba contando las primeras ovejitas.
—Si te esperas un poquito, podemos ver a los gemelos jugar a los médicos.
La simple idea de volver a ver a mis primos practicando el dichoso juego. Hizo que me bajara de la oveja que me llevaba directo al Japón medieval y me despertara por completo.
Mi primito, al ver cómo me incorporaba y me ponía de píe. No espero a que le dijera nada y continuó hablando:
—Además, ahora hacen cosas nuevas. Creo que te van a gustar.
—¿Cosas nuevas?—Pregunté poniendo los ojos como platos.

—Tiene que ser una especie de tratamiento. Se llama el sesenta y nueve. Lo sé porque escuché un día como Fernando se lo decía a Ernesto.
—¿En qué consiste
—Es muy fácil. Se tienden en el suelo, uno para arriba y otro para abajo, y se toman la temperatura al mismo tiempo.
—¡Que guay!
—Debe ser un tratamiento muy bueno. Porque ha habido veces que no han necesitado ni ponerse el supositorio, para echar los virus…
—¿Se han echado los virus en la boca?—Pregunte poniendo cara mitad asco, mitad sorpresa.
—Sí, pero no es malo. Porque al ser gemelos y tener el mismo tipo de sangre, los virus se convierten en una especie de vacuna. Así, que no hay ningún problema porque se trague el uno los virus del otro.
¡Jolines, cuánto sabía Francisquito! Era como el libro Gordo de Petete, pero en niño. Lo mejor, que cuanto más tiempo pasaba con él, más inteligente me volvía yo.
Sin darme tiempo a nada, me hizo un gesto con la mano para que lo siguiera. Abrió la puerta del armario, el cual era uno de esos empotrados en la pared. Era enorme, con un montón de pisos, donde había de todo: cajas de juguetes, mantas, zapatos…

Lo ayudé a sacar unas cajas grandes que había en la parte baja. Al quitarlas, dejó a la vista un panel delgado de madera, el cual tenía unos pequeños agujeros desde donde se podía ver lo que había al otro lado, el cuarto de los gemelos.
Francisquito apagó la luz de nuestro cuarto, al principio, al estar tan oscuro, me dio un poco de miedo. Pero me di cuenta, que Francisquito lo había hecho para que no nos descubrieran desde la habitación de al lado. Poniéndose un dedo sobre la boca, me indicó que mirara por una de las pequeñas grietas. Al asomarme descubrí que las rendijas dejaban ver perfectamente las dos camas de la habitación. Era como ver el cine de verano, desde el balcón de tu casa, aunque no oías la película muy bien, la veías perfectamente.
Clavamos los ojos en sendas fisuras de la pared y nos pusimos a ver el espectáculo. Por lo que se podía intuir, ya habían empezado. Es lo que tiene tener dieciocho años, ya eres mayor de edad y puedes jugar a los médicos sin que te lleven al reformatorio.
Una vez concluyeron el boca a boca, iniciaron el reconocimiento corporal.. Fernando pasaba sus manos por el pecho de su hermano, mientras le olía el cuello. ¡Qué de músculos tenía el cuerpo de mi primo Ernesto! Parecía un Geyper-man, anchos hombros, brazos fuertes, sin barriga. Pero lo que más me gustaba era el color de su piel, pese a ser muy rubio; debido a tantas horas como pasaba en el campo al sol, la tenía de un color marroncito claro la mar de guay.
Si guapo me parecía Ernesto, más me lo parecía su gemelo. Porque a pesar de ser iguales como dos gotas de agua, Fernando tenía una simpatía en la cara que daba la sensación que sus ojos eran más azules aún que los de su hermano. Puede que en la pichilla no, pero en eso, si salía a su padre.
Tras el reconocimiento corporal, Ernesto se tendió en la cama. Fernando hizo lo mismo pero de manera contraria a como se había puesto su hermano. Francisquito me tiró del brazo y me dijo, en un tono de voz, tan bajito, tan bajito, que hasta me costó trabajo entender:
—Eso que van hacer ahora, es el tratamiento sesenta y nueve.
Volví a clavar la mirada en mis primos. Al principio entre el barullo de brazos y piernas, no terminaba de ver muy bien lo que estaban haciendo. Tras fijarme con atención, lo conseguí ver requeté claro; tanto mi primo Ernesto, como su hermano Fernando tenían la cosita del otro en la boca. Francisquito, como siempre, llevaba razón: el tratamiento sesenta y nueve consistía en tomarse la temperatura mutuamente. La verdad es que no estaba mal pensado, así ahorraban tiempo.
Ver a mis primos jugar era muchísimo, pero que muchísimo más guay que ver al Genaro con el Diego. Eran más guapos y los dos querían ganar. ¡Cuánto empeño ponía mi primo Ernesto! Parecía que en vez de un termómetro lo que tenía en la boca era una piruleta.

