La excursión campestre

Los descubrimientos de Pepito.

Cuarto episodio : La excursión campestre.

 ¿De qué va esta historia? Pepito tras descubrir que a lo que jugaban los albañiles era a “los médicos” (todo gracias al súper listo de su primo Francisquito). De casualidad, se entera de que el repartidor de Butano tenía una churra como la de los negros. Llevando a límites su curiosidad llega a contemplar el despropósito de la naturaleza que era el miembro del butanero, pero para su desilusión a pesar de ser muy grande, no era negra…

 

Era martes Santo, las procesiones de santos y vírgenes no salían hasta el día siguiente, así que tenía todavía toda la tarde para mí. Ayudé a mi hermana a fregar los platos y a recoger la cocina. Una vez terminé, le pedí permiso para irme en pos de la libertad de la calle.

—¡No vayas a venir muy tarde! —Me dijo con su voz de princesa.

Yo asentí con la cabeza porque no quería mentirle. Aguantaría en la calle hasta que el último de los niños se fuera a su casa. Si estaba yendo a la placita aquellos días, era porque mi mamá estaba ayudando a mi tía Elvira a cuidar a su marido que estaba enfermo de cáncer. Así que tenía que aprovechar al máximo, porque una vez volviera la Sargento Semana, volvería a la rutina de mis deberes, mis comics y acostarme temprano porque mañana hay cole.

Una vez llegué a la plaza, me encontré con el Rafita, y tres niños más de su edad. Cuando me vieron llegar, por la cara que me pusieron, no se alegraban mucho de verme. Fue nada más acercarme a ellos y el repelente de Rafita, con su voz de limón avinagrao , me preguntó:

—¿Tú que haces aquí pringao?

—No sabía yo que fueras mi padre y te tuviera que dar explicaciones de lo que hago —Contesté yo, con mi particular tono de niño redicho.

—¡Pues con nosotros no te vengas! —Me gritó levantándome amenazadoramente el dedo.

¡Qué mal me caía aquel niño! «¡Le tenían que salir lombrices de las gordas y que se tenga que rascar como los monos!» —Pensé mientras me alejaba de ellos.

Como no había más nadie en la plaza, me tuve que “divertir” sentándome en un banco solo y mirando lo que hacían los cuatro niños mayores. Aunque bien mirado, muy, muy mayores no eran. El más viejo era el Pepón, que tenía la edad de mi hermano Juan, catorce años; el Rafita, el Antoñin y el Diego tenían trece. Pero para ellos, los niños de ocho años éramos poco más que mojoncitos de perro y siempre que nos podían dejar de lado, lo hacían. En especial el Rafita cuatro ojos, quien parecía que se lo pasaba chachi pirulí cuando nos decía: «Con nosotros no juegas». ¡Qué coraje me daba!

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Los observé detenidamente y por cómo cuchicheaban para que nadie se enterara, imaginé que tramaban algo. No tenía ni pajolera idea de lo pudiera ser lo que se traían entre manos, pero, estando de por medio el estirado de Rafita,   no podía ser nada bueno.

Hubo algo que por lo requeté raro que era, me puso las orejas tiesas. El Rafita se había traído el álbum de fútbol del año pasado, se lo había puesto en su regazo y se lo estaba enseñando a los demás. No entendía que interés podía tener un álbum viejo para aquellos niños, pero lo que más me extrañaba era la cara de asombro que ponían cuando el Rafita iba pasando las páginas. Por un momento tuve la impresión que se estaban poniendo igual de colorados que mi hermana, cuando la Jacinta le contaba cosas de picardías. Sin embargo, como no me dejaban acercarme, me quedé con las ganas de saber por qué se ponían como un tomate.

Al poco de estar allí, llego el Richar, otro niño de mi edad. Hizo el ,  intento de acercarse a los mayores, pero  estos  lo largaron con viento fresco. Como a falta de pan, buenas son tortas,  vino y se sentó conmigo en el banco.

—El Rafita, cada día está más colgao —Dije como si hubiera descubierto América, cuando estaba señalando algo que el Richar  se sabía mejor que la tabla de multiplicar del uno.

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—Los demás le hacen la pelota, porque ha traído la revista de tías en bolas… ¡Que si no! Porque el Antoñin es mi vecino y mi amigo de toa la vida — Me contestó bastante enfadado.

No pregunté para que no se pensara que era un tonto pelao, pero supuse que la “famosa” revista de las tías en pelotas, la tenía escondida dentro del álbum de fútbol, de ahí que  a los niños mayores se les pusiera la cara colora.

