Los descubrimientos de Pepito
Tercer episodio : La churra del Genaro.
¿De qué va esta historia?: JJ un homosexual (el prefiere que le digan maricón) de 48 años, se pone a recordar su infancia; su primer constancia de que existía un “juego de mayores” la tuvo con ocho años. A esa edad descubre como dos albañiles se pegan un polvo como es de ley, posteriormente gracias a el árbol de sabiduría que resulta ser su primo Francisquito, descubre que lo que hacían era “Jugar a los médicos”… Juego que practican con bastante asiduidad sus primos Ernesto y Fernando. Eso sí, su primo le explica que era algo que los niños lo tenían terminantemente prohibido, pues lo llevaban al reformatorio.
La matanza terminó y la familia de mi primo volvió a su pueblo. Cosa que aquel año me puso triste por partida doble: ya no podría jugar más con mi primo Francisquito, ni vería más a sus hermanos Ernesto y Fernando jugar a los médicos. La única alegría que me daba su marcha, es que ya no tendría que aguantar a la reina de corazones de Matildita. A veces me pregunto, si mi aversión hacia el sexo femenino tiene que ver con ella. Pero si es así, no entiendo porque no me llevo mal con las mujeres. Es más, con ella a raíz de lo que sucedió con Rafita, terminé teniendo una muy buena relación.
En fin, mejor no darle muchas vueltas al tema, que al final la culpa de que yo sea maricón, la va a tener un bisabuelo mío, que sufrió abusos sexuales en su infancia, por parte de su abuelo. Ya puesto a buscar una explicación psico-lógica a mis preferencias sexuales, esa barbaridad sin fundamento me parece tan buena como otra cualquiera.
Bueno, a lo que íbamos, de nuevo me había quedado más solo que la una, bajo la atenta mirada del ojo que todo lo ve: mi madre. Así que volví a mi rutina diaria, colegio, deberes y “es muy tarde para salir Pepito”…
Lo peor de todo era que aquel año, más que ningún otro, echaba muchísimo de menos la compañía de mi primo Francisquito. Desde que me contó el secreto del “juego de los médicos” nos habíamos vuelto uña y carne, o como diría el mal hablado de mi hermano Juan: como la churra y el culo.
En fin, sin poder salir a la calle a jugar, aquel invierno se me hizo eterno. Mi única diversión era jugar sólo y leer mis comics. Como solo me compraban un tebeo a la semana, me lo leía tantas veces que me los aprendía de carrerilla y sabía lo que el héroe o el villano iban a decir en cada momento.

El único entretenimiento que me quedaba era ir los sábados con mi madre a la plaza, donde practicaba un juego secreto; mirar el bulto de los hombres mayores y clasificarlo por tamaños. Si lo que se le marcaba debajo de los pantalones era muy grande, su cosota era tamaño caña de lomo, si era “con si con sa”, fuet y si había que mirarlo con una lupa, lo catalogaba en la categoría de salchichita.
Había una cosa que me llamaba muchísimo la atención y era que todos los policías y guardias eran clase “caña de lomo”. En un principio pensé que era porque los pantalones que le obligaban a ponerse eran muy estrechos, pero después llegué a la conclusión de que, al igual que los jugadores de baloncesto le exigían que fueran altos a los policías y municipales los escogían entre aquellos que tuvieran la pilila más grande. Debía ser como una especie de prueba que debían de pasar para que le dieran el uniforme y la porra. De no ser así, no me lo podía explicar que todos estuvieran en la misma categoría.
Sin embargo, si había alguien que batía todo los records, era Ángel el novio de mi hermana. Ángel era un chico moreno, delgado y bastante alto, yo le llegaba un poquito más arriba de la cintura. Como todavía no había “hablado” con mi padre para pedirle permiso para salir con mi hermana, no entraba en mi casa y se quedaba en la puerta. Todos los días, él y mi hermana se ponían en el recibidor de casa a charlar de sus cosas (Mi hermano Juan decía que “pelaban la pava”) y se pasaban allí las horas muertas.

