Los descubrimientos de Pepito.
Segundo episodio: Jugando a los médicos.
Resumen de los descubrimientos: JJ un homosexual (él prefiere que le digan maricón) de 48 años, se pone a recordar su infancia. La primera vez que tiene constancia de lo que es el sexo es cuando descubre como dos albañiles se pegan un polvo como es de ley. Él, en su inocencia, interpreta aquello como un juego de mayores, en el que no hay perdedores ni ganadores, pues todos terminan muy contentos.
Decir que mi vida dio un giro de ciento ochenta grados a partir del descubrimiento del juego de los albañiles, era quedarse corto… Aunque yo, en mi inocencia, creía no haber visto ninguna cosa mala, también sabía que lo que había presenciado no era algo para hablar con mi familia, ni con mis amigos del cole. El recato con el que se actuaba en casa con todo lo que tenía que ver con la desnudez, me hizo pensar que lo que hacían aquellos dos, como mínimo, tenía que ser pecado. Menos mal que yo cuando fuera grande me iba hacer ateo como mi hermana Gertru.
Así, que por primera vez en mi vida; mi pecho encerraba un secreto que no le podía contar a nadie. Con lo que me gustaba a mí charlar de mis cositas.
Mi vida prosiguió con la misma rutina de todos los días: colegio, deberes y, si sobraba tiempo, salir a jugar a la plaza. Para esto último, mi madre tenía siempre una frase: «¿Ahora vas a salir Pepito? Con lo tarde que es». Con lo que siempre me quedaba chupando banquillo y no jugaba con los niños del pueblo. Esa política restrictiva por parte de mi madre con mis relaciones sociales, hicieron de mí un niño más introvertido y solitario si cabe.
Pero los sábados eran bien distintos. Mi madre, con la excusa de que la ayudara con la carga, me llevaba con ella a las compras. Lo que era otra de sus artimañas, en ese afán suyo de tenerme controlado para que no saliera a la calle. Cosa que he de decir, no le servía de mucho, pues era tanto lo que tensaba la cuerda que esta se rompía. Su control me agobiaba tanto que, en cuanto tenía un momento libre, la volvía a liar. Consiguiendo únicamente que las trastadas fueran mayores y bastante más frecuentes.
Aunque siempre había mirado con cierta curiosidad a los hombres mayores, desde el incidente con los albañiles ésta había aumentado. Ahora cuando clavaba mi mirada en el paquete que lucía el ayudante del carnicero, podía imaginarme claramente como era aquello que escondía bajo su portañuela, pues ya lo había visto en vivo y en directo. Fantasear con su tamaño, era otro de mis hobbies en esos sábados en el mercado.
Pero si los tenderos y dependientes de la plaza hacían las delicias de mis ojos infantiles, lo que más me divertía era observar las prominencias que se marcaban en los señores de uniformes, los guardias de seguridad de la plaza o los municipales y policías que transitaban por las calles del pueblo.

¡Cuántas veces desee volver a colarme en la obra! Pero nunca volvió a suceder, tanto mi madre, como mi hermana mayor me tenían fuertemente vigilado, pues decían que andar entre los ladrillos y los andamios era muy peligroso, pues me podía terminar partiendo la crisma.
Por mucho que busque, investigué e indagué, jamás de los jamases volví a ver a nadie practicar el juego de mayores de los dos albañiles. Cuando supe que la obra estaba terminada y que pronto vendrían los nuevos vecinos, mis esperanzas de ver jugar de nuevo al gigante y al jovencito se esfumaron.