—Ahora se van a ir a las ruinas de la ermita. A hacerse una paja. Por eso, no quieren que vayamos con ellos. Piensan que nos vamos a chivar…

Mire sorprendido al Richar. Parecía que yo no era el único agente secreto del pueblo, pues  él también estaba enterado perfectamente de  todo lo que se traían entre manos el Rafita cuatro ojos y sus amigos.

—¿Y por qué se van a la ermita? Con lo lejos que está.

—Porque allí es difícil que los pillen. Además, el Rafita es un vacilón a la hora de hablar pero tú y yo sabemos que le teme más a su madre que veinte gatos al agua fría.

Al poco, llegaron el Manolo y el Jaime con un balón, y nos dijeron que si queríamos jugar.  A mí me tocó ser portero (como siempre, ¡jo con lo aburrido que era!). No me habían metido ni tres goles y los mayores se marcharon en dirección a la vieja ermita. Me fije en el Rafita cuatro ojos, llevaba el álbum apretado entre sus manos, como si fuera el mapa del tesoro del Pirata Barbanegra.

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A la vez que me metían el cuarto gol de penalti. Mi cabecita inquieta le daba vueltas a eso de “las pajas” ¿Por qué los niños mayores andaban con tantas intrigas al respecto? ¿Sería un juego secreto como el de los médicos? ¿Los llevarían al reformatorio si los pillaba la policía?

Tras el quinto gol, decidí que ya estaba bien de hacer el canelo y  dije que me iba a casa. Cosa que era una mentira de las gordas, pues lo que pensaba hacer era ponerme mi disfraz invisible de agente secreto y seguir a los cuatro niños mayores en su camino a la ermita. Si las habilidades del agente 007,  Pepito  Bond, habían funcionado aquella mañana en la casa de la viuda Carmela, no sé yo porque no debían hacerlo con los tontolabas del Rafita y sus amigos.

Lo cierto era que muchas ganas tendría que tener yo, de enterarme de lo que era aquello de las dichosas “pajas”, pues me iba a pegar un paseíto de mucho cuidado.  La vieja ermita estaba por el lado del río, había que atravesar todo el pueblo y después un rato largo andando por el campo. Pero en fin, todo fuera por aprender cosas nuevas que contarle a mi primo Francisquito cuando lo viera. ¡Qué ganas tenía de verlo para decirle todo lo que había descubierto!

Por el pueblo me fue fácil seguirlos, guardando una distancia pertinente marca detective secreto, podría parecer que iba a otra parte. De todas maneras, Pepito Bond siempre tenía un plan B para despistarlos, de hacer como el que cogía por una calle distinta a la de ellos.

Sabía que si el Rafita y compañía me pillaban tras sus pasos, me arriesgaba a que me dieran una manta de palos. Pero la curiosidad, pesaba más que el miedo y continué con mi persecución por las calles de Don Benito.

Lo más curioso era, que no tenía ni pajolera idea de que podía ser aquello de “las pajas”, pero simplemente el hecho de que quisieran mantenerlo en secreto y con tanto misterio, hacía que mis ganas por descubrirlo se acrecentaran aún más.

Bueno, que no tenía ni idea es un decir: porque yo intuía que tenía que ser un juego parecido al de los médicos. Pero como en este caso, eran niños debía ser de forma distinta y lo mismo ni se tomaban la temperatura ni nada por el estilo. Estaba claro que el Rafita cuatro ojos, con lo mirado y cagueta que era, no iba a hacer nada para que lo pudieran llevar al reformatorio. ¡O lo mismo si y por eso se iban a las ruinas de la ermita! El intríngulis me comía por dentro y tenía unas ganas locas por descubrir lo que tramaban.

Una vez llegamos a la salida del pueblo, todo lo que había a nuestro alrededor era campo. Un campo al que la primavera había empezado a cubrir de verde, pero por el que todavía se podía andar sin necesidad de apartar las grandes y altas matas de flores, las cuales cubrían por completo el monte hasta llegar al rio. Salvo las parcelas y granjas que había por allí, todo eran margaritas, amapolas y dientes de león. ¡Qué bonito estaba y que pocas veces me dejaba mi madre ir a verlo!