Cuando la cena estaba en la mesa, mi madre me mandaba a llamar a mi hermana. Todos los días pasaba lo mismo, era abrir la puerta que comunicaba la casa con el recibidor y encontrarme a mi hermana con su novio dándose un beso de artista de cine. Yo, como de costumbre, a la vez que daba a mi hermana el recado de mi madre, miraba fijo el bulto de la cosa de Ángel. ¡Era lo más tremendo que había visto nunca! Lo peor es que parecía moverse bajo la tela del pantalón. Su tamaño era tan exagerado, que a veces me daba hasta miedo. Tenía la sensación, de que fuera a saltar sobre mi cara como el monstruo que ponía los huevos, de la película “Alien”.¡Urggh…!
En fin, que aquel invierno además de frío y húmedo, fue la mar de aburrido.
Pero finales de febrero nos trajo a mi familia algo más que el frío característico: un tío mío enfermó, según escuchaba decir a los mayores tenía una cosa mala. Y debía ser muy mala, porque lo decían entre dientes y con mucho miedo. Como si hablar de ello abiertamente, pudiera propiciar que cayera sobre ellos una especie de maldición.
Mi hermana Gertrudis, nos dijo a mi hermano Juan y a mí, que tenía cáncer y que se iba a morir. Yo no tenía todavía un concepto claro de la muerte, sabía que en las películas cuando mataban a uno de los buenos, la gente se ponía muy triste. Conocía que algunos niños en el colegio les faltaba su padre o su madre y que los abuelos cuando eran muy mayores se iban al cielo. Entendía que debía ser algo malo, pues a esas personas no las volvía a ver, pero poco más.
El caso es que debido a la enfermedad de mi tío, mi madre se marchó a casa de su hermana, para cuidar de sus hijos y se, alguna vez que otra, cuidando al marido de ésta en el hospital. Mientras tanto, Gertrudis no tuvo más remedio que hacerse cargo de las faenas del hogar, ella decía que estaba de ama de casa.
Tarea que, a sus dieciocho años y a pesar de que le venía un poco grande porque era mi madre quien se encargaba siempre de todo , afrontó requeté bien.
Sin embargo, a mí la muerte anunciada de mi tío me vino como anillo al dedo. Gertrudis, aunque me vigilaba muy de cerca, no era tan tiquismiquis como mi madre, me atosigaba solo lo justo y me dejaba un poco a mi aire. Cosa que dicha sea de paso, para mí era suficiente, para hacer alguna trastada.
Los primeros días me porté como un niño bueno, buenísimo… Cuando ya el enemigo se había confiado, comencé mi táctica evasiva. Al principio, pedía permiso para salir a la calle una vez terminaba los deberes, después, para evitar que me dijeran que era muy tarde u otra pamplina parecida, me lo tomaba por mi cuenta y riesgo.
En mis furtivas salidas a la plaza, descubrí que los niños se comportaban de un modo muy distinto en la calle, de lo que lo hacían en el cole. Si cuando estaban en clase, parecían no haber roto nunca un plato, en la calle se cargaban la vajilla entera.

El peor de todos era el Rafita, un niño de una muy buena familia; o por lo menos eso, es lo que decía mi madre de él. He de admitir que a mi ese niño, nunca me cayó bien, primero porque trataba a los más pequeños como si fuéramos un mojón, segundo porque era estirado y repelente como él solo. Cuando peor me caía, era cuando escuchaba decir a mi madre a boca llena, que le gustaría que de mayor fuera como él. ¿No había otro mejor? ¿Tan poquito me quería mi madre?
Lo más característico del Rafita era su repeinado cabello y sus gafas de búho, que le daban un asqueroso aire de sabihondo. Lo peor era que, como su mamá y su papá se llevaban todo el día diciéndoselo lo listo que era, él se empeñaba en demostrarlo y se ponía más pesado que una vaca en la solapa. Mi hermano, que estaba en su clase, le pasaba lo mismo que a mí y tampoco lo podía ver.
Aquella tarde en la plaza, los niños se callaron cuando llegué. Parecía que mi presencia les estorbaba. Ninguno se atrevió a decirme nada, salvo el mamarracho del Rafita. ¡Que coraje me daba ese niño!
—Pepito, no puedes estar aquí. Los mayores estamos hablando de nuestras cosas.