Otra cosa que me llamo la atención del dichoso tratamiento, era que lo mismo se podía comprobar la temperatura tanto por delante, como por detrás. Hubo un momento, que Fernando se saco la pilila de su hermano de la boca, levantó a éste un poco en el aire y paso su boquita por sus huevecitos. Para mí que no sólo paso la lengua, sino que le pegó algún bocadito, pues escuché a Ernesto quejarse.
Una vez se cansó de jugar con los huevecillos. Fernando, ni corto ni perezoso, puso las manos sobre las nalgas de su hermano y estiró de ellas como si quisiera abrirlo por la mitad.
Tan rápido como se cambia de ropa Superman, su hermano metió la lengua en agujerito. ¡Qué pedazo de lengua tenía Fernando! ¡Parecía la de una serpiente pitón! Con un lengüetazo solo, lo dejo empapado de saliva por completo. Pero se ve que no se quedo harto, pues siguió chupa que te chupa un buen rato. Hubo un momento, que hasta metió un dedo y todo. ¡Si es qué eran la caña jugando! No como el Diego con el Genaro que parecía que estaba jugando de compromiso.
Por su parte, Ernesto seguía con el termómetro chupa que te chupa, se ve que no tenía mucha prisa por saber si su hermano tenía fiebre o no. Pues cuando parecía que iba a pitar, se lo sacaba de la boca y otra vez tenía que volver a empezar.
Una cosa que me llamó bastante la atención fue, que mientras su hermano lo inspeccionaba, mi primo había cogido su pilila y le daba una especie de masaje. Supuse que le debía picar, como le pasaba a los albañiles. Pero como dice mi madre, el comer y el rascar todo es empezar y Ernesto había empezado pero no terminaba. Cuanto más se rascaba, más colorada e irritada se le ponía la cabeza de su cosita. Pero ni por eso paraba. ¡Parecía que le hubieran dado cuerda!
Hubo un momento en el que Fernando despegó la cabeza del trasero de su gemelo. Dijo: «¡Ernesto que me vengo!». Yo no sabía muy bien que quería decir con aquello, fuera lo que fuera su hermano no le hizo ni caso. Él siguió a lo suyo, rasca que te rasca y chupa que te chupa. Al poco Fernando comenzó a moverse como si le dieran convulsiones. «¡Está echando los virus!» —Pensé.
Lo que sucedió a continuación me dejo con los ojos como platos, no pude pestañear siquiera. Era tal el chorro de líquido blanco que este se le escapaba por la comisura de los labios, pero a mi primo no parecía importarle. Era más parecía que le gustaba un montón. Una gotita cayeron sobre el ombligo de Fernando y las chupó como si fuera la tapa de un yogurt.
Tan ensimismado estaba mirando la lengua devora todo de Ernesto, que no me di cuenta siquiera de que le estaba echando los virus sobre el pecho de su hermano. ¡Qué cantidad de gérmenes más grande! ¡Pues sí que tenía que estar malito!
Como si se le hubieran acabado las pilas, se quedaron muy quietecitos de repente uno sobre el otro, respirando muy fuerte, igual que cuando yo vengo corriendo del cole a casa sin parar.
Poco después, mi primo y yo, sin hacer ruido, abandonamos el hueco del armario.
Mientras me metía en la cama, medité sobre lo aprendido en aquel día:
- El tamaño de picha no se hereda. Tu padre la puede tener tamaño morcón y tú la puedes tener salchichita.
- Las mujeres y los hombres, no juegan a los médicos. Cuando un hombre mete la pilila en un chochete, lo que hace es un acto impuro.
- La mejor forma de empatar jugando a los médicos, es el tratamiento sesenta y nueve.
A pesar de todo, aún me quedaba una duda. Así que ni corto ni perezoso, antes de que se metiera en la cama y se quedara dormido, le lancé una pregunta a mi primito:
—Francisquito… ¿Tú sabes lo que son las pajas?

buenas tardes
me encantan sus relatos
ya lei los cinco episodios de los descubrimientos de pepito (se nos va) cual es la continuación ya esta o aun tengo q esperar
felicidades son excelentes narraciones
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Hola: Gracias por comentar.
La sexta parte tardará un poquito todavía. No creo que la publique antes de la segunda o tercera semana de Enero. Probablemente un viernes.
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🤣🤣 nos partimos de risa con esta 🤣🤣 siempre nos sorprendes 👏🏻👏🏻 nos vamos a dar un tratamiento y a dormir 😴 jajaja un besazo
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Es una pequeña saga. Mañana publico el capítulo número siete. Me alegro que os hayaís reido. Un besote.
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