Una vez llegue a aquella zona, tuve claro que tenía que coger un camino distinto a ellos, pues por muchas dotes de agente secreto que Pepito Bond tuviera, no podía hacerse invisible (Por lo que había leído en los comics de los cuatro fantásticos, eso era un súper poder de niña). Así que decidí ir por otro sendero. Lo malo que era más largo y más cansado. Por otra parte, tampoco me preocupaba demasiado, si llegaba un poquito más tarde, los pillaría con las manos en la masa, que al fin y al cabo, era lo que yo quería.

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¡Qué lote de andar me pegué! Me caí un par de veces y todo, llenándome los pantalones de hierba. Menos mal que la que estaba en casa no era mi madre, pues sino de la zurra en el culo no me salvaba ni Cristo. Pero mi hermana Gertrudis era muy buena, sólo me reñía un poquito, ni me castigaba siquiera.

Una vez llegué a la ermita, no sabía si estaba más casado que nervioso o más nervioso que cansado. ¡Por fin iba a saber que era aquello de las dichosas pajas! Me acerqué sigilosamente al derruido edificio, cuando me faltaban unos escasos metros para llegar, una voz me detuvo en seco.

—¿Qué haces aquí Pepito?—Me preguntó el  Pepón, que por lo que pude suponer, se había quedado de vigía. Al escuchar su voz, un miedo terrible me agarró por la tripa, como si de repente me hubiera entrado unas ganas enormes de hacer caca.

No contesté, porque cualquier mentira no me iba a salvar del pedazo de paliza que me iba a pegar aquel cacho carne bautizada. Si algo tenía aquel niño, era que  no pensaba, primero atizaba y después, si hacia falta, preguntaba.

He de reconocer que el Pepón me aterrorizaba. No sólo porque fuera un bruto de marca mayor, sino porque a sus catorce años era grande y fuerte como él solo. Creo que, al menos, les sacaba una cuarta a todos los niños de la clase de mi hermano Juan. Para mí que le había pasado igual que al Obelix y se había caído de pequeño en la marmita de la poción mágica.

—¡Tú siempre tienes que hacer lo que te da la gana!—Me grito mientras apretaba los puños de forma amenazadora.

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Como vio que no le contestaba apretó más los nudillos. Yo temblaba como un flan, pues ante mí ya no tenía al Pepón, tenía un trol. Un salvaje trol que hizo que el agente secreto Pepito Bond, se transformara en un gnomo, un diminuto y sabio gnomo, para quien    una buena retirada a tiempo era la mejor de las victorias.

No sé de donde saqué fuerzas para correr como alma que lleva el diablo. Si el Pepón me hubiera seguido seguro que me hubiera pillado, pero creo que su único interés es que me fuera de allí y los dejara tranquilos.

Aunque comprendí que no iban a salir tras de mí, corrí hasta que no pude más. Cuando consideré que los había despistado por completo, me tiré al suelo agotado.

Una vez recuperé el resuello, regresé al pueblo, anda que te anda por el campo.  Además de agotado, estaba tristón. Todo mi trabajo como agente secreto se había ido al traste y todo,  por no considerar que hubieran puesto vigilancia, a las puertas del cuartel enemigo. Llegué a pensar que como todo había salido tan mal, jamás de los jamases, me enteraría qué diablos era aquello de “las pajas”.

Es curioso como disminuyen el ritmo de nuestros pasos cuando nos abandona la ilusión. Parece como si se nos agotaran las pilas y comenzáramos a movernos a cámara lenta.

Camino de casa y preso del desconsuelo,  vi algo que me llamó sumamente la atención: el camión de bombonas del Genaro. ¿Qué hacía aparcado al lado de una de las casas viejas que lindaban con el río?

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La primera idea que se me vino a la cabeza fue que le había entrado ganas de hacer pipí y no había tenido más remedio que parar por allí. Bueno, si me aligeraba y metía velocidad Speedy Gonzalez, puede que todavía me diera tiempo de ver otra vez la cosota del butanero. Así por lo menos, la excursión campestre no habría sido en balde.

Mientras corría hacia la destartalada vivienda, no dejaba de pensar como de grande sería el chorro que manaría de su churra. Si era proporcional a su tamaño, debía ser como abrir el grifo del fregadero.

Una vez estuve cerca, caminé más despacito y sin hacer ruido. No quería que me pillaran otra vez. Cuando llegué a una de los enormes y destrozados ventanales, me asomé con mucho cuidadito y busqué al Genaro en el interior.