Miré a los que estaban allí y sólo tres o cuatro tenían más años que yo. A ver si se iba creer el Rafita cuatro ojos que era tonto. El Richar y el Jaime eran de mi edad, el Manolo y el Javi tenían nueve. ¡Si eso era ser mayor, que viniera Dios y lo viera! Como desde chiquitito, nunca me he podido callar ante las injusticias y mucho menos si era conmigo, protesté ante el hecho de que me espacharan.
—¡Aquí hay algunos que son de mi edad! ¡O tos moros o tos cristianos!
Es curioso el poder de convicción y la labia que he tenido desde chiquitillo, el Rafita hizo caso de mi petición y todos los moros nos tuvimos que ir de allí, dejando a los mayores solos. Lo cual me costó algún que otro coscorrón por parte del bruto de Manolo.

Cuando ya se calmaron los ánimos, empezamos a jugar a las canicas, como al Richar y a mí nos eliminaron los primeros, intenté sonsacarle de que hablaba el Rafita y sus compinches.
—El Rafita que tiene una revista de tías en bolas y van a quedar para hacerse una paja.
¿Hacerse una paja? Ignoraba que pudiera ser aquello, pero como El Richar lo había dicho con una naturalidad de lo más evidente, dejando claro que era algo que todo el mundo debería saber, no pregunté para que no se pensara que era un tontaina o un niño chico. O lo que es lo mismo, opté por no querer preguntar una vez y seguir siendo ignorante por siempre, en lugar de preguntar y ser ignorante una sola vez.
En los días siguientes, los mayores se hicieron más esquivos, como si guardaran un secreto o algo parecido. Lo bueno de aquello, es que no tuve que soportar las constantes bromas del Rafita, que dicho sea de paso tenía la “gracia” como las avispas, en el culo.
Pero la muerte anunciada de mi tío, tardaba en llegar. Mi madre seguía con sus idas y venidas a casa de su hermana, Gertrudis se encargaba de la casa, tarea que cada vez le salía mejor y yo seguí saliendo cada día a jugar a la plaza con mis amigos del cole.
Nos dieron las vacaciones de Semana Santa y mi tío todavía seguía ingresado. Para mí, aquello no supuso ningún problema, por primera vez en mi vida, iba a tener vacaciones de las dos cosas que más libertad me quitaban: el cole y la sargento de mi mamá.
Si con las tardes libres, había empezado a relacionarme con la pandilla del pueblo, tener el día entero para mí, cambio por completo mi aburrida vida.
De todas las cosas que llegué a descubrir en aquellos días, una de ellas caló con más fuerza. Es la anécdota que llamaré “La churra del Genaro”.
El Genaro era el repartidor de butano del pueblo. Un hombre de unos treinta y largos años, alto, ni delgado ni gordo, rubio y con los ojos muy azules.
Las mujeres decían que era muy guapo, aunque yo he de reconocer que por la cara de estar oliendo a caquita todo el rato que ponía el butanero, era lo último que habría pensado de él. El pobre parecía que estuviera enfadado todo el rato, tenía siempre la misma cara que yo cuando llegaban la fiestas del pueblo y mi madre se empeñaba en que estrenara unos zapatos. Muy bonitos, muy elegantes y todo las cosas del mundo, pero hay que ver como dolían.

La forma en que llegué a descubrir lo de la cosota del butanero, fue de lo más insólita y empezó con una conversación que escuché de casualidad.
Durante las mañanas de aquellos días, mi hermana recibía la visita de alguna que otra vecina que venía a preocuparse por el estado de salud de mi tío. Mi hermana ponía cara de haber visto tres episodios seguidos de “La casa de la pradera” y siempre decía lo mismo: «El pobre está igual. Estamos esperando lo peor».
A lo que las vecinas, poniendo cara de circunstancia, le contestaban cosas como: «¡Ay que ver lo que está sufriendo, al final para nada!»
Yo no entendía mucho de todo aquello, pero debía ser algo muy triste, pues a mi hermana se le ponía la mirada vidriosa, como el Marco de la tele, cuando le hablaban de la madre. Ver la cara de mi Gertru con tanta pena, hacía que me entraran ganas de llorar a mí también. Aunque tengo que confesar, que no sabía bien porque, era como cuando alguien se reía de un chiste, lo hacemos por inercia aunque no lo entendamos muy bien, ni le hayamos visto la gracia.