No volví a tener constancia de los juegos de mayores hasta Enero siguiente: la época de la matanza. Durante esa periodo del año, unos familiares nuestros del pueblo se venían a ayudar a mis padres a destripar a los gorrinos. Para los que no lo sepan, hacen falta seis personas para matar a un cerdo y sacarle la sangre. Así que toda ayuda era poca.
En esos días había que adaptar la vivienda familiar para seis personas más: cuatro adultos y dos niños. Dos de los adultos, el padre y la madre, se acomodaban en el cuarto de la abuela que en paz descanse; los dos hermanos mayores, Ernesto y Fernando, gemelos para más inri, lo hacían en el cuarto del tío Manuelón, que en paz descanse.
¿Sabéis? Hasta que tuve diez o doce años, siempre pensé que lo de el “que en paz descanse” era una especie de apellido o mote de mi abuela y ese tío mío, a los que nunca tuve la suerte de llegar a conocer. Todo esto era debido a que en mi familia, tanto mis hermanos como mis padres cuando se referían a ellos, añadían a sus nombres la dichosa coletilla.
Como en casa, ya no quedaban más habitaciones de gente “que en paz descanse”. La prima Matildita y mi primo Francisquito se quedaban a dormir con mi hermana y conmigo, respectivamente.
Matildita, que por aquella época tenía doce años. Era una niña gordita. Su cara estaba adornada por dos cachetes tipo Heidi y de su rechoncho cuerpo salían dos brazos y piernas cuya redondeces asemejaban a la de las morcillas.

Aunque ella se tenía por bonita, no lo era y su carácter desagradable le restaba bastante de la poca belleza que poseía. Mi primita se creía la protagonista de un cuento, una princesa de la que todo el mundo debía estar pendiente. Era la mar de presumida y tenía un montón de ropa cara.
Ella se portaba como si fuera una especie de Blancanieves y yo con el único personaje de Walt Disney que le veía parecido era con la reina de corazones de Alicia en el país de las maravillas. Por aquello que gritaba de: « ¡Qué le corten la cabeza! » Y es que Matildita tenía mucha guasa y era mucha Matildita.
Su hermano era completamente distinto a ella. En lo único que se parecía a Matildita, era en sus fofas carnes, se ve que su madre, les ponía el plato de comida bien lleno. Por lo demás, a diferencia de su hermana que tenía en la cara ese gesto permanente de estar oliendo a caquita, Francisquito era una delicia de niño: educado, simpático, cordial.
Mi mamá, al compararlo con su hermana, decía, con muchos aspavientos: «Son como la noche y el día. ¡Parece mentira que los dos hayan salido del mismo sitio…!».
El caso, es que cuando venía a casa en época de matanza, yo me lo pasaba estupendamente con él. Entre otras cosas porque, como le caía tan bien a mi madre, nos dejaba un poco a nuestro aire y no estaba todo el tiempo «Pepito esto, Pepito lo otro».

Cuando mis padres y mis tíos se iban al caserón de mi abuela que en paz descanse, a efectuar las labores de la dichosa matanza. Mis primitos y yo nos quedábamos al cuidado de mi hermano Juan. Quien se pasaba todo el día metido en el cuarto de baño y, la verdad, de vigilarnos, vigilarnos lo que se dice, poco.
Creo que lo que le pasaba es que se llevaba una revista al baño, se ponía lee que te lee y se le iba el santo al cielo. Pero tanto leer en el váter, tenía que ser malo, pues mi padre, cuando lo veía llevarse tanto tiempo metido allí, siempre le decía lo mismo: « ¡Juanito, si sigues así te vas a quedar ciego!»
Así que cuando mi hermano le daba por culturizarse, mi primo Francisquito y yo dejábamos a su hermana jugando a ser la princesa del cuento y nos dedicábamos a hacer lo que más nos gustaba: enredar. Nos íbamos al trastero, donde aparte de mucho polvo, estaban todos los objetos inservibles de más de una década.
Enredando, enredando (y es que no hay cosa peor que un niño aburrido) Francisquito descubrió la claraboya que daba al cuarto del tío Manuelón. Los ojos se le pusieron como al Marco del Puerto italiano y con un tono casi de persona mayor me dijo:
—Pepito, si te digo un secreto ¿Serías capaz de guardarlo?
Asentí con la cabeza, dando a mi gesto una seriedad y solemnidad digna de las palabras de mi primo. Y es que Francisquito, pese a que solo era mayor que yo dos años. Como sus hermanos y padres, le hacían más caso que a mí y salía muchísimo más que yo a jugar a la calle, estaba más puesto en las cosas de la vida que yo. ¡Cuánto aprendía con él cada vez que venía a casa!
Bueno, el caso que a mi sabio primo no le basto con mi afirmación vehemente para confiarme el secreto. Sino que me hizo jurar, no sé qué historias de que se me caerían las manos, la lengua y unas cuantas cosas horrorosas más, en caso de que me atreviera a hablar. Cuando estuvo convencido que no diría esta boca es mía. Me contó su maravilloso secreto.
—Mis hermanos Fernando y Ernesto juegan a cosas secretas en la cama cuando se acuestan ¿Quieres verlo?
El misterio con que envolvió sus palabras, daba píe a decir cualquier cosa menos a negarse a ello. Volví a asentir con la cabeza. Esa vez Francisquito no me hizo jurar más nada, simplemente se limitó a decirme que tendríamos que volver allí a la tarde cuando volvieran de efectuar la matanza.