Pero mi gozo en un pozo, el butanero no se encontraba orinando, sino sentado sobre uno de los semiderruidos muros fumándose un cigarro.  No sé si estaba en lo cierto, pero me pareció que estaba menos enfadado que de costumbre; me fijé y no paraba de tocarse su cosota. Lo mismo era porque se había quitado los calzoncillos que tanto le apretaban y le picaba al rozarse con el mono de repartidor de butano.

Cuanto más lo miraba, más claro tenía que debía de ser eso, porque no paraba. Parecía un autómata, pegaba una calada al  cigarro, miraba el reloj y se rascaba, una y otra vez, en el mismo orden. Como aquello me aburría, decidí reanudar mi camino.

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A punto estaba de marcharme, cuando pasó algo me desconcertó, por la puerta del viejo caserón entró Diego, el gitano. Por más vueltas que le daba a la sesera, no entendía lo que podía hacer allí.Diego, el gitano era un chaval de unos diecisiete, más bien dieciocho años. Según mi madre, era un golfo de cuidado. Aunque también argumentaba, que la culpa no era de él, sino de sus padres. La una por lo que había sido y el otro por lo borracho que era. Siempre terminaba la frase diciendo lo mismo: «A gente así, Dios no le debía de mandar hijos».

El caso, es que independiente de lo pensara mi madre, a mí  y a mis amigos, el Diego nos caía  requeté antipático. Siempre que nos veía y no había cerca algún mayor para que le riñera, hacia algo para fastidiarnos. ¡Cómo disfrutaba haciéndonos rabiar!  ¡Qué coraje me daba que me despeinara! Y cuanto más me mosqueaba, más se reía el vaina sosa. Los niños de mi clase, lo veíamos venir de lejos y cambiábamos de acera.

Siempre me había parecido muy delgado y moreno, pero al lado del butanero que era tan rubio y tan fuerte, me lo pareció más. El Genaro le sacaba la cabeza y abultaba el doble que él.

Tras una pequeña charla, el butanero le cogió las manos al gitano y lo atrajo hacia él. Lo que pasó a continuación, me dejo paticolgando y estupesorprendido : ¡Se dieron un beso como los que se daban los artistas en las películas!

Aquel gesto por su parte, fue suficiente para llamar mi interés. No me habría podido enterar lo que eran las dichosas “las pajas”, pero por contra, iba a ver ( y por segunda vez en un día) al butanero jugar a los médicos.

Pude observar que mientras se daban el beso en la boca,  Diego el gitano le tocaba la cosota al Genaro y el butanero  le agarraba fuerte el culito. Y digo “culito” con toda la razón del mundo, que el gitano tenía menos carnes que la rodilla de un canario.

Una vez terminaron de besarse, el chaval se agachó delante del hombre. A pesar de no tener a mi lado a mi primo Francisquito para que me lo explicara,  yo  que era muy listo y lo aprendía muy rápidamente todo sabía ya perfectamente lo que se disponía a hacer: le iba a tomar la temperatura.

Cuando el Diego bajó la cremallera del butanero, descubrí para mi sorpresa que seguía teniendo los calzoncillos. Con lo cual, no podía estar más equivocado pensando que no estaba de su mal humor habitual porque se los había quitado.  ¿ A ver si iba  a ser que estaba tan contento porque  sabía que iba a jugar a los médicos con el gitano?

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Ver salir al pájaro de la jaula, hizo que abandonara mis pesquisas. ¡Cómo era la churra del Genaro! Si he de contar la verdad y nada más que la verdad, me pareció incluso que estaba más tiesa y grande que en casa de la viuda. Aunque lo que más llamaba mi atención, era lo roja y grande que era su cabeza. ¡Me seguía pareciendo la cabeza de una serpiente y había momentos que tenía la sensación de que me miraba!

El muchacho le bajó al Genaro los pantalones y el slip hasta los tobillos, quedando su picha completamente al alcance de mi vista. Era casi tan gorda o más que un embutido y de larga me dio la sensación de que le llegaba hasta el ombligo. Pero lo más espectacular eran sus huevos, que no eran de palomita como los míos, eran tan grandes que debían ser al menos de avestruz. Como estaban rodeados por un abundante bello rubio, me dio la sensación de que tenían hecho hasta el nido.

Tuve la suerte de que se puso de perfil a donde yo estaba, con lo que obtuve mejor perspectiva. Pero fue ponerse el antipático del gitano a tomarle la temperatura y me la tapó con su oscura melena.