Había una vecina, la Jacinta, una mujer muy mal hablada (siempre estaba diciendo palabrotas) pero muy graciosa. Que cuando iba a preguntar, siempre trataba de animar a mi hermana con algún cotilleo. Que si menganita se ha peleao con zutanita, que si fulanita ha metio a su madre en la asilo, con lo buena que había sido con ella… A mi nada de aquello me interesaba, pero como tampoco tenía otra cosa mejor que hacer, allí estaba yo con los ojos como platos, pendiente de todo lo que soltaba por la boca la buena señora.
—¿ Y sabes lo de la Carmela la viuda de la plaza?
—No que va, ¡cuenta, cuenta!— Contestó mi hermana como si le fuera la vida en ello.
—Es que con “ropa tendía” no te lo puedo contar —Dijo mirándome de reojo.
Lo de “ropa tendía” tenía que ser un término clave entre las mujeres, para indicar que iban a hablar algo que los niños no podíamos escuchar. Como mi hermanano se iba a quedar sin enterarse de aquello que parecía de vital importancia para ella, me dijo que no diera más la lata y me fuera al patio a jugar.

Yo como el niño obediente que era, simulé que me marchaba, pero en realidad lo que hice fue ponerme mi traje de Pepito Bond y, desde el cuarto de mis padres, me puse a espiar la conversación sin que me vieran. Es lo que pasa, cuando se usan palabras claves, salen agentes secretos por todas partes.
Como la Jacinta creía que yo ya no estaba por allí, subió el tono de voz, para explicarle aquello tan importantísimo a mi hermana.
—… Tú a la Carmela, las conocio ya de casa, pero de joven era un putón verbenero de mucho cuidado. Y fíjate tú lo que es la vida, da con un hombre que la quería… ¡Porque el Pepe la quería! Y a los pocos de años, cuando estaba en la flor de la vida, se le mató en un accidente. …Con el dinerito que cogió del seguro y la paga de viudedad que le ha quedao, la mujer no tiene problemas de dinero ninguno. Pero hija, sin nadie que le riegue el huerto y conociéndola a ella como la conozco, tiene que estar que se sube por las paredes…
—Jacinta, abrevia que tengo que poner la comida…
—Perdona hija, pero es que a mí me gusta contar las cosas con mucho detalle… Bueno, pues dicen las malas lenguas que el butanero no sólo le mete la bombona en el pasillo, sino que se la mete hasta el fondo.
—¿El Genaro?—Preguntó mi hermana requeté sorprendida.
—Sí, el mismo que viste y calza. ¡Y como calza el acho! Así está la joia que de unos meses para acá, en vez de estar llorando por los rincones como la Zarzamora, se lleva tor día cantando. Y ya te digo, el Genaro no es sólo guapo y buen mozo. También tiene un peaso de churra, ¡Que el prenda está muy bien calzao”! Yo lo sé de muy buena tinta, porque una amiga de una amiga mía, se lo hizo con él cuando era una dagala y decía que era como la de los negros.

Aunque la conversación siguió y siguió. Yo ya me había quedado con lo importante: el Genaro tenía la pilila como los negros. Aunque a mí el butanero me parecía un tipo de lo más antipático, había descubierto en él una gracia que parecía que nadie tenía en el pueblo: una churra de negro.
Jacinta estuvo hablando con mi hermana por lo menos media hora. Se hartó de decir picardías y cada vez que soltaba una palabrota, se reía, como si fuera un chiste de Jaimito. Estaba claro que Gertru también se aprovechaba de la ausencia de mi madre, porque lo que le estaba largando la Jacinta, era por lo menos de película de tres rombos.
El caso, es que aquel día comimos mal y tarde; el estofado de patatas le salió un pelín salado. Tanto que mi hermano y yo tuvimos que reponer un par de veces la jarra de agua de la mesa. No sé qué le pasaba a la pobre de mi hermana desde que tuvo con la Jacinta la conversación de picardías gordas, estaba colorada como un tomate y con la mirada perdida. Como si estuviera en otro sitio.