Esperé que mi familia regresara del dichoso caserón, con la misma impaciencia que quería que se hiciera de día, la noche que venían los Reyes Magos de Oriente. (Tradición popular española, similar a la de Papa Noel, en la mayoría del resto del mundo). Pero como todo pasa y todo llega, a eso de las seis de la tarde, cuando vimos que uno de sus hermanos se metía en la ducha, mi primo y yo nos subimos al desván.
—De lo que vas a ver ahora… Ni una palabra a nadie— Sentenció con el dedo mi primito.
—Lo juro y lo perjuro —Dije yo, llevándome dos dedos cruzados a la boca, simulando una cruz.
Dicho esto nos asomamos a la claraboya, aguardando que llegaran sus hermanos al cuarto del tío Manuelón, que en paz descanse. Tengo que reconocer que los nervios me comían por dentro, pero intentaba parecer que estaba tranquilo. No quería que mi primo pensara que era un niño chico, que se asustaba de cualquier cosa.
Fuimos consciente por la luz, de que Ernesto y Fernando entraron en la habitación. Venían de ducharse y traían puesto un albornoz. Aunque Francisquito los distinguía perfectamente, yo tenía que escucharlos hablar para saber quién era uno y quién otro. Eran tan parecidos como dos gotas de agua. Fernando era más tímido y Ernesto más gracioso. Pero los dos siempre me gastaban bromas, para hacerme reír. Mis primos gemelos me caían requeté bien.

Al poco de estar en el cuarto de Manuelón “que en paz descanse”, Fernando le dijo algo a su hermano al oído y Ernesto cerró la puerta por dentro. A continuación, dio un beso a su hermano en la boca, como los de película.
Yo, ante el asombroso descubrimiento, me dispuse a preguntar algo, pero mi primito me tapó la boca y, poniéndose el dedo sobre los labios, me mandó callar. Lo que sucedió seguidamente me dejo con la mandíbula descolgada: se pusieron a jugar al mismo juego que los albañiles. Por lo que supuse que, si tanta gente lo conocía, debía estar de moda.
Ernesto se agachó ante Fernando y se metió su churrita en la boca. Miré a Francisquito súper súper asombrado, mis ojos estaban como platos y, sin embargo, mi primo estaba la mar de tranquilito. Parecía que estuviera viendo unos dibujitos de la tele, por lo que supuse que no era la primera vez que veía a sus hermanos gemelos jugar.
—¿Qué hacen?—Susurré.
—Juegan a los médicos.
— ¿A los médicos?