Pero por lo visto, el pelo no solo me estorbaba a mí y al poco, el Genaro se lo echo para atrás, con lo que pude ver con claridad lo que estaba pasando. A pesar de que el muchacho se afanaba por tragársela entera (me imagino que sería para tomarle la temperatura mejor), sólo le entraba a duras penas la colorada cabeza y poco más. Me fijé detenidamente en la cara del gitano, aunque no parecía que le doliera nada, tenía los ojos llorosos, como si se hubiera atragantado.

Por el contrario, el Genaro estaba requeté contento. Su rostro me recordaba al de mi hermana cuando se tendía en la azotea a tomar el sol, cerraba los ojos como si estuviera soñando, pero estaba despierta. Al igual que mi hermana, sonreía como si alguien le hubiera contado un chiste de Jaimito.

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No sé qué tiempo duró la toma de temperatura, pero bastante más que el juego de los médicos con la viuda Carmela.  El caso es que el Genaro le pidió al Diego que se levantara. Si las reglas del juego eran las mismas que el de mis primos y los albañiles, ahora tocaba ponerle el supositorio ¡Cuanta alegría me dio acertar! Me estaba convirtiendo en un buen árbitro en aquel juego. Ya hasta me sabía de carrerilla lo que venía a continuación y todo.

Me quedé estupefacto, cuando el Diego se bajó los pantalones y los calzoncillos. A pesar de lo delgado que estaba, tenía un culo bien gordo. Aunque lo que más me extrañó fue su churrita. Las dos veces que había visto jugar a los médicos, tanto quien ponía el supositorio como a quien se lo ponían, tenían el pito tieso y grande. Sin embargo, la del gitanillo estaba pequeña y yo diría que hasta encogida como cuando uno se metía en la ducha con el agua fría.

Por lo que pude ver, no debía ser un requisito imprescindible para jugar, porque el Genaro sacó un bote de crema de su bolsillo y le junto la pomada en el culito; paso previo para meter el supositorio en el agujerito. He de decir que aquello parecía que no le gustaba mucho al chaval, pues puso mala cara y empezó a protestar por lo bajini. El butanero le contestó algo y se calló de inmediato. No sé lo que le diría, pero al Diego se le puso la misma cara que a mi hermana Gertrudis cuando mi madre le decía que o limpiaba la casa o no salía por la tarde con su novio.

Mientras el Genaro se rascaba el pito parriba y pabajo, el gitanillo se apoyó contra la pared y sacó el culillo para afuera. A continuación el butanero colocó su churra a la puerta de su agujerito y empezó a empujar. Al principio, como yo pensaba, no entraba ni de casualidad. Se puso a resoplar como el lobo de los tres cerditos, sopló, volvió a soplar otra vez y cuatro o cinco soplidos más tardes el supositorio entró en el agujerito.

Volví a clavar mi mirada de lince en el Diego y, por el gesto de dolor de su cara, pensé que si no se ponía a llorar allí mismo, era porque le daba mucha vergüencita, porque ganas parecía que  no le faltaban. Más que un supositorio, parecía que le estuvieran poniendo una inyección.

Al pensar aquello, tuve un momento Vicky el Vikingo y di con la solución, casi sin darme cuenta. Como la minina del Genaro era tan grande no era un supositorio, era una inyección. «¡Que requeté listo que soy! »—Me dije en voz muy, pero que muy bajita. Aquello seguro que no lo sabía mi primo Francisquito. Estaba deseando volver a verlo, para contárselo, seguro que cuando viera lo espabilado que soy, ya deja de considerarme un niño chico.

Espiar al Genaro empujar su cosota a través del culillo del Diego, me recordó al albañil gigante.  Y es que la fuerza con la que jugaba el Genaro era muy parecida a la suya.

Ver las ganas que le ponía en aquel momento, me vino a la mente a una pregunta sobre lo que había visto aquella mañana: ¿Por qué no le ponía el mismo empeño cuando jugaba con la viuda? La única respuesta que creí correcta, fue pensar que era porque no le gustaba. ¡Qué tonto pelao era el butanero! Yo si no quiero jugar con un niño, no lo hago y Santas Pascuas…

Bueno, alguna vez que otra mi primo Francisquito y yo jugábamos con su hermana Matildita, para que nuestros padres se pensaran que éramos unos niños muy buenos. Pero lo cierto es que no engañábamos a nadie, pues nuestros progenitores sabían muy bien que no éramos unos angelitos, por mucho que intentáramos disimularlo.  Lo sé, porque un día que mi Gertru y yo estábamos contándonos secretitos, me lo dijo.