A la hora de la siesta, no me podía quitar de la cabeza al Genaro y su churra negra como Kunta Kinte. La curiosidad me comía por dentro y debía hacer algo para conseguir verla. Estaba claro que tenía que aprovechar en esos días de Semana Santa, pues cuando mi madre volviera, se me acabó el salir y el salor a la calle, por lo que no debía perder la oportunidad. Como si un buen plan no se consigue ningún objetivo, empecé a hacer el mío.
Lo llamé Misión CH.G. No obstante, tras media hora de darles vuelta a la sesera, lo único que había conseguido escribir era el nombre.

Estaba claro que por mucho que me calentara el molondro, las posibilidades de llegar a ver la cosita negra del Genaro se me hacía requeté complicado. Por lo visto la única que tenía derecho a verla, y porque era una verbenera, era la viuda Carmela. Me rasqué la nariz como Vicky el vikingo y cuando vi que mi cerebro se iluminaba con la buena idea que había tenido, dije: «¡Ya lo tengo!» Lo único que tenía que hacer era colarme en su casa y cuando el butanero fuera a verla, los podría espiar. Ahora el problema era entrar sin que me vieran. Me volví a pasar el dedo por la nariz, pero no se me ocurría nada. ¡Con lo fácil que parecía en la tele!
Tras darle mil vueltas a la cabeza, caí en algo que era muy, pero que muy evidente. El butanero descansaba para almorzar a la una de la tarde. Esto lo sabía, porque veía todos los días el camión aparcado en la plaza a esa hora y a él tomándose una cerveza en el bar del padre de Manolo. ¿Y si a esa hora es cuando iba a ver a la viuda para enseñarle su pilila negra? Tras duras negociaciones conmigo mismo, llegué a la conclusión que tendría que estar ojo avizor para poder llevar a cabo mi plan.
Me lleve toda la mañana más nervioso de lo normal, a las doce así, sin pedirle permiso siquiera a Gertru, me fui para la plaza con mi balón de reglamento. Los únicos que estaban por allí eran los mayores hablando de sus cosas, pero ni me acerqué. Lo primero era lo primero y en aquel momento tenía todos mis sentidos puestos en la misión CH.G.

El que espera desespera, se aburre y piensa ideas morrocotudas. Harto de pegarle patadas al balón, me convertí en Vicky y me puse a pensar cosas inteligentes. Entre esos inventos importantes, se me vino a la cabecita una cosita, que por lo evidente y por lo fácil que era, no sé cómo no se me había ocurrido antes.«¿Y si la Carmela no sólo quedaba con el Genaro para que le enseñara su cosita? ¿Y si también jugaran a los médicos?» Solo de imaginar que iba a poder contarle a mi primo que había visto a dos mayores poniéndose un supositorio y tomándose la temperatura, hizo que me pusiera colorado de la emoción.
Pero todo pasa y todo llega, mire el reloj del campanario y marcaba la una. Al butanero le quedaba poco para aparecer por allí. No habían pasado ni cinco minutos, cuando el naranja y destartalado camión hizo su aparición por el entorno de la plaza. Vi como lo aparcaba y como se bajaba de él. Seguí, según el plan de la misión CH.G, a jugar con el balón cerca de la casa de la viuda. No es que me gustará mucho darle patadas a aquel balón de cuero, pero si quería que el plan saliera perfecto, debía cumplir todos y cada uno de los estudiados pasos de la manera pertinente.
Al poco rato, pasó camino “Casa Bartolo”. Lo miré de reojo y seguí pensando que a aquel hombre le molestaban los zapatos. ¡Ofú que cara! Aunque igual no eran los zapatos y si, como decía la Jacinta, tenía la pilila tan grande, lo mismo lo que le apretaban eran los calzoncillos. La verdad es que tenía que ser muy molesto tener eso ahí, aprieta que te aprieta, todo el día. Le debía de doler un montón. Me daba hasta un poco de lastimita. ¡Cómo para no tener cara de malas pulgas!
Seguí haciendo como que jugaba a la pelota, sin perder mi objetivo de vista. Observé al butanero y pensé que era un poco bobo, si lo que quería era entrar en casa de la viuda a hurtadillas, lo estaba haciendo requeté mal. Si lo que pretendía es que nadie lo viera, no podía ser más torpe, porque se iba directamente a verla cuando salía del bar. Yo cuando no quiero que mi madre me vea subir al desván, siempre doy un pequeño rodeo. «Los mayores que son muy raros» — pensé.