—Sí, primero le ha hecho la respiración boca a boca y ahora le está tomando la temperatura.
¡Qué listo era Francisquito! Desde que pillé a los albañiles, llevaba yo intentando averiguar en qué consistía el dichoso juego y él, con su sabiduría, me lo acababa de aclarar. Es lo que tiene tener dos años más, has tenido más tiempo para aprender más cosas.
En la habitación de abajo, mi primo Fernando se había quitado el albornoz y se había quedado completamente en pelotas. ¡Qué cuerpo más bonito tenía! Con tanto músculo y sin barriga, parecía un superhéroe. Como era rubito, podría hacer de Capitán América, Ojo de Halcón o de Hombre Hormiga, ya que los tres eran iguales cuando iban con su identidad secreta. Mi madre decía que mis primos estaban tan fuertes porque trabajan mucho en el campo. Yo, de mayor, aunque no tuviera cuerpo de Geyperman, prefería no tener callos y, en vez de en una granja, trabajaría en el Ayuntamiento como el padre del Rafita.
He de reconocer, que por muy listo que me creía, en lo referente al sexo estaba más verde que un campo de trigo. Para mí, un cuerpo desnudo, lejos de despertar mis instintos primitivos, no significaba otra cosa que eso: un hombre o una mujer en pelotas. En la sociedad pueblerina y conservadora donde me crié, esto era algo que rozaba lo pecaminoso y, como siempre que a cualquier cosa le ponían el cártel de prohibido, mi curiosidad natural se ponía a trabajar.
Por esa razón, mientras en compañía de mi primo, observaba a sus dos hermanos mayores realizar actos libidinosos. En mi mente no había deseo alguno, para mí aquello no era más que un juego y, como tal, me apetecía participar.
—Francisquito —Volví a susurrar —, ¿nosotros podemos jugar a los médicos?
El entrecejo de mi primito, como si le fuera a dar los siete males de San Vito, se contrajo de una manera que me dio hasta un poquillo de miedo. Antes de decir palabra alguna, negó varias veces contundentemente con la cabeza.