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A pesar de lo nervioso que estaba porque me pudieran pillar, no me perdí ni lo más mínimo de lo que estaban haciendo los dos mayores. Lo que más me gustaba es la cara de felicidad del Genaro. Tanto que hasta le di la razón a la Jacinta y a mi hermana: era un hombre guapo. Y lo que más me gustaba eran sus enormes ojos azules, en algunos momentos le vi parecido con el padre de Francisquito. Eso sí, un poquito, nada más que el tito Paco, como decía mi madre, «era un rubio que tiraba de espaldas».Tras unos minutos que a mí se me hicieron cortísimos, el Genaro empezó a temblar como un flan. Por lo manera de moverse, para mí que estaba echando los virus. «¡Este hombre es tonto! —Pensé —Si le echa los microbios dentro, el Diego se va a poner malito».

Lo que estaba claro, era que a los médicos cada cual jugaba como le daba la gana. Si los albañiles y mis primos, tras echar los virus se pusieron a darse besitos de película. El butanero y el gitano parecían que no estaba por la labor.  Al contrario, si hasta me pareció que el Diego, andaba hasta un poco mosqueao sería porque había perdido. «¡Pero alma de cántaro —Pensé —  ¿cómo demonio vas a ganar? Si has estado todo el tiempo con la minina chiquitita».

Pero si algo me desconcertó en gordo, fue lo que sucedió después de que terminaran de vestirse. El Genaro sacó su cartera y le dio al gitano un billete de los grandes ( de esos que mi madre dice que no puede cambiar, cuando le pido que me compre chuches). Pero el Diego, en vez de ponerse a saltar contento de alegría, empezó a protestar como si no le pareciera bastante.

Si minutos antes, el rostro del hombre estaba lleno de alegría, se puso requeté triste ante el desplante del muchacho. ¡Si es que ese niño era un esaborío y un tirulato!  Le enseñó la cartera, como dándole a entender que ya no tenía más. Sin embargo, al gitanillo  pareció importarle poco y se fue enfadado, sin despedirse siquiera  del pobre butanero.« Hasta que no traigas más pasta.—Le grito enfadado— ¡No me busques más, so m….. !»(Pongo la m sólo, porque los niños no podemos decir palabrotas).

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Mira que  siempre me había caído mal el Genaro, pues ver la cara de pucherito que se le quedó, consiguió que me diera hasta un poquito de lastimita y todo.  Se sentó sobre uno de los destrozados muros de la vieja casa y si los hombres lloraran ( que mi padre dice que los hombres no lloran) el butanero se habría hartado.

Como estaba oscureciendo y allí no había nada más que interesante que espiar. Decidí largarme con viento fresco para mi casa.

En el camino de regreso, como no tenía nadie con quien charlar, comencé a darle vueltas a la cabeza. Me pareció muy triste que el Genaro le tuviera que dar dinero al Diego para que jugara con él a los médicos.

Me recordó a lo que pasó una vez con el Carlitos, el hijo del carnicero. Como era un niño requeté raro, pues era cabezón, gordo y con gafas de culo de botella, los demás niños, nunca querían ser su amigo.  El día de su cumpleaños, sacó el sidecar que le regalaron y, entonces, todos querían jugar con él. El inocente de Carlitos dejó que toda la pandilla de la barriada se paseara en el cochecito. Si hasta le echaban el brazo por encima y todo, como si fueran amigos de él de toda la vida.

Eso sí, cuando el sidecar se quedó sin batería, todos se marcharon y lo dejaron sólo. El pobrecito de Carlitos se quedó muy apenado y con la sensación de no ser menos que un mojoncito de perro. Lo sé, porque me lo dijo cuándo me quedé con él, para ayudarle a llevar el coche a su casa.

Una vez en casa, me llevé una bronca morrocotuda. Mi hermana, como la niña del exorcista, parecía que estaba poseída y me gritaba las mismas cosas que mi mamá sargento. La verdad es que Gertru llevaba más razón que un santo, era tarde y traía la ropa más sucia que los niños de los anuncios de detergente.

Mientras me duchaba, aún resonaba en mis oídos los gritos de mi hermana regañándome. Pero a mí me daba un poco igual, aquella tarde había aprendido tres cosas:

1) Para jugar a “las pajas” era requisito indispensable una revista de tía en bolas.

2) Cuando la churra era muy grande, no era un supositorio lo que te ponían; era una inyección.

3) Tener que pagar para que jugaran contigo a los médicos, o a lo que fuera no era guay.

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