Fue verlo entrar y me empezaron a sudar las manos. Aunque la misión CH.G. estaba hábilmente planificada, la torpeza del agente secreto 007 Pepito Bond, la podía hacer fracasar. Así que intenté tranquilizarme, me concentré e intenté colar el balón en la casa de la viuda. Me hicieron falta cuatro intentos (por lo tanto eso que dicen de que a la tercera va la vencida es mentira cochina), pero una vez embarcado el balón, el siguiente paso estaba completado. Ahora quedaba lo más complicado.
¿Os he dicho alguna vez lo predecible que son las personas mayores? Pues lo son y mucho. La viuda Carmela de las que más.
En los días que mi madre no estuvo en casa. La pelota se nos coló varias veces en su casa. Todas y cada una de las cuales, a mi como el más pequeño y más pringao, me tocó ir a pedirla. La primera vez me costó mucho trabajo y me puse la mar de colorado, pues yo a aquella mujer no la conocía de nada, de verla con mi madre alguna vez que otra en el mercado y poco más. Pero su amabilidad con los niños me sorprendió, ni me riñó, ni me puso mala cara, simplemente me invitó a que pasara el patio y cogiera el balón. Siempre era la misma cantinela, yo entraba, cogía el balón, le daba las gracias y ella, que seguía con sus cosas, me decía desde lejos: «¡Pepito cierra la puerta, cuando salgas!»

Cuando llamé al timbre, salió la viuda Carmela, eso sí, muy nerviosa. A mí me dio la sensación de que se había vestido corre que te alcanzo, si hasta me pareció que estaba hasta un poco despeinada y todo. Fue nada más verme y me dijo: « ¡Pasa y cógela! ¡Cuando salgas cierra la puerta!». Eso sí, con un tono bastante seco. Con lo agradable que era siempre. ¡Qué rara que estaba!
El agente secreto 007 pasó al patio, cogió la pelota y pegando una voz, se despidió de la señora Carmela dándole las gracias. Hizo como el que se marchaba, cerró la puerta desde el interior y se quedó dentro de la casa. Cada vez, estaba más cerca de cumplir el objetivo marcado: ver la churra del Genaro.
Pepito Bond se movió sigilosamente, buscando el lugar donde podían haberse escondido la viuda Carmela con el Genaro, no le hizo falta buscar mucho pues unos bufidos masculinos, le señalaron su evidente ubicación. Avanzó con paso de Tuareg del desierto, silencioso y muy despacito, para no levantar sospechas. Cuando llegó a la fortaleza enemiga, se encontró con que la puerta estaba un pelín abierta, lo suficiente para poder espiar lo que se cocía en el interior. Siguió moviéndose con mucho disimulo, hasta que avistó a el hombre y a la mujer, presuntamente sospechosos de jugar a los médicos.
La fortaleza enemiga era, claro está, el dormitorio de la viuda, en ella me encontré a la dueña de la casa con el butanero, por lo que se veía le estaba tomando la temperatura ¡Llevaba razón yo, estos dos también practican la medicina de los mayores!
La estampa de la viuda, agachada delante del Genaro me pareció extraña. Aunque era la primera vez que veía a una señora haciendo aquellas cosas, no fue aquello lo que más me sorprendió. Fue su desnudez. Que yo recordara, nunca antes había visto a una mujer mayor en bolas. La Carmela tendría unos cincuenta años, pero se le veía unas carnes prietas, tenía una piel hermosa y clara. Sin embargo lo que más me llamó la atención de ella, fueron sus enormes pechos que, incluso estando de espaldas, eran visibles para mí a través de sus costados.
Clavé mis ojos en el Genaro, intentando ver su churra negra, pero la cabeza y los pelos de la viuda me impedían verlo. Busqué su rostro, en este ya no había señales de enfado alguno. Por lo que llegué a la conclusión de que yo estaba en lo cierto: los calzoncillos le apretaban. Había sido sacar el pajarito de la jaula y el semblante le había cambiado por completo.