—¡Nooooo, Pepito! —Me dijo levantando un pelín la voz, pero si dejar de hablar bajito, dejándome claro con ello que había preguntado algo que no debía —Los niños no podemos jugar a “los médicos”, eso es delito y te llevan al reformatorio. Y si juegas con un mayor, a él lo meten en la cárcel. A eso, sólo pueden jugar las personas mayores.
—¿Y mirar es delito?
—No, pero debes procurar que no te pillen, porque de la bronca que te echan, te puedes llevar sin postre hasta que las ranas críen pelos debajo de la lengua.
¡Cuánto sabía Francisquito! ¡Y cuánto aprendía yo cuando estaba con él! Así que, como alumno bien aplicado que era, hice caso de sus consejos y seguí mirando a sus hermanos gemelos. No era delito y allí nadie nos iba a pillar espiando.
En la iluminada habitación, el juego de los médicos proseguía. Ernesto seguía agachado con el pito de su hermano Fernando en la boca. Es lo que pasa cuando te toman la temperatura, que el termómetro tarda un rato en subir y si te lo quitas tienes que empezar de nuevo. Como mi primo no paraba de sacárselo de la boca, a cada rato tenía que volver a calcularlo. Al principio aquel juego estaba guay, pero después de un rato se volvía pesado mirarlo, porque siempre era lo mismo.
Observé el pito de mi primo, este no era ancho y gordo como el del albañil gigante, sino estrecho, delgado y muy largo. A mí se me vino a la cabeza que si las cositas de los hombres eran como embutidos de los que hacían en la matanza, la del albañil era como una gran morcilla y la de Fernando como un salchichón.
No sé qué paso o qué se dijeron mis dos primos gemelos. Pero Ernesto, de repente, dejo de tomarle la temperatura a su hermano.
— ¿Qué ha pasado?
—Ya sabrá si tiene fiebre o no. Ahora es Fernando quien se la toma —Me respondió mi primito en voz muy bajita y con esa sabiduría tan característica en él. Era más listo que Salomón.
Lo que sucedió a continuación, me sorprendió bastante. Mi primo Fernando, en vez de llevarse el pito de su hermano a la boca, lo que hizo fue meterle la lengua en su culito. Supuse que sería otra forma de tomar la temperatura. De hecho, mi mama a veces me ponía el termómetro debajo del sobaco y otras veces, cuando más pequeño, en el culito. Así que ni le pregunté a Francisquito. ¡No fuera que me tomara por tonto o, peor, por un niño chico!
Por las muecas extrañas que hacia Ernesto, la forma en que mi primo Fernando tomaba la temperatura a su hermano, no parecía ser tan buena como la de tomarla en el pito. Aunque no podía escuchar lo que decía, por el movimiento de sus labios, parecía que decía: «¡Sigue, sigue!». Pero no creo que dijera eso, porque de vez en cuando se mordía los labios en señal de dolor… ¡de mucho dolor!
Mi primo aguantó durante un buen tiempo. Cuanto más se esmeraba su hermano con la lengua en tomarle la temperatura, más se quejaba él. Sin embargo a Fernando no parecía importarle, pues únicamente se detenía, para tocarle el agujerito con sus dedos. Era tan pesado con eso, que me dio la impresión que lo que quería hacer era meterle un dedo dentro.
Al rato, Fernando dejo de tomarle la temperatura. Busco algo en su maleta. Me pareció que era una lata de crema para las manos con las que regalaba una pelota de playa. La abrió y se untó un buen porte en los dedos, para a continuación extenderlo por el culo de su hermano. A este, por la cara que ponía parecía que le gustaba mucho, aunque no dejaba de morderse los labios. Debía ser una manía que tenía, como la mía de morderme las uñas.
—Ahora le está poniendo la pomadita para que se cure —Me aclaró Francisquito, poniendo cara de persona mayor.
Yo no sé si lo estaba curando de un mal atroz o no, lo que si pude comprobar es que los dedos de Fernando fueron entrando poco a poco en el agujero del culo de Ernesto. Primero uno, después otro, más tarde dos y así hasta tres. Cuando se cansó de jugar con sus dedos, al igual que hicieran los albañiles, Fernando le metió su cosita a su hermano en su agujerito.
—Ahora le está poniendo el supositorio—Me indicó mi primito.
¡Jolines! Como no había caído antes, menos mal que estaba allí Francisquito para explicármelo. A mí, cuando mi mama me ponía un supositorio, primero me dolía y después, cuando pasaba una mijina, me entraba un gustirrinín la mar de bueno. Era como si me tomará un caramelo de menta por el culo. Por eso los mayores, al principio, hacían como que le dolía y al final ponían cara de que le gustaba.¡ Si es que todo encajaba!
A mi esta era la parte que más me gustaba del juego de los adultos, era como el gol de los partidos de fútbol. Aunque, aquí no perdía nadie y los dos se lo pasaban estupendamente. No había nada más que ver la cara de satisfacción que ponían mis dos primos gemelos. Aunque eso sí, Ernesto seguía con su manía de morderse el labio. ¡Qué manioso!
Tras un rato grande de ponerle el supositorio. Fernando le sacó su cosita a su hermano del culo, se tendieron en la cama y comenzaron a rascarse el pito, al poco los dos gemelos empezaron a agitarse, como si le dieran convulsiones. Antes de que pudiera preguntar nada, mi primito me volvió a explicar lo que pasaba.

—Eso es que se están curando. Es como cuando te dan tiritones y te pones a sudar con la fiebre, están echando los microbios fuera.
Efectivamente debía ser así, porque de sus pitos terminó saliendo el mismo líquido blanco que vi echar a los dos albañiles. Pero he de reconocer que en mucha más cantidad y con más fuerza. Por lo menos a mí me lo pareció. Tras echar los microbios fuera, Ernesto y Fernando se dieron un beso en la boca, como los de las películas. Se echaron en la cama abrazados y apagaron la luz.
Como ya no había nada más que ver. Francisquito y yo, nos fuimos por donde habíamos venido. Durante el camino, me hizo prometer por lo menos diez veces más que no diría nada a nadie. Cuando aparecimos por el salón, nuestras madres nos regañaron por estar tanto tiempo jugando en el desván. Pero a pesar de la bronca, lo que había descubierto mereció la pena.
Aquella noche había aprendido con mi primito tres cosas:
- El juego de los mayores se llamaba “Jugar a los médicos”
- Los niños no podemos jugar, pues es delito y nos llevan al reformatorio. Y si lo hacemos con un mayor, él también va a la cárcel.
- El líquido blanco que los mayores echaban por su pito, era los virus de la enfermedad. Hasta que no los expulsan, no están curados y no pueden dejar de jugar a los médicos.

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