La viuda tardó muy poco en tomarle la temperatura, pues el Genaro tiró de su cabeza para atrás y le dijo algo así como que se tendiera en la cama que le iba a dar lo suyo. Cuando la mujer se levantó, lo que se mostró ante mi vista no era lo que esperaba: la churra del Genaro no era negra. Era del mismo color que las otras, aunque eso sí, enorme, mucho más grande que la del albañil. ¡Pero mucho más! La categoría caña de lomo se le quedaba corta. Aquello era como mínimo categoría morcón. ¡Pero la Jacinta era una mentirosa de las gordas y no era negra como le dijo a mi Gertru!
Si aquello me desilusionó, lo que pasó a continuación me dejó con las patas colgando: El Genaro no le puso el supositorio por el culo como está mandado, se lo puso por el chochete. ¡Qué cosa más rara!
Las cosas que se decían me dejaron estupefacto, estupefacto. La viuda le decía cosas, como « Cariño, hazme tuya», mientras el butanero le decía: « Toma lo tuyo cacho pu…» ( No termino la palabra, porque los niños no podemos decir picardías).
Como se encontraban tendidos en la cama, desde donde yo estaba solo podía ver el culo peludo del Genaro y la cara de la viuda, quien resoplaba mientras ponía cara de estar cantando una ópera( Sé lo que es, porque una vez vi una por la tele y me gustó).
De pronto, el hombre empezó a convulsionarse como si le diera un ataque epiléptico, para mí que estaba echando los virus. Pero no podía ser, porque era muy pronto. ¡Si sólo habían empezado a jugar!

Tras permanecer echado sobre la Carmela unos segundos, respirando como si se asfixiara, el Genaro se levantó y se puso de cara a la puerta. En aquel momento vi su cosita, en todo su esplendor. Bueno cosita no, cosasa. ¡Aquello era bestial! Aunque lo más me llamó la atención, fue su cabeza. Era muy gorda, me recordó a Kaa, la serpiente del libro de la Selva. La verdad es que supongo que lo de ponerle el supositorio por el tete a la viuda, era porque, como era tan enorme, le sería imposible ponérselo por el culito.
Mientras el Genaro se limpiaba su serpiente con un pañuelo, me dio por mirar la cara de la viuda. No se la veía muy contenta. ¿Estaría yo equivocado con mi teoría de que en el juego de los médicos todos ganaban, que no había nadie que perdía? Como me hubiera gustado en aquel momento que estuviera allí mi primo Francisquito para poder preguntarle. Seguro que él, con su inmensa sabiduría, me aclaraba todas mis dudas.
Pero lo peor que le puede pasar a un agente secreto es despistarse, y si mis reflejos no me hubieran respondido, el enemigo hubiera terminado descubriéndome. Menos mal que mis sentidos, como el séptimo de caballería, me avisaron en el último segundo y conseguí esconderme en la habitación de al lado. Cuando el butanero salió por la puerta, ni fue consciente de mi presencia.
«¡Qué mal juega este hombre a los médicos!» — pensé. Tanto los albañiles, como mis primos, una vez terminaron de echar los virus se pusieron a darse besitos de artistas. ¡Qué antipático era el Genaro! Así estaba la pobrecita de la viuda, que se le había quedado la misma cara que si le hubieran robado la bici.
Me asomé levemente para ver si no había moros en la costa y largarme con viento fresco. Pero tuve que seguir confinado en mi escondite, pues ahora era la viuda la que abandonaba el dormitorio.

Cuidadosamente la observé mientras avanzaba por el estrecho pasillo. Si minutos antes, sus carnes me habían parecido tersas y duras. Al caminar en pelotas por el corredor, todo su cuerpo parecía un enorme y tembloroso flan. Lo peor era como le temblaba su enorme culo. «Plon, plon».
Una vez la vi meterse en la cocina, me decidí a abandonar mi guarida. Estaba a punto de salir de la casa, cuando oí unos pequeños grititos que provenían de donde estaba la dueña de la casa.
Más por precaución, no fuera que le pasara algo malo, que por curiosidad me asomé. La imagen que me encontré me dejo patidifuso. La Carmela estaba sentada en el suelo con las patas abiertas, en su chochete peludo tenía metido un pepino que si no era igual de gordo y grande que la churra del Genaro, poco le faltaba. La facilidad con la que lo metía y lo sacaba, me dejo atónito. Lo que me pareció un poquito repugnante es que la muy guarra, no se había limpiado los virus que le había echado el Genaro y había pringado todo el pepino de líquido blanco. Se tuvo que dar cuenta de lo poco higiénico que era aquello, porque de vez en cuando los limpiaba con los dedos y se los llevaba a la boca. A la vez que hacia todo esto, se mordía los labios como el primo Ernesto. ¡Otra maniosa!
Fuera como fuera, ver a la viuda haciendo aquella cosa me pareció requeté asqueroso. Visto lo visto, llegué a la conclusión de que no le pasaba nada, que seguramente, estaría jugando a otro juego de mayores. Sigilosamente salí de la casa y puse pies en polvorosa. Mi hermana debería estar a punto de poner la comida en la mesa.
De camino a casa, le di vuelta a dos ideas:

La primera, que tener una churra muy grande debía ser muy engorroso. Pues con un cosota tan gigantesca, debía costar muchísimo más trabajo poner los supositorios. Me supuse que era como tener un balón de playa, de esos que regalaban con la crema Nivea, eran enormes y muy bonitos. Pero ni podías jugar con ellos en la plaza, ni en el patio de casa. Solamente eran guay para jugar con ellos en verano, cuando ibas a la playa. ¡Y eso si la cosa no estaba muy mala de dinero!… Que entonces, donde únicamente íbamos era a la piscina del pueblo.
Así que lo del refrán de caballo grande, ande o no ande, a mí no me convencía mucho. Mejor tener una pelota normalita con la que podías jugar en todas partes, que un balón de playa con el cual, ni podías jugar en condiciones en la mayoría de los sitios y tenías que tener un cuidado enorme para que no se te pinchara.
La segunda cosa que rondaba por mi cabecita. Era que al contrario, de lo que yo suponía. Al juego de los médicos, a veces había alguien que perdía. Porque si no dime tú a mí a que venía la cara de tristeza de la viuda. Seguramente lo de meterse un pepino por ahí, fuera una especie de revancha. ¡Ni pajolera idea!, que con las personas mayores nunca se saben. Son más raros que un piojo bizco.
Cuando llegué a casa, a pesar de que era un poco tarde. Mi hermana todavía no tenía preparada la comida. Por lo que me libré de la bronca de turno, pues había llegado a tiempo para ayudarle a poner la mesa. Lo curioso era que Gertru estaba igual de colorada y nerviosa que el día anterior. Seguro, que otra vez había estado la Jacinta en casa, contándole historias con picardías y la había puesto nerviosa.
Mientras ponía el mantel en la mesa, llegué a la conclusión de que aquel día había aprendido tres cosas.
1) Las churras grandes tamaño morcón, más conocidas como churras de negro, al tenerla oprimidas todo el día por los calzoncillos, ocasionan mal carácter.
2)Con las mujeres también se podía jugar a los médicos, se les pone el supositorio por el chochete. Lo que pasaba es que duraba bastante menos tiempo.

3)Cuando uno gana a los médicos, no tiene la obligación de darle besos de película al otro. Eso se hace, cuando se queda en empate.
Estimado sr Machi
Este capitulo ya nos lo sabíamos, pero da igual, como los comics buenos lo podemos leer más veces y más si Vd lo va cambiando y mejorando.
Queremos proponerle un juego nuevo ahora que Vd está poniendo fotos. Podemos hacer categorías por tamaño de churrita. Y así los ordenamos en morcón, fuet o sachichita para que puedan servir de personajes de sus historias cochinas.
Un saludo.
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Hola Pepitoyfrancisquito:
Lo siento por haceros trabajar de nuevo, ahora cada tres semanas. Espero pronto poder contar nuevas aventuras, pero mientras tanto tendréis que hacer como Pepito, releeros los comics hasta que os compren uno nuevo.
En cuanto a lo de ordenar las churritas por tamaños, lo veo muy difícil. He estado buscando en Internet de los tres tamaños y solo me he encontrado con tamaño morcón. Se ve que debe ser una de las pruebas que les hacen pasar a los señores antes de que posen encuerrichis para las fotos.
Un abrazo y gracias por seguir estando ahí